Re: ¿Por qué soy católico?
aparentemente esto pareciera cumplirse en las religiones, pero no es asi!.....y el punto radica en la palabra "sujetarse" o también "sumisión"
El estar sujetos no es igual a estar "subordinados" me hago entender!......yo podria sujetarme a un pastor, pero que éste no se enseñoree de mí como oveja, porque los lideres se enseñorean de las ovejas!
En las religiones cristianas el estar sujetos y sumisos es ser inferiores a los lideres!
Usted puede colocarme cientos de citas biblicas, pero en la Iglesia joven no existía un sistema clerical piramidal, la Iglesia joven era dirigida por LOS apostoles...en plural, eran varios....en una iglesiaa ctualmente es UNO SOLO quién la dirige!
Parece que existen varios participantes que tienen por lema: "aunque me demuestres lo contrario, mi idea es la verdad", eso es soberbia.-
La Iglesia estuvo al principio bajo la dirección de los Apóstoles. Según las necesidades, constituyeron éstos colaboradores (diáconos, presbíteros) para las tareas, que se aumentaban dentro de la comunidad cristiana (Hechos 6, 