Una “tercera posición” frente al calvinismo y el arminianismo.
El debate teológico entre el calvinismo y el arminianismo se centra en cómo Dios otorga la salvación: si es exclusivamente por la elección soberana de Dios (calvinismo) o si depende en parte de la respuesta humana en fe (arminianismo).
Se propone una “tercera posición” doctrinal que busca conciliar elementos de ambos sistemas y aportar un enfoque alternativo.
Esta tercera vía enfatiza la autoridad de Jesucristo (el Hijo) en el juicio final y en la decisión última sobre la salvación de cada individuo.
A continuación, analizamos cómo esta perspectiva aborda los puntos clave en disputa.
La total eficacia de la sangre de Cristo
La “tercera posición” sostiene que la muerte de Cristo realmente rescató a toda la humanidad del dominio de la muerte, colocándola bajo el señorío de Cristo, no solo a un grupo de elegidos.
Bíblicamente, sí vemos un alcance universal en la obra expiatoria de Jesús.
Se afirma que Cristo murió por todos, incluso por los que se pierden: Él es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y “la propiciación... por los pecados de todo el mundo”. Versículos como 1 Timoteo 2:6 dicen que Jesús “se dio a sí mismo en rescate por todos”, y Hebreos 2:9 añade que “gustó la muerte por todos”. Esto indica que su sangre tiene un valor infinito, suficiente para cada persona de la raza de Adán.
En la cruz, Cristo derrotó el poder de la muerte de una vez y para siempre, cumpliendo así la promesa de que “en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15:22).
Esta visión se alinea con las Escrituras, aunque va más allá de las formulaciones calvinista y arminiana tradicionales.
Sugiere que Jesús, con su sacrificio, compró a la humanidad entera para Dios – incluso a quienes luego lo rechazan – cumpliendo profecías como Isaías 53:6 (“Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”).
De hecho, Pedro habla de falsos maestros que niegan “al Amo que los compró”, lo cual implica que hasta ellos fueron adquiridos por la sangre de Cristo. Así, la expiación de Cristo es objetivamente suficiente y eficaz para salvar a cualquiera (“completa expiación de todo el pecado humano… suficiente para cada persona”); no hay ser humano fuera del alcance potencial de su sangre. Esto repercute en nuestra comprensión de la expiación: enfatiza un sacrificio ilimitado en valor y universal en ofrecimiento, que garantiza que el problema del pecado y la muerte fue resuelto de forma plena en Cristo. A diferencia del Calvinismo estricto (expiación limitada a los elegidos) o del Arminianismo clásico (expiación universal meramente potencial), aquí la sangre de Cristo logró verdaderamente una victoria sobre la muerte a favor de toda la raza humana, convirtiendo a Cristo en Señor de todos (Rom. 14:9).
Esa “eficacia total” no significa que todos se salven automáticamente (la respuesta humana sigue siendo necesaria), pero sí que el dominio de la muerte fue vencido objetivamente. En resumen, bíblicamente “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom. 5:20-21), mostrando que la obra de Cristo es más poderosa que la condena de Adán. Esto le da a la expiación un carácter triunfante y suficiente, ofreciendo una base sólida para que cualquiera pueda ser salvo por gracia mediante la fe.
Distinción entre salir de la muerte y entrar en la vida eterna
Un aporte clave de esta tercera posición es diferenciar dos momentos en la obra redentora: (1) Salir de la muerte (ser liberados del poder/pena de la muerte) y (2) Entrar en la vida eterna (recibir la salvación plena). ¿Hace la Biblia tal distinción? Indicios sugerentes señalan que sí. Por ejemplo, 2 Timoteo 1:10 declara que Cristo Jesús “destruyó la muerte y sacó a luz la vida incorruptible mediante el evangelio”. Aquí vemos dos acciones: primero anular la muerte, luego manifestar la vida inmortal. Cristo, con su resurrección, venció a la muerte (quitándonos del “dominio de la muerte”) y, a través del evangelio, ofrece activamente vida eterna a quienes creen. De modo similar, Jesús afirma: “El que oye mi palabra y cree... ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). Aunque en la experiencia del creyente ambos aspectos ocurren juntos, teológicamente podemos distinguir el hecho objetivo de que Cristo quitó el “aguijón de la muerte” para la humanidad (1 Cor 15:55-57) – es decir, proveyó rescate del veredicto de condenación – del acto subjetivo de recibir la vida eterna por la fe.
