La iglesia católica imperial
Una religión universal para el imperio universal
El siglo IV asistió a una de las grandes revoluciones en los acontecimientos del mundo: el reconocimiento del cristianismo por parte del imperio romano. Aunque no era cristiano, Constantino atribuyó al Dios de los cristianos y al signo de la cruz, que había visto en sueños la noche anterior, la victoria en la batalla decisiva que iba a llevarle al trono imperial. Para regocijo de los cristianos, en el año 313 d. C. este taimado maestro de la realpolítik, junto con Licinio, también augusto, garantizó una libertad religiosa ilimitada para todo el imperio. En 315 se abolió el castigo de la crucifixión, y en 321 se introdujo el domingo como festividad oficial y se aceptó que la iglesia disfrutara de patrimonio. En 325 Constantino se convirtió en emperador único del imperio romano y convocó el primer concilio ecuménico, que se celebró en su residencia de Nicea, en el este de Bizancio.
¿ Cómo pudo la iglesia cristiana mantenerse contra todo pronóstico en el mundo de la Antigüedad hasta llegar finalmente a establecerse? No hay una sola explicación para ello, y muchos son los factores que intervinieron:
. La organización unitaria de la iglesia, de sólidas raíces, y las múltiples formas de ayuda caritativa dirigida a los pobres y los desamparados.
. El monoteísmo cristiano se impuso como una postura progresiva e ilustrada, en contraste con el politeísmo y su abundancia de mitos.
. Una ética elevada que, demostrada por ascetas y mártires hasta el punto de entregar sus vidas, se probó superior a la moralidad pagana.
. Su capacidad de ofrecer respuestas sencillas a problemas como la culpa y la expiación de los pecados, la muerte y la inmortalidad.
. Y, complementariamente a todo esto, una amplia asimilación de la sociedad helenística-romana.
Una vez que se garantizó la libertad religiosa, que tanto se había anhelado, las tensiones religiosas en el seno del cristianismo, que habían estado latentes durante tanto tiempo, salieron a la luz. Y debían hacerlo, sobre todo, con una cristología interpretada en términos helenísticos. Pues cuanto más se equiparaban Jesús y el Hijo -en contraste con el paradigma judeocristiano- al mismo nivel que Dios Padre y se describía la relación entre Padre e Hijo según las categorías y nociones naturalistas propias del helenismo, más difícil resultaba reconciliar el monoteísmo con el hecho de la existencia de un Hijo divino de Dios. Parecían dos Dioses.
El presbítero alejandrino Arrio defendía ahora que el Hijo, Cristo, había sido creado antes de los tiempos, pero que aun así era una criatura. Arrio provocó una gran controversia que inicialmente sacudió los cimientos de la iglesia oriental. Cuando el emperador Constantino advirtió que una división ideológica amenazaba la unidad del imperio, que acababa de unificarse políticamente bajo su único mandato, convocó en 325 el concilio de Nicea. Todos los obispos del imperio podían, y de hecho así lo hicieron, utilizar el servicio postal imperial para asistir.
Pero era el emperador el que tenía la última palabra en el concilio; el obispo de Roma ni siquiera fue invitado. El emperador convocó el sínodo imperial, lo condujo a través de un obispo que él mismo había designado y mediante comisarios imperiales, convirtió las resoluciones del concilio en leyes estatales con su aprobación. Al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para asimilar la organización de la iglesia a la organización del estado: las provincias eclesiales debían corresponderse con las provincias imperiales («diócesis»), cada una con un sínodo metropolitano y provincial (especialmente para la elección de obispos). Ideológicamente, el emperador recibía el apoyo de la «teología política» de su obispo de la corte, Eusebio de Cesarea.
Todo esto se traducía en que ahora el imperio disponía de una iglesia imperial. Y ya en el primer concilio ecuménico se le otorgó a esta iglesia imperial su credo ecuménico, que se convirtió en ley de la iglesia y del imperio para todas las iglesias. Ahora todo quedaba progresivamente dominado por el lema «Un Dios, un emperador, un imperio, una iglesia, una fe».
Según esta fe, Jesucristo no había sido creado antes de los tiempos, el punto de vista de Arrio (que fue condenado en el concilio). Antes bien, como «Hijo» (este término, más natural, sustituyó al término «Logos», que aparece en el Evangelio de Juan y en la filosofía griega) es también «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero del Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre». El propio Constantino incluyó el término escasamente bíblico «de la misma sustancia» (en griego homo-ousios; en latín, consubstantialis), que posteriormente dio lugar a grandes controversias. La subordinación del Hijo a un solo Dios y Padre «<el» Dios), tal como indicaban generalmente las enseñanzas de Orígenes y los teólogos del período anterior, quedaba reemplazado por una igualdad esencial y sustancial del Hijo con el Padre, de modo que en el futuro será posible hablar de «Dios Hijo» y «Dios Padre». El término «consustancial», con su trasfondo propio de la filosofía griega, resultaba incomprensible no solo para los judíos, sino también para los judíos cristianos.
