Re: ¿Como evangelizar a un Adventista?
Estimado manuel5. Saludos cordiales.
Luego del escandaloso melodrama fariseo de tus compañeros, cúal actores del peor teatro barato, tú participas con estas declaraciones.
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..¿Qué les parece esta parte del "Deseado de Todas las Gentes"? :
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.."CAPÍTULO 56 "Dejad los niños venir a mí"
..(Jesús) tomó a los niños en sus brazos.... Es tan ciertamente el ayudador de las madres hoy como cuando reunía a los pequeñuelos en sus brazos en Judea" (páginas 472 y 473)
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...CAPÍTULO 65 "Cristo purifica de nuevo el Templo".
.."Los niños eran los primeros en regocijarse. Jesús había sanado sus enfermedades, había recibido sus besos de agradecido afecto, y algunos de ellos se habían dormido sobre su pecho mientras él enseñaba a la gente"
(página 543)
...
...PURA "RELIGIÓN-FICCIÓN", no más...
Respondo: ¡Gracias por la cita!; acá verás como se repite la historia: Los escribas, sacerdotes y gobernantes judios le tendían trampas a Jesús.
"el odio de los sacerdotes hacia él aumentaba. La sabiduría por la cual había rehuido las trampas que le tendieran era una nueva evidencia de su divinidad y añadía pábulo a su ira"
(Debemos esperar que a sus discípulos se las tiendan también).
Ahora lee el contecto y verás que nuestro Señor merece todo nuestro apoyo y crédito en el accionar que le fue mostrado a Ellen White.
"Jesús miró las inocentes víctimas de los sacrificios, y vio cómo los
judíos habían convertido estas grandes convocaciones en escenas de
derramamiento de sangre y crueldad. En lugar de sentir humilde
arrepentimiento del pecado, habían multiplicado los sacrificios de
animales, como si Dios pudiera ser honrado por un servicio que no nacía
del corazón. Los sacerdotes y gobernantes habían endurecido sus
corazones con el egoísmo y la avaricia. Habían convertido en medios
de ganancia los mismos símbolos que señalaban al Cordero de Dios. Así se
había destruido en gran medida a los ojos del pueblo la santidad del
ritual de los sacrificios. Esto despertó la indignación de Jesús; él
sabía que su sangre, que pronto había de ser derramada por los pecados
del mundo, no sería más apreciada por los sacerdotes y ancianos que la
sangre de los animales que ellos vertían constantemente.
Cristo había hablado contra estas prácticas mediante los profetas.
Samuel había dicho: "¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los
holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras de Jehová ?
Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar
atención que el sebo de los carneros." E Isaías, al ver en visión
profética la apostasía de los judíos, se dirigió a ellos como si fuesen
gobernantes de Sodoma y Gomorra: "Príncipes de Sodoma, oíd la palabra de
Jehová; escuchad la ley de nuestro Dios, pueblo de Gomorra. ¿Para qué a
mí, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Harto estoy de
holocaustos de carneros, y de sebo de animales gruesos: no quiero sangre
de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. ¿Quién demandó esto de
vuestras manos, cuando vinieseis a presentaros delante de mí, para
hollar mis atrios?" "Lavad, limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras
obras de ante mis ojos; dejad de hacer lo malo: aprended a hacer bien;
buscad juicio, restituid al agraviado, oíd en derecho al huérfano,
amparad a la viuda."
El mismo que había dado estas profecías repetía ahora por última vez la
amonestación. En cumplimiento de la profecía, el pueblo había proclamado
rey de Israel a Jesús. El había recibido su homenaje y aceptado el
título de rey. Debía actuar como tal. Sabía que serían vanos sus
esfuerzos por reformar un sacerdocio corrompido; no obstante, su obra
debía hacerse; debía darse a un pueblo incrédulo la evidencia de su
misión divina.