La resurrección universal enseña algo parecido: “En Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15:22). Pablo inmediatamente añade “pero cada uno en su debido orden: Cristo las primicias; luego los que son de Cristo” (v.23), indicando que gracias a Cristo todos resucitarán (saldrán de la muerte física), pero solo los que pertenecen a Él gozarán de la vida eterna gloriosa. Jesús habló de una “resurrección de vida” y otra de “condenación” (Juan 5:28-29), implicando que todos saldrán de la tumba, pero no todos entrarán en la vida eterna con Dios. Así, salir de la muerte (ser librados de su poder final) es un paso necesario que Cristo ganó para todos – la tumba ya no tiene la última palabra sobre el ser humano – mientras que entrar en la vida eterna es un regalo condicionado a la unión con Cristo.
Esta separación conceptual aporta una comprensión nueva que puede ayudar a resolver disputas Calvino-Arminianas. Los calvinistas subrayan que la muerte de Cristo efectuó realmente la salvación (pero lo aplican solo a los elegidos); los arminianos enfatizan que Cristo murió por todos (pero que solo es eficaz cuando el individuo cree). La tercera vía concilia ambas perspectivas: Cristo ganó algo real para todos –derrotó la sentencia de muerte que pesaba sobre todos en Adán–, pero la vida eterna plena se recibe libremente por fe –solo los que creen efectivamente disfrutan de la salvación eterna. Así, Dios “hizo su parte” universal y unilateralmente (nadie permanecerá bajo la muerte por culpa de Adán, pues Cristo revertió esa condena (1 Corintios 15:22)), pero exige la respuesta personal para vivir eternamente. Esto parece alinearse con Romanos 5:18, donde un solo acto de justicia resultó en “justificación de vida para todos los hombres” (provisión general), más en el siguiente verso aclara que solo “los muchos” que reciben la gracia serán constituidos justos.
En suma, la Biblia permite ver la obra de Cristo en dos fases: una universal (quitarnos de la muerte) y otra personal (darnos la vida eterna). Entenderlo así puede dar luz nueva a viejos debates, evitando el falso dilema de “¿murió por todos o solo por algunos?”. Murió por todos sacándonos de la condenación de muerte, para que quienes crean reciban la vida eterna.
Esto conserva tanto la soberanía y eficacia de la cruz como la necesidad de la fe, de una forma muy acorde a la enseñanza global de la Escritura.
El bautismo como identificación con la muerte y resurrección de Cristo
La tercera posición subraya el rol del bautismo (entendido como sinónimo de la conversión inicial del creyente) como el medio de identificación con la muerte y resurrección de Jesús. En el Nuevo Testamento, el bautismo no es un mero rito vacío, sino que simbólica y espiritualmente une al creyente con Cristo en Su obra redentora. Romanos 6:3-4 enseña que todos los creyentes, al ser bautizados en Cristo, fuimos “sepultados juntamente con Él para muerte”, para que así como Cristo resucitó, también nosotros llevemos una vida nueva. Es decir, por la fe (expresada en el bautismo) nos hacemos partícipes de la muerte de Cristo, muriendo al pecado, y partícipes de Su resurrección, naciendo a una vida distinta. Pablo enfatiza que esta unión con la muerte de Jesús nos libera de la vieja relación con la Ley y el pecado: “Nuestro viejo hombre fue crucificado” y “el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (Rom 6:6-7).
