Y ahi estamos... ¿o no? ¿Qué es lo que nos hace santos, el andar justamente o la justificación por la fe?
¿Qué es éso de cuidar la santidad? ¿Realmente podemos ser más santos? ¿podemos ser más justos?
Santidad y santificación, estas siempre causan un poco de revuelo, pero es porque no son la misma cosa aunque proceden de la misma fuente, el asunto es realmente simple, porque somos santos podemos proceder a la santificación.
La santificación puede ser considerada como un proceso; esto es, como una obra operada en el alma del creyente por el Espíritu Santo después de la regeneración. El Espíritu Santo es el Autor tanto de la regeneración como de la renovación; pero las dos cosas no son idénticas. Regeneración es la comunicación instantánea de la vida divina al alma. Ella no ocurre gradualmente; ninguno es más o menos regenerado que otro. Pero esta obra de santificación es progresiva.
Aprendemos esto, por ejemplo, a través de pasajes como 2 Corintios 3:18. Nuestra transformación espiritual es allí descrita como todavía siendo realizada: “Somos transformados ... en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”. La transformación aquí descrita es aquella asimilación gradual de Cristo que tiene lugar durante esta vida presente. Se trata de algo más allá de una simple reforma del carácter, porque es efectuada por algo superior a la simple cultura moral o a la disciplina; es la transfiguración.
La naturaleza de la transformación es ejemplificada con la transfiguración del Señor. Ella es operada por un poder divino que opera desde adentro hacia fuera, así como el botón se transforma en flor, las flores en fruto, la bellota en roble, mediante un poder vital que opera interiormente. Esta fuerza no está en el hombre por naturaleza; no es una energía reprimida que sólo necesita ser liberada para producir la transformación; sino que es Dios, el Espíritu, el autor del cambio; es la habitación interior del Espíritu divino que restaura al hombre caído a imagen de Dios.
La santificación, considerada desde este punto de vista, es tenida entonces como un proceso. Esa es también la naturaleza de todo progreso y crecimiento espiritual – una expansión progresiva y gradual de la nueva creación en lo íntimo del creyente.
Queda así demostrado que, en este sentido, nuestra santificación en esta vida jamás puede alcanzar un punto más allá del cual no haya posibilidad de progresar; no se puede decir a este respecto que algún día llegue a completarse. En tanto hubiere espacio para una manifestación más completa de la imagen divina, la obra no puede ser tenida como consumada.
La santificación como actitud. La santificación, sin embargo, puede ser observada desde otro ángulo: como una actitud. Ella puede ser considerada en relación a nuestra propia condición y conducta individual – de un lado, como separación personal de todo pecado conocido; y, de otro, como dedicación a Dios. El pensamiento clave de la santificación es la separación. El hombre se santifica a sí mismo cuando se separa de aquello que es malo e impuro. (Lv. 11:44; 2 Cor.7:1). En este aspecto, la santificación puede ser considerada como un acto personal y definido de consagración a Dios. Después del acto inicial, se forma el hábito o la actitud de rendición; y, en la medida en que se hace progreso, la eficacia de la dedicación a Dios se profundiza y aumenta.
Podemos tomar el término “rendición, entrega” como expresando la idea principal envuelta en esa consagración personal. Coloca delante de nosotros el lado humano de la doctrina de la santidad. (1)
Es sencillo, podemos hablar de que tenemos que ser santos, que debemos andar como El anduvo y que hemos de guardar sus mandamientos, pero nunca como medio para obtener algo que ya tenemos en Cristo, ni justicia ni santidad, mucho menos redención, tampoco para guardarla, pues el que nos guarda es El!
Tenemos pues que toda esta buena manera de vivir en el Espiritu, es posible debido a que ya tenemos al Espiritu.
La santificación como un don
En último análisis, la santificación en su más pleno sentido es un don.
Nada es más esencial para habitar en la presencia de Dios que la santidad. El perdón de los pecados no es todo lo que necesitamos. La paz, por sí sola, no basta. Una rectitud perfecta que nos coloca en posición de ser aceptos por Dios no es todo lo que se nos provee en el evangelio. Es preciso que haya semejanza con Dios –conformidad de corazón–, unidad de naturaleza.
Pero, lo que Dios exige, él primero lo suple. Este es uno de los principales aspectos de la gracia: “todas las cosas son de Dios”. Y la gracia caracteriza cada paso en el progreso del creyente. La salvación del pecado sólo es posible por el hecho de no ser dejados a merced de nuestros propios recursos – nuestros méritos, nuestros esfuerzos personales, nuestros antecedentes. Él es el “Dios de toda gracia”. En el momento en que hacemos como si tuviésemos que satisfacer sus exigencias por nosotros mismos, en ese mismo instante estamos abandonando el terreno de la gracia.
La salvación viene por gracia, por ser un don. Todo está incluido en Cristo.
Sabemos ahora que sin santidad nadie puede ver a Dios (Heb.12:14); pero, aun así, creemos que Cristo puede salvar al pecador incluso en el último momento de su existencia terrena. Si consideramos la santidad sólo en el sentido de un proceso o la obra operada en nosotros por el Espíritu Santo, eso creará una dificultad. Puede preguntarse con razón: si es así que sin santidad nadie puede ver a Dios, ¿qué sucede con aquellos que, como el ladrón arrepentido, se acercan a Cristo a última hora? Ellos no tendrán tiempo ni oportunidad para desarrollar la santificación.