De nuevo la mirada penetrante de Jesús recorrió los profanados atrios
del templo. Todos los ojos se fijaron en él. Los sacerdotes y
gobernantes, los fariseos y gentiles, miraron con asombro y temor
reverente al que estaba delante de ellos con la majestad del Rey del
cielo. La divinidad fulguraba a través de la humanidad, invistiendo
a Cristo con una dignidad y gloria que nunca antes había manifestado.
Los que estaban más cerca se alejaron de él tanto como el gentío lo
permitía. Exceptuando a unos pocos discípulos suyos, el Salvador quedó
solo. Se acalló todo sonido. El profundo silencio parecía insoportable.
Cristo habló con un poder que influyó en el pueblo como una poderosa
tempestad: "Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada, mas
vosotros cueva de ladrones la habéis hecho." Su voz repercutió por el
templo como trompeta. El desagrado de su rostro parecía fuego
consumidor. Ordenó con autoridad: "Quitad de aquí esto."
Tres años antes, los gobernantes del templo se habían avergonzado de su
fuga ante el mandato de Jesús. Se habían asombrado después de sus
propios temores y de su implícita obediencia a un solo hombre humilde.
Habían sentido que era imposible que se repitiera su humillante
sumisión. Sin embargo, estaban ahora más aterrados que entonces y se
apresuraron más aún a obedecer su mandato. No había nadie que osara
discutir su autoridad. Los sacerdotes y traficantes huyeron de su
presencia arreando su ganado.
Al alejarse del templo se encontraron con una multitud que venía con sus
enfermos en busca del gran Médico. El informe dado por la gente que huía
indujo a algunos de ellos a volverse. Temieron encontrarse con uno tan
poderoso, cuya simple mirada había echado de su presencia a los
sacerdotes y gobernantes. Pero muchos de ellos se abrieron paso entre el
gentío que se precipitaba, ansiosos de llegar a Aquel que era su única
esperanza. Cuando la multitud huyó del templo, muchos quedaron atrás.
Estos se unieron ahora a los que acababan de llegar. De nuevo se
llenaron los atrios del templo de enfermos e inválidos, y una vez más
Jesús los atendió.
Después de un rato, los sacerdotes y gobernantes se atrevieron a volver
al templo. Cuando el pánico hubo pasado, los sobrecogió la ansiedad de
saber cuál sería el siguiente paso de Jesús. Esperaban que tomara el
trono de David. Volviendo quedamente al templo, oyeron las voces de
hombres, mujeres y niños que alababan a Dios. Al entrar, quedaron
estupefactos ante la maravillosa escena. Vieron sanos a los enfermos,
con vista a los ciegos, con oído a los sordos, y a los tullidos saltando
543 de gozo. Los niños eran los primeros en regocijarse. Jesús había
sanado sus enfermedades; los había estrechado en sus brazos, había
recibido sus besos de agradecido afecto, y algunos de ellos se habían
dormido sobre su pecho mientras él enseñaba a la gente. Ahora con
alegres voces los niños pregonaban sus alabanzas. Repetían los hosannas
del día anterior y agitaban triunfalmente palmas ante el Salvador. En el
templo, repercutían repetidas veces sus aclamaciones: "Bendito el que
viene en nombre de Jehová." "He aquí, tu rey vendrá a ti, justo y
salvador." "¡Hosanna al Hijo de David!"
Oír estas voces libres y felices ofendía a los gobernantes del templo,
quienes decidieron poner coto a esas demostraciones. Dijeron al pueblo
que la casa de Dios era profanada por los pies de los niños y los gritos
de regocijo. Al notar que sus palabras no impresionaban al pueblo, los
gobernantes recurrieron a Cristo: "¿Oyes lo que éstos dicen? Y Jesús les
dice: Sí: ¿nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que maman
perfeccionaste la alabanza?" La profecía había predicho que Cristo sena
proclamado rey, y esa predicción debía cumplirse. Los sacerdotes y
gobernantes de Israel rehusaron proclamar su gloria, y Dios indujo a los
niños a ser sus testigos. Si las voces de los niños hubiesen sido
acalladas, las mismas columnas del templo habrían pregonado las
alabanzas del Salvador.