En coherencia con esto, la Biblia presenta el bautismo como el punto de transición entre el régimen de la Ley (que nos condenaba) y el régimen de la Gracia en Cristo. Cuando uno se bautiza (acompañado de fe y arrepentimiento), está declarando y experimentando que ha muerto con Cristo. “Hemos sido unidos a Él en la semejanza de su muerte” –dice Rom. 6:5–, y por tanto la condena de la Ley ya ha caído sobre nosotros en Cristo. De hecho, se puede decir que en esa unión con la muerte de Jesús, la pena que la Ley exigía quedó satisfecha: “la ley nos condenó y fuimos sentenciados y ejecutados [en Cristo] y nos considera muertos”. Así, al morir con Cristo, el creyente queda libre de la Ley en cuanto a su condenación (Rom. 7:4, “habéis muerto a la Ley mediante el cuerpo de Cristo”). Pero el evangelio no termina en la muerte: también resucitamos con Cristo a una vida nueva. Romanos 6:4 afirma que el propósito de ser sepultados con Él es que “andemos en vida nueva”. Colosenses 2:12 lo resume: “sepultados con Él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con Él, mediante la fe”. Por tanto, en el bautismo entramos en la gracia, en la vida resucitada de Jesús. Esto se relaciona directamente con la justificación, porque al unirnos a Cristo somos cubiertos por su justicia (Gál. 3:27: “todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo os habéis revestido”). Nuestros pecados quedan borrados (Hch. 22:16) y pasamos a estar “en Cristo”, posición en la cual “ninguna condenación hay” (Rom. 8:1).
De esta manera, el bautismo, más que un simple símbolo aislado, es la señal externa de una realidad profunda: el creyente muere al pecado y al orden antiguo y renace a la vida de la gracia. La tercera posición recalca correctamente lo que el Nuevo Testamento enseña: somos salvos por gracia, pero esa gracia nos llega al ser unidos a la muerte y resurrección de Jesucristo. Y esa unión es precisamente lo que el bautismo representa y sella. Así se entiende que la salvación no es por obras de la Ley, sino por estar incorporados a Cristo Jesús. En resumen, la enseñanza bíblica respaldada por textos como Romanos 6 y Gálatas 2:20 es que hemos muerto con Cristo y resucitado con Él, y “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. Esto conecta la justificación (morir a la pena del pecado bajo la Ley) con la gracia (vivir ahora para Dios en Cristo). La tercera vía, al enfatizar el bautismo como entrada en esa nueva realidad, simplemente toma en serio el lenguaje radical del Nuevo Testamento acerca de nacer de nuevo, morir y resucitar con Cristo. Es una perspectiva muy bíblica, que además unifica la comprensión de la fe, la gracia y la santificación inicial en la vida del creyente.
El Señorío absoluto de Cristo
Otro pilar de esta “tercera posición” es el señorío absoluto de Cristo en la salvación: toda la obra salvífica está colocada en manos de Jesús como Mediador. Esto significa que Cristo tiene la autoridad total sobre quién y cómo se salva, conforme a la voluntad del Padre. Bíblicamente, vemos que el Padre entregó toda potestad al Hijo en relación con la humanidad: “le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste” (Juan 17:2). Jesús mismo declara después de resucitar: “Toda autoridad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18). Y en Juan 5:22 se afirma que el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo confió al Hijo. Estos textos muestran que Cristo es el Señor soberano sobre toda la creación y específicamente sobre la raza humana, con la doble prerrogativa de dar vida y ejecutar juicio. En palabras del comentario de Juan 17:2, mientras dure el día de la gracia Jesús usa su autoridad “sobre toda la raza humana” para otorgar salvación, y en el futuro ejercerá esa misma autoridad en el juicio.
¿Cómo contrasta esto con las concepciones clásicas de la elección en el calvinismo y el arminianismo?
En el calvinismo tradicional, la elección es un decreto eterno del Padre por el cual Él escoge a ciertos individuos para ser redimidos por Cristo – el énfasis recae en la decisión previa de Dios Padre.
En el arminianismo, la elección depende de la respuesta humana prevista – Dios elige a quienes Él sabe que van a creer, y Cristo muere por todos ofreciendo salvación condicionada a esa fe.
En ambos casos, podríamos decir que Cristo realiza la salvación de acuerdo a un plan o condición externa a Él mismo (el decreto incondicional en un caso, la fe prevista del hombre en el otro).