Esa dificultad nos lleva a inquirir: ¿Qué dice la Escritura sobre la santificación? Tenemos que admitir que ella se refiere al proceso operado en nosotros por el Espíritu Santo, pero el hecho de que el propio Cristo es hecho santificación y rectitud en nosotros por el Señor, es algo que muchos hijos de Dios no comprenden. Uno de los mayores dones de Dios –asociado a Su “Don inefable”– es la santificación.
Pero ¿qué es la santificación? ¿Cómo Dios nos enseña lo que ella significa? ¿Nos da Él una definición abstracta – una simple descripción verbal? No. Él nos envía a su Hijo; Él coloca delante el ideal de santidad.
Jesús es la concepción de Dios del hombre perfecto. En su vida en la tierra tuvimos delante de nosotros el ideal de santidad divina manifestado y revelado en una naturaleza humana real.
Dios envió a su Hijo, no para ser sólo “el Justo”, que cumpliría toda justicia y satisfaría todas las demandas de su ley justa. Él lo envió para ser “el Santo”, que satisfaría todos los deseos del corazón del Padre, aquel en quien siempre tenía contentamiento. Él fue, por lo tanto, hecho sabiduría de Dios para nosotros, y también justificación y santificación.
Sin embargo, ¿cómo Jesús se hizo santificación para nosotros? Él mismo declara: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Jn.17:19), o, para hacer posible la santificación. Él se santifica. Cristo coloca aquí delante de nosotros el aspecto progresivo de su santificación. Él ya fue santificado por el Padre. “Aquel a quien el Padre santificó”, etc., (Jn.10:36). Pero habla ahora de su consagración personal a la voluntad del Padre, que iría a asegurar la santificación de los creyentes.
Aquello que más tarde va a desarrollar en nosotros que tenemos comunión viva con él, lo realiza primero en sí mismo. La santidad de ellos debería ser esencialmente la misma que estaba siendo realizada en su propia persona.
Es importante tener en mente aquí que “santificar no es sinónimo de purificar”. Purificarse a sí mismo implica la idea de que la persona ha sido contaminada; santificarse es simplemente consagrar a Dios las facultades naturales del alma y del cuerpo, en el momento en que éstos pasan a ser ejercidos.
Aquel que desde el principio fue absolutamente santo, se hizo nuestra santidad. Aquel que desde el principio fue absolutamente perfecto se hizo uno perfeccionado. Cristo se hizo él mismo, a través de la prueba y el sufrimiento, aquello que más tarde sería en nosotros, a saber, santificación. La santidad de los creyentes sería el resultado y consecuencia de Su permanencia en ellos.
Aprendemos de esto que, a fin de ser santos, debemos poseer al “Santo”. Es preciso que sea Cristo en nosotros. Sin esa santidad “nadie verá al Señor”. La santidad en el andar fluye a través del Santo. La conformidad a la voluntad de Dios en el procedimiento es el resultado de tener el corazón y la mente conformados a esa voluntad; y esto sólo puede ser alcanzado si aceptamos a Cristo como Señor en nuestro corazón (1ª Ped.3:15).
Aunque este Don sea una posesión presente en el caso de cada creyente, ¡son innumerables los que no comprenden cuánto realmente poseen en Cristo! Una cosa es ser dueño de una propiedad, y otra es saber lo que ella contiene. Una cosa es estar en posesión de la propiedad, y otra es conocer las vastas riquezas que se encuentran bajo su superficie. Es posible que hayamos recibido a Cristo en nuestro corazón, pero que todavía haya mucho por conocer de las riquezas de la gracia y de la gloria depositadas en Él para nuestra vida diaria.
Siendo así, a pesar de que Cristo sea nuestro –nosotros lo tenemos como posesión presente– debemos continuar procurando conocerlo más perfectamente. Él debe ser siempre el objeto de nuestras aspiraciones diarias. “Seguid .. la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”. Esto incluye actividad, sinceridad, diligencia, celo. Seguir la pista de algo significa tener ese objeto siempre al frente; sin perderlo de vista. Él permanece en sus pensamientos; se vuelve parte de su propia vida; participa de su práctica; marca su carácter. Aquello que es el objeto de su deseo y la meta de sus energías tendrá una influencia transformadora en su vida.
Esto, sin embargo, es muy diferente de afirmar que nuestra semejanza a Cristo es sólo el resultado de una simple imitación de él. Cristo es nuestra santificación y no un simple patrón. Cristo es nuestra santidad, porque permanece en nosotros, a fin de controlar todo nuestro ser, transfigurar nuestra vida, y hacerse en nosotros el motivo vital de todos nuestros pensamientos, palabras y obras. (1)
Le invito a analizar ésto con cuidado, pues confundimos fácilmente lo que es obediencia y sometimiento, con la salvación, pero para poder obedecer y para poder estar sometidos al señorío de Cristo, es importante estemos seguros de nuestra salvación, de cuál es nuestra posición ante los ojos de Dios, la cual es En Cristo.
Bendiciones,
Santificación, Evan H.Hpkins (fragmento)