Los fariseos estaban enteramente perplejos y desconcertados. Uno a quien
no podían intimidar ejercía el mando. Jesús había señalado su posición
como guardián del templo. Nunca antes había asumido esa clase de
autoridad. Nunca antes habían tenido sus palabras y obras tan gran
poder. E1 había efectuado obras maravillosas en toda Jerusalén, pero
nunca antes de una manera tan solemne e impresionante. En presencia del
pueblo que había sido testigo de sus obras maravillosas, los sacerdotes
y gobernantes no se atrevieron a manifestarle abierta hostilidad. Aunque
airados y confundidos por su respuesta, fueron incapaces de realizar
cualquier cosa adicional ese día.
A la mañana siguiente, el Sanedrín consideró de nuevo qué conducta debía
adoptar para con Jesús. Tres años antes, habían exigido una señal de su
carácter mesiánico. Desde aquella ocasión, él había realizado obras
poderosas por todo el país. Había sanado a los enfermos, alimentado
milagrosamente a miles de personas, caminado sobre las olas y aquietado
el mar agitado. Había leído repetidas veces los corazones como un libro
abierto; había expulsado a los demonios y resucitado muertos. Antes los
gobernantes le habían pedido evidencias de su carácter de Mesías. Ahora
decidieron exigirle, no una señal de su autoridad, sino alguna admisión
o declaración por la cual pudiera ser condenado.
Yendo al templo donde estaba él enseñando, le preguntaron: "¿Con qué
autoridad haces esto? ¿y quién te dio esta autoridad?" Esperaban que
afirmase que su autoridad procedía de Dios. Se proponían negar un aserto
tal. Pero Jesús les hizo frente con una pregunta que al parecer
concernía a otro asunto e hizo depender su respuesta a ellos de que
contestaran esa pregunta. "El bautismo de Juan --dijo,-- ¿de dónde era?
¿del cielo, o de los hombres?"
Los sacerdotes vieron que estaban en un dilema del cual ningún sofisma
los podía sacar. Si decían que el bautismo de Juan era del cielo, se
pondría de manifiesto su inconsecuencia. Cristo les diría: ¿Por qué
entonces no creísteis en él? Juan había testificado de Cristo: "He aquí
el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo."* Si los sacerdotes
creían el testimonio de Juan, ¿cómo podían negar que Cristo fuese el
Mesías? Si declaraban su verdadera creencia, que el ministerio de Juan
era de los hombres, iban a provocar una tormenta de indignación, porque
el pueblo creía que Juan era profeta.
La multitud esperaba la decisión con intenso interés. Sabían que los
sacerdotes habían profesado aceptar el ministerio de Juan, y esperaban
que reconocieran sin reservas que era enviado de Dios. Pero después de
consultarse secretamente, los sacerdotes decidieron no comprometerse.
Simulando ignorancia, dijeron hipócritamente: "No sabemos." "Ni yo os
digo con qué autoridad hago esto," dijo Jesús.
Los escribas, sacerdotes y gobernantes fueron reducidos todos al
silencio. Desconcertados y chasqueados, permanecieron cabizbajos, sin
atreverse a dirigir más preguntas a Jesús. Por su cobardía e indecisión
habían perdido en gran medida el respeto del pueblo, que observaba y se
divertía al ver derrotados a esos hombres orgullosos y henchidos de
justicia propia.
