Capítulo LVI
Nosotros también oremos por aquellos que han caído en algún pecado, para que se les conceda la moderación y la humildad, para que no cedan a vuestra voluntad, sino a la de Dios, pues así será para ellos fructuoso y perfecto este recuerdo de la misericordia propia de Dios y de los justos. Practiquemos, queridos Hermanos, aquella enseñanza según la cual nadie debe creerse humillado. Las amonestaciones que recíprocamente nos hacemos, son buenas y muy útiles, puesto que nos identifican con la voluntad de Dios. Así, pues, dice la Sagrada palabra: El Señor me castigó reciamente, mas no me entregó a la muerte (Psal., CXVII, 18). Porque al que ama el Señor, lo castiga y se complace en él como un padre en su hijo (Prov., III, 12). El justo me corregirá y me reprenderá con misericordia, mas el aceite del pecador no ungirá mi cabeza (Psal., CXL, 5). Bienaventurado el hombre a quien Dios corrige; no despreciéis, pues, la corrección del Señor, porque Él mismo hace la llaga y da la medicina; hiere y sus manos curan. En seis tribulaciones te librará, y a la séptima no te tocará el mal. En la hambre te librará de la muerte, y en la guerra de la mano de la espada. Estarás a cubierto del azote de la lengua y no temerás la calamidad, cuando llegare. En la desolación y hambre te reirás y no temerás las bestias de la tierra. Aun con las piedras de los campos tendrás tu pacto y las bestias de la tierra serán pacificas para ti. Y sabrás que tiene paz tu tienda y, visitando lo hermoso de ella, no pecarás. Sabrás también que se multiplicará tu linaje y tu descendencia, como la yerba de la tierra. Y vendrás al sepulcro, como trigo maduro que regaron a tiempo, o como el montón de la era que a su tiempo se encierra (Job, V, 17-26). Ved, pues, queridos Hermanos, como son protegidos aquellos a quienes el Señor corrige, porque, siendo Dios bueno, nos castiga para que no olvidemos sus santas enseñanzas.