Hola. Manhattan:
A propósito de tu reflexión te dejo un cuento que escribí:
El cerezo rosa
Soy un cerezo rosa, vivo en un huertito junto a un manzano y un peral y os voy a contar mi historia.
La primavera pasada fue para mí la primera y me puse muy contento cuando empezaron a salirme unas preciosas flores de color rosa. ¡Era maravilloso ver mis, aún pequeñas, ramas cubiertas de florerillas rosas! Los demás arbolitos tenían las ramas desnudas… y yo no cabía en mí de gozo. Me sentía el árbol más bonito del huerto.
Pasaron unas semanas y, ante mi desconcierto, mis preciosas flores empezaron a caerse formando a mis pies una alfombra rosa que hacía más bonito aquel trozo de huerto, pero que dejaba desnudas mis ramas.
Pasé unos días muy triste, pues por si fuera poco, el manzano y el peral estaban llenándose de flores blancas despidiendo un aroma dulzón que llenaba todo el huerto. Ahora estaban más bonitos que yo.
No comprendía qué era lo que ocurría y seguía triste. Pero a los pocos días, ante mi asombro, en mis ramas empezaron a brotar hojitas verdes y en pocas semanas me vestí de un verdor que desvaneció mi tristeza.
Pasaron los días y vi como el peral y el manzano también perdían sus flores y se llenaban de hojas. Eso me hizo pensar que la pérdida de mis flores no era algo que me hubiese pasado a mí, quién sabe por qué. Parecía que todos los árboles del huerto pasaban por la misma pena de perder sus preciosas flores.
Siguió pasando el tiempo. Yo seguí asombrándome. En casi todos los puntos donde había tenido una flor empezaba a crecerme algo y me preguntaba qué sería… Estaba tan expectante que casi no me acordaba de las flores que había perdido. Y por fin supe de qué se trataba: ¡eran frutos!, ¡mis frutos! Unas preciosas y riquísimas cerezas (algo que supe después cuando la dueña del huerto las probó).
Pero otra vez volvió a mí la tristeza, pues una a una, todas las cerezas que adornaban mis ramas fueron cogidas por la dueña que, llena de orgullo, las repartía entre su familia y amistades.
Pasó el verano sin que consiguiera recuperar mi alegría; al contrario, mi tristeza fue en aumento cuando vi que, entrado el otoño, empezaba a perder poco a poco las hojas y mis ramas iban quedándose de nuevo desnudas.
Y llegó el invierno. Mi tristeza no tenía límites. Había perdido las flores. Me habían arrebatado los frutos. Me había quedado sin hojas. Ya sólo era un tronco arrugado y unas ramas torcidas como dedos deseosos de aferrarse, ¿a qué?
Todo el peso del invierno cayó sobre mí. Primero me empapó la lluvia. Después la niebla me aisló de los árboles que compartían el huerto conmigo. Más tarde, los hielos encogieron mis entrañas y creí morir. La nieve fue más benévola y me vistió con un manto blanco que, por un momento, disipo mi tristeza y mi miedo al ver la cara maravillada de la dueña contemplándome. Pero mi vestido blanco apenas duró.
Fueron pasando las semanas. Mi tronco seguía arrugado. Mis ramas torcidas y desnudas. Mis raíces dormidas no se extendían en busca de alimento que vivificara mi savia.
Pero pasó el invierno y yo seguía vivo. La tierra se fue esponjando y mis raíces despertaron. Y sentí en mi interior un cosquilleo. La vida volvía a circular por mis ramas. Aquella sensación no era nueva. Había vuelto una estación conocida: ¡La primavera! ¿Sería posible que todo volviese a comenzar? ¿Volverían a brotarme las preciosas flores rosas? ¿Volverían mis ramas a vestirse de verde? ¿Me cargaría de nuevo de sabrosas cerezas?... Sí. Todo dependía ya de mí; de que extendiera mis raíces cuanto me fuera posible. Y así cada primavera todo volvería a empezar.
No serían las mismas flores. No serían las mismas hojas. No serían los mismos frutos. Pero serían flores, hojas y frutos míos. Yo los recibiría con alegría cada primavera y, durante el invierno, ya sin tristeza, soñaría con su renacer.
Martamaría