No hace mucho me pidieron algunos hermanos que contestara a un panfleto escrito por un tal Elvidio. He atrasado hacer esto, no porque sea un tema difícil en el cual defender la verdad y refutar a un campesino ignorante que tiene escaso conocimiento del primer destello de aprendizaje, sino porque me temía que mi respuesta pudiera hacerlo parecer alguien digno de ser derrotado.
Estaba también la consideración adicional de que un tipo turbulento (el único individúo en el mundo que se cree a si mismo laico y sacerdote, uno que, como se ha dicho, piensa que la elocuencia consiste en usar muchas palabras y considera que hablar mal de cualquiera es ser testimonio de una buena conciencia), empezaría a blasfemar peor que nunca si la oportunidad de discutir se le daba. Se pararía sobre un pedestal, y podría publicar a lo largo y a lo ancho sus puntos de vista.
También hay razón de temer que cuando la verdad le falle, él podría atacar a sus oponentes con el arma del abuso.
Pero todos estos justos motivos para mantener el silencio, hace poco han dejado de influenciarme, debido al escándalo causado a los hermanos que estaban disgustados ante sus delirios. El hacha del Evangelio debe, por lo tanto, aplicarse a la raíz de un árbol sin frutos, y tanto el árbol como su follaje sin fruto deben tirarse al fuego, para que Elvidio – que nunca aprendió a hablar—pueda a la larga aprender a callar su lengua.
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Y debido a que pienso que, encontrar la verdad es muy duro para usted, usted volverá a menospreciar mi vida y a abusar mi carácter (de la misma manera que las mujeres débiles chismean en las esquinas cuando han sido reprendidas por sus amos), yo debo anticipármele. Yo le aseguro que tomaré sus insultos como una alta distinción, ya que los mismos labios que me asaltan han menospreciado a María y yo, un sirviente del Señor, soy favorecido con los mismos ladridos de elocuencia que su madre.