Todos los dichos y hechos de Cristo eran importantes, y su influencia
había de sentirse con intensidad que iría en aumento después de su
crucifixión y ascensión. Muchos de los que habían aguardado ansiosamente
el resultado de las preguntas de Jesús, serían finalmente sus
discípulos, atraídos a él por sus palabras de aquel día lleno de
acontecimientos. Nunca se desvanecería de sus mentes la escena ocurrida
en el atrio del templo. El contraste entre Jesús y el sumo sacerdote
mientras hablaron juntos era notable. El orgulloso dignatario del templo
estaba vestido con ricas y costosas vestimentas. Sobre la cabeza tenía
una tiara reluciente. Su porte era majestuoso; su cabello y su larga
barba flotante estaban plateados por los años. Su apariencia infundía
terror a los espectadores. Ante este augusto personaje estaba la
Majestad del cielo, sin adornos ni ostentación. En sus vestiduras había
manchas del viaje; su rostro estaba pálido y expresaba una paciente
tristeza; pero se notaban allí una dignidad y benevolencia que
contrastaban extrañamente con el orgullo, la confianza propia y el
semblante airado del sumo sacerdote. Muchos de los que oyeron las
palabras y vieron los hechos de Jesús en el templo, le tuvieron desde
entonces por profeta de Dios. Pero mientras el sentimiento popular se
inclinaba a Jesús,
el odio de los sacerdotes hacia él aumentaba. La sabiduría por la cual había rehuido las trampas que le tendieran era una nueva evidencia de su divinidad y añadía pábulo a su ira.
En su debate con los rabinos, no era el propósito de Cristo humillar a
sus contrincantes. No se alegraba de verlos en apuros. Tenía una
importante lección que enseñar.
Había mortificado a sus enemigos permitiéndoles caer en la red que le habían tendido. Al reconocer ellos su ignorancia en cuanto al carácter de Juan el Bautista, dieron a Jesús oportunidad de hablar, y él la aprovechó presentándoles su verdadera condición y añadiendo otras amonestaciones a las muchas ya dadas.
"¿Qué os parece? --dijo:-- Un hombre tenía dos hijos, y llegando al
primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña Y respondiendo él,
dijo: No quiero; mas después arrepentido, fue. Y llegando al otro, le
dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Yo, Señor, voy. Y no
fue ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?"
Esta abrupta pregunta sorprendió a sus oyentes. Habían seguido de cerca
la parábola, y respondieron inmediatamente: "El primero." Fijando en
ellos firmemente sus ojos, Jesús respondió con acento severo y solemne:
"De cierto os digo, que los publicanos y las rameras os van delante al
reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no
le creísteis; y los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros,
viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle."
Los sacerdotes y gobernantes no podían dar sino una respuesta correcta a
la pregunta de Cristo, y así obtuvo él su opinión en favor del primer
hijo. Este representaba a los publicanos, que eran despreciados y
odiados por los fariseos. Los publicanos habían sido groseramente
inmorales. Habían sido en verdad transgresores de la ley de Dios y
mostrado en sus vidas una resistencia absoluta a sus requerimientos.
Habían sido ingratos y profanos; cuando se les pidió que fueran a
trabajar en la viña del Señor, habían dado una negativa desdeñosa. Pero
cuando vino Juan, predicando el arrepentimiento y el bautismo, los
publicanos recibieron su mensaje y fueron bautizados.
El segundo hijo representaba a los dirigentes de la nación judía.
Algunos de los fariseos se habían arrepentido y recibido el bautismo de
Juan; pero los dirigentes no quisieron reconocer que él había venido de
Dios. Sus amonestaciones y denuncias no los habían inducido a
reformarse. Ellos "desecharon el consejo de Dios contra sí mismos, no
siendo bautizados de él." Trataron su mensaje con desdén. Como el
segundo hijo, que cuando fue llamado dijo: "Yo, señor, voy" pero no fue,
los sacerdotes y gobernantes profesaban obediencia pero desobedecían.
Hacían gran profesión de piedad, aseveraban acatar la ley de Dios, pero
prestaban solamente una falsa obediencia. Los publicanos eran
denunciados y anatematizados por tos fariseos como infieles; pero
demostraban por su fe y sus obras que iban al reino de los cielos
delante de aquellos hombres llenos de justicia propia, a los cuales se
les había dado gran luz, pero cuyas obras no correspondían a su
profesión de piedad.
Los sacerdotes y gobernantes no estaban dispuestos a soportar estas
verdades escudriñadoras. Sin embargo, guardaron silencio, esperando
que Jesús dijese algo que pudieran usar contra él; pero habían de
soportar aun más." DTG 547.
Bendiciones.
Luego todo Israel será salvo.