La tercera posición, en cambio, centra todo el plan de salvación en la persona de Jesús: el Padre ha entregado a Él tanto el derecho de salvar (dar vida eterna) como el derecho de juzgar.
Cristo es, entonces, el Elegido por excelencia (Isaías 42:1, Ef. 1:4) y los hombres llegan a ser “elegidos” solamente en relación con Él (es decir, perteneciendo a Cristo por la fe). Esto difiere de las otras visiones al presentar la salvación menos como una “lista” de elegidos y más como un Señor vivo que llama a todos y tiene misericordia de quienes acuden a Él. “El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (Juan 3:35); “le dio autoridad sobre todos”.
Así, en vez de ver la salvación como algo predeterminado aparte de Cristo, esta postura la ve totalmente encabezada y administrada por Cristo mismo como Mediador y Rey.
Las implicaciones bíblicas de esto son muy hermosas.
1 Timoteo 2:5-6 proclama a Jesucristo como “un solo mediador entre Dios y los hombres” que “se dio en rescate por todos”.
Jesús es el camino exclusivo a Dios (Juan 14:6), pero al mismo tiempo es un camino abierto a todos, pues “el que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).
Bajo su señorío, la oferta de salvación es universal (Él tiene autoridad sobre toda carne), pero la concesión efectiva de la “vida eterna” la hace Él a “todos los que el Padre le da” – es decir, a los que responden al evangelio (ver Juan 17:2). En términos prácticos, esto enfatiza la soberanía de Cristo: nadie más decide quién es salvo o no, sino Jesucristo mismo, conforme a su justicia y gracia. El Padre, lejos de ser reacio, “no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él” (Juan 3:17). Así que toda la economía de la salvación está en manos del Hijo de Dios, nuestro Redentor. Esto encaja con la Biblia, que presenta a Cristo exaltado como Señor de vivos y muertos (Romanos 14:9) y poseedor de “las llaves de la muerte y del Hades” (Apoc. 1:18).
La tercera posición simplemente toma en serio esa realidad: Jesús es el Rey y Juez de toda la humanidad, y en Él se decide el destino eterno de cada persona. Teológicamente, puede verse como una alternativa más bíblica porque ancla la elección y la seguridad en una relación con Cristo (el Mediador viviente) más que en un decreto secreto o en el frágil albedrío humano.
Cristo ya reúne en sí el amor de Dios por todos y la autoridad sobre todos – de modo que mirar a Él es la única manera de entender quién y cómo se salva uno.
La relación entre la Ley y la gracia
La propuesta de la tercera vía busca armonizar correctamente la vigencia de la Ley en cuanto a la condenación del pecado, con la gracia como único medio de salvación.
En otras palabras, reconoce que la Ley de Dios (sus mandamientos justos) sigue teniendo autoridad para definir el bien y el mal y declarar culpable al pecador, pero afirma que solo la gracia de Cristo puede rescatar al pecador de esa culpabilidad. Este equilibrio es fundamental en la Biblia. Pablo argumenta en Romanos que la Ley fue dada para que el pecado “abundase” (se hiciera evidente y aumentara su gravedad) (Romanos 5), de modo que todo el mundo quede bajo juicio de Dios y callen todas las excusas (Rom. 3:19-20). La función de la Ley es mostrarnos nuestra ruina: “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado… pues por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rom. 3:20). En eso, esta posición coincide con la ortodoxia protestante: el propósito de la Ley nunca fue salvarnos, sino revelarnos nuestra necesidad de salvación.
¿Significa esto que la Ley quedó anulada?
No en el sentido de ser abolida moralmente – la santidad que exige es reflejo del carácter de Dios, inmutable.
Pero en cuanto a lograr salvación, la Ley es completamente impotente debido a nuestra carne (Rom. 8:3).
La tercera posición insiste en que la gracia es el único medio de salvación, lo cual es 100% bíblico: “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe… no por obras” (Ef. 2:8-9).
Donde esta postura aporta claridad es en mostrar cómo se relacionan estos dos principios sin contradecirse.