La iglesia del estado
Constantino, que solo recibió el bautismo al final de su vida, promovió una política tolerante de integración hasta su muerte en 337. Sus hijos, que dividieron el imperio, eran diferentes, especialmente Constancia, señor de oriente. Constancia propugnó una política fanática de intolerancia hacia los paganos: se castigaban con la pena de muerte la superstición y los sacrificios; los sacrificios acabaron así interrumpiéndose y se cerraron los templos. El cristianismo impregnaba de modo creciente todas las instituciones políticas, las convicciones religiosas, las enseñanzas filosóficas, el arte y la cultura. Al mismo tiempo, las demás religiones fueron a menudo erradicadas por la fuerza y muchas obras de arte fueron destruidas.
Fue el emperador Teodosio el Grande, un estricto ortodoxo español, quien a finales del siglo IV cristiano decretó la prohibición general de los cultos paganos y los ritos de sacrificio, y acusó a los que contravinieran esas reglas de «lesa majestad» (laesa majestas). Ese decreto convirtió formalmente al cristianismo en la religión del estado, a la iglesia católica en la iglesia del estado, y a la herejía en un crimen contra el estado. E incluso después de Arrio, no iban a faltar nuevas herejías.
¡Qué revolución! En menos de un siglo la iglesia perseguida se convirtió en una iglesia perseguidora. Sus enemigos, los «herejes» (aquellos que «seleccionaban» parte de la totalidad de la fe católica), eran ahora los enemigos del imperio y eran. castigados por ello. Por primera vez los cristianos mataban a otros cristianos por diferencias en sus puntos de vista sobre' la fe. Eso es lo que sucedió en Tréveris en 285: a pesar de muchas objeciones, el ascético y entusiasta predicador español laico Prisciliano fue ejecutado por herejía junto con seis compañeros. Las gentes pronto se acostumbraron a esta idea.
Sobre todo fueron los judíos los que sufrieron más esa presión. La orgullosa iglesia estatal helenista romana apenas recordaba ya sus raíces judías. Se desarrolló un antijudaísmo eclesiástico específicamente cristiano en el seno del antijudaísmo ya existente en el estado pagano. Había muchas razones para ello: la ruptura de conversaciones entre la iglesia y la sinagoga y el aislamiento mutuo; la reclamación de exclusividad de la iglesia sobre la Biblia hebraica; la crucifixión de Jesús, que ahora se atribuía de manera generalizada a «los judíos»; la diáspora de Israel, que se consideró justo castigo de Dios sobre el pueblo maldito, al que se le acusaba de haber roto su pacto con Dios.
Casi exactamente un siglo después de la muerte de Constantino, y gracias a leyes especiales iglesia-estado durante Teodosio II, el judaísmo se vio expulsado de la esfera sagrada, a la que solo se podía acceder a través de los sacramentos (es decir, a través del bautismo). Las primeras medidas represivas iban dirigidas a los matrimonios mixtos, al desempeño de cargos públicos, la construcción de sinagogas y el proselitismo. La práctica rabínica de la segregación (según los principios religiosos de la halaká) y la práctica cristiana de la discriminación (según = principios políticos y teológicos) se influyeron mutuamente a finales del imperio romano, resultando en el completo aislamiento del judaísmo.
La religión cristiana del estado quedó coronada por el dogma de la Trinidad. Solo entonces pudo utilizarse este término, a partir del segundo concilio ecuménico de Constantinopla convocado por Teodosio el Grande en 382, que también definió la identidad de la sustancia del Espíritu Santo junto con el Padre y el Hijo. El credo ampliado en este concilio, y por ello llamado credo «niceoconstantinopolitano», es aún de uso general en la iglesia católica de hoy en día; junto con el breve «credo de los apóstoles». Siglos más tarde quedó convertido en gran música a manos de los mayores compositores de la cristiandad (Bach, Haydn, Mozart y Beethoven en sus composiciones para la misa), de tal modo que finalmente se dio por supuesto.
Después de ese concilio, lo que los «tres capadocios>>(de Capadocia, en Asia Menor), Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa, habían elaborado se consideró la fórmula ortodoxa de la Trinidad: Trinidad = “un ser divino[sustancia , naturaleza] en tres personas” (Padre, Hijo y Espíritu Santo). En el cuarto concilio ecuménico de Calcedonia de 451 se completó con la fórmula cristológica clásica: Jesucristo = «una persona (divina) en dos naturalezas (una divina y otra humana»>.
Pero el mismo concilio que aceptaba sugerencias para esta definición cristológica de León 1 Magno, obispo de Roma, de nuevo puso a este en su sitio. Pues en un solemne canon, a la iglesia de Constantinopla, que Constantino había fundado en la ubicación de la Gran Bizancio como capital imperial en 330, se le otorgó la misma primacía que a la antigua Roma. Fue conocida como la «Nueva Roma». En ningún caso fue la fundación de tal primacía del concilio una decisión teológica; fue política, y relacionada con el estatus de la capital imperial. Entre 381 y 451 se formaron los cinco patriarcados clásicos, que aún existen hoy en día: Roma, el patriarcado de oriente; Nueva Roma (Constantinopla); Alejandría, Antioquía, y -ahora relegada al último lugar- Jerusalén.
(LA IGLESIA CATOLICA. La iglesia católica imperial. Hans Küng. Mondadori)