Afirma que la Ley sigue vigente para condenar al pecador fuera de Cristo –es decir, todo aquel que no esté bajo la gracia permanece “bajo la ley” y, por tanto, bajo maldición porque no puede cumplirla (Gál. 3:10).
Pero al mismo tiempo, enseña que Cristo satisfizo plenamente las demandas de la Ley por nosotros. En la cruz, Jesús pagó la deuda legal del pecado: “Todas las demandas de la Justicia Divina fueron satisfechas para siempre”.
Por tanto, para el que está en Cristo, la Ley ya no tiene potestad condenatoria, puesto que la pena fue cumplida.
“Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, hecho por nosotros maldición” (Gál. 3:13). Esto permite entender versos como Romanos 10:4: “el fin (término) de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”. Es decir, cuando uno cree en Cristo, la justicia que la Ley demandaba le es concedida por gracia.
La armonía entre Ley y gracia se ve también en Romanos 5:20-21: “cuando el pecado abundó (bajo la Ley), sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por justicia para vida eterna por medio de Jesucristo”.
Dios no ignoró la Ley; al contrario, la cruz exhibe cuán justo y santo es Dios, que no dejó el pecado sin castigo. Pero en lugar de derramar su ira sobre nosotros, la derramó sobre su propio Hijo – mostrando justicia y ofreciendo gracia (Rom. 3:25-26).
La Ley conserva su papel: el de mostrar el pecado en toda su maldad y dejarnos “encerrados” bajo el pecado (Gál. 3:22), de modo que la promesa se dé por gracia a los que creen.
La gracia, por su lado, reina ahora “mediante justicia” –no en la ausencia de justicia, sino satisfecha la justicia en Cristo, la gracia puede reinar para vida eterna. Esto corrige errores de otras posturas: por un lado, evita cualquier tinte de legalismo (pensar que podemos ganar o mantener el favor de Dios por cumplir la Ley) – cosa que tanto calvinistas como arminianos rechazan doctrinalmente, aunque en la práctica algunos arminianos puedan caer en inseguridad ligada al desempeño.
Por otro lado, evita el antinomianismo (rechazo de la Ley) al afirmar que quien rechaza a Cristo sigue bajo toda la fuerza condenatoria de la Ley, y aun el creyente, aunque libre de la condena, aprende la santidad que la Ley apuntaba por medio de la gracia (Tito 2:11-12).
En resumen, la tercera posición presenta la Ley y la gracia en sus roles bíblicos correctos: la Ley, “santa, justa y buena” (Rom. 7:12), define la voluntad de Dios y deja al mundo culpable, sin poder salvar; la gracia, por medio de Cristo, provee el único rescate para esa culpa, otorgando gratuitamente la salvación que la Ley demandaba pero que no podía otorgar. Esto es exactamente el mensaje del evangelio en Pablo: “el pecado, por el mandamiento, vino a ser sobremanera pecaminoso” (Rom. 7:13), “mas Dios, habiendo pasado por alto los pecados... demuestra su justicia... a fin de ser Él justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom. 3:25-26). La ventaja de esta perspectiva es que resuelve las tensiones: no relativiza la Ley (como temen algunos calvinistas cuando se enfatiza demasiado la oferta gratuita, pensando que se hará barata la gracia), ni compromete la gracia (como temen algunos arminianos cuando se recalca demasiado la incapacidad humana bajo la Ley).
En Cristo, justicia y misericordia se besan (Sal. 85:10). La Ley nos condenó justamente, pero Cristo tomó esa condena y ahora la gracia de Dios reina para salvación. Así, esta tercera vía parece mantener el equilibrio bíblico de que “por la ley es el conocimiento del pecado” y “estamos justificados gratuitamente por su gracia” (Rom. 3:20,24).
Seguridad de la salvación y juicio final
Finalmente, evaluamos si esta “tercera vía” proporciona una comprensión equilibrada de la seguridad de salvación del creyente de cara al juicio final. Uno de sus énfasis es que el juicio ha sido entregado a Cristo (Juan 5:22), y que el criterio determinante en dicho juicio será únicamente la fe – es decir, nuestra relación con Cristo.
La Escritura respalda fuertemente esta idea: “El que cree en Él, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado” (Juan 3:18).
En el día final, el único fundamento para absolución será estar “inscrito en el libro de la vida del Cordero” (Apoc. 20:15), lo cual equivale a haber puesto la fe en Cristo en esta vida. Por tanto, un creyente no debe temer que en el juicio Dios saque un “segundo criterio” secreto – somos justificados por la fe ahora, y seremos declarados justos por esa misma fe en el último día. Como afirma Romanos 5:9, “justificados en su sangre, por Él seremos salvos de la ira”. Un autor lo expresó así: “Esta seguridad es la certeza de la absolución futura en el Juicio Final”, porque Cristo satisficio todas las demandas de justicia en la cruz, garantizando desde ya el veredicto favorable para quien está en Él.
En otras palabras, la justificación presente del creyente es un anticipo real del veredicto final: “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Rom. 8:1), y esa “ninguna condenación” es válida hoy y en el día del Juicio.
La tercera posición, al colocar toda la salvación en manos de Cristo, ofrece una profunda seguridad.
Si Cristo es el juez y Cristo es el salvador, ¿habrá alguna doble vara? Jesús mismo promete: “El que oye mi palabra y cree... no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
El creyente puede estar confiado en que no enfrentará la ira de Dios porque Cristo ya la enfrentó en su lugar. De hecho, si estamos en Cristo, “no seremos juzgados por Dios conforme a nuestros pecados, sino que estaremos ante Dios revestidos de la... justicia de Cristo”.
La idea de que la fe en Jesús es el único criterio elimina la incertidumbre que a veces aflige a quienes carecen de claridad doctrinal.
Por ejemplo, en el calvinismo mal entendido, algunos se angustian preguntándose “¿soy uno de los elegidos?”; aquí la respuesta es sencilla: ¿Tienes a Cristo? Entonces eres suyo – “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5:12). En el arminianismo, otros temen “¿perderé mi salvación si fallo?”; la tercera vía respondería: mientras sigas confiando en Cristo, nadie te arrebatará de su mano, pues Él es poderoso para guardarte (Juan 10:28, 1 Ped. 1:5).
No se trata de una seguridad falsa que ignore la apostasía – si uno finalmente rechaza a Cristo por incredulidad persistente, entonces sí se sitúa fuera de la única “zona segura”. Pero para quien permanece en la fe, “tenemos paz para con Dios” (Rom. 5:1) y podemos tener plena certeza de nuestra salvación.
Asimismo, esta posición pinta un cuadro del Juicio de Cristo consistente con el Evangelio: Cristo juzgará a toda la humanidad con total autoridad, separando a quienes creyeron de quienes no. Para los primeros, será confirmación de la vida eterna (Mateo 25:34, “venid, benditos… heredad el reino”); para los otros, la justa condena (Mateo 25:41).
No hay espacio para incertidumbre sobre los requisitos: “el que no cree ya ha sido condenado por no haber creído” (Jn 3:18). Al enfatizar que la fe es el único criterio de justificación, la tercera vía excluye cualquier mezcla de obras o méritos en la ecuación de la salvación final, a la vez que espera evidencias de esa fe (obras) solo como fruto natural y no como base del veredicto.
Esto equilibra la exhortación a perseverar en santidad con la confianza absoluta en la promesa de Dios. 1 Juan 5:13 declara: “Estas cosas os he escrito... para que sepáis que tenéis vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios.” Justamente, al aclarar doctrinalmente cómo Cristo ha tomado en sus manos todo asunto referente a nuestra salvación –desde proveer expiación hasta interceder como sumo sacerdote y finalmente recibirnos como juez misericordioso–, el creyente puede descansar en Cristo completo.
Como dice Hebreos 7:25, Jesús “puede salvar completamente a los que por medio de Él se acercan a Dios”. En definitiva, esta teología proporciona un fundamento sólido para una seguridad de salvación que no es presunción, sino confianza en la fidelidad de Cristo. Nos permite esperar el juicio final sin terror, como “más que vencedores” en Aquel que nos amó (Rom. 8:37), sabiendo que “si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom. 8:31) y que nada nos separará del amor de Dios en Cristo. Esto elimina la angustia que produce una comprensión inadecuada de la salvación – ya sea la ansiedad calvinista de la autoevaluación obsesiva de la elección secreta, o la ansiedad arminiana de pensar que cada pecado nos arranca de la gracia.
En Cristo, nuestro abogado y rey, tenemos seguridad presente y futura, pues “Él es tanto el Dador como el Preservador de nuestra salvación”.
Conclusión
Al analizar estos puntos, parece que esta “tercera posición” teológica sí ofrece una alternativa bíblica y sistemática a las tradicionales posturas calvinista y arminiana.
Integra la verdad de que Cristo murió por todos con la verdad de que solo por la fe somos salvos, sin caer en extremos.
Cada uno de los elementos revisados tiene sólido respaldo en las Escrituras: la victoria total de Cristo sobre la muerte y el pecado a favor de la humanidad, la necesidad de apropiación personal de la vida eterna (Juan 3:16, 5:24), la unión con Cristo en su muerte y resurrección (Rom. 6:4, Gál. 2:20), la autoridad suprema de Cristo sobre la salvación (Mat. 28:18, Juan 17:2), la función condenatoria de la Ley versus el poder salvífico de la gracia (Rom. 3:19-24, 5:20) y la certeza de la salvación para el creyente que espera el juicio (Rom. 8:1, 5:9).
En conjunto, este enfoque pinta un panorama muy cristocéntrico y coherente: Dios ha puesto todo el plan de redención en Jesús, quien logró objetivamente la reconciliación del mundo (2 Cor. 5:19) y ahora llama a todos a entrar en esa reconciliación por medio de la fe.
¿Resuelve esto problemas de las otras posturas?
En gran medida, sí.
Ofrece la seguridad de que la expiación no se “queda corta” para nadie (evitando la limitación rígida calvinista) a la vez que sostiene que solo son salvos quienes creen (evitando el universalismo y haciendo justicia al llamado al arrepentimiento, tal como defiende el arminianismo).
Enfatiza la iniciativa y soberanía de Dios en Cristo sin negar la responsabilidad humana de responder.
Mantiene la santidad inquebrantable de la Ley pero la ubica en su lugar correcto como antesala de la gracia.
Y provee a los creyentes una base objetiva para su seguridad: la obra consumada de Cristo y Su fiel mediación, en lugar de nuestras variables emociones o logros.
Por supuesto, ninguna construcción teológica humana es perfecta; habría que seguir escudriñando las Escrituras para pulir detalles.
Pero en principio, esta “tercera vía” parece honrar el alcance universal y la eficacia de la cruz de Cristo simultáneamente, algo que es profundamente bíblico.
En conclusión, la tercera posición se perfila como una síntesis sólida que podría ser más fiel a la totalidad de la Escritura en cuanto al plan de salvación.
No se alinea con un sistema teológico histórico en particular, sino con el esfuerzo de tomar todos los datos bíblicos en serio: Dios quiere que todos se salven (1 Tim. 2:4) y proveyó en Cristo medios suficientes para ello, pero también ha determinado que solo en Cristo y por la fe se efectúe la salvación (Juan 3:36, Hechos 4:12).
Esta postura ensalza a Cristo como Salvador del mundo y Señor de todo, a quien “se ha dado un nombre sobre todo nombre” (Fil. 2:9-11) y delante de quien un día se presentarán tanto vivos como muertos.
En ese sentido, ofrece una visión doxológica y bíblica: toda la gloria de la salvación pertenece a Jesucristo –Su sangre, Su gracia y Su poder–, y el ser humano es invitado, sin mérito propio, a salir de la muerte y entrar en la vida eterna rendido ante el señorío amoroso del Redentor.
Esto ciertamente presenta una alternativa teológica atractiva por su fidelidad a la Escritura y por su capacidad de brindar coherencia y esperanza al pueblo de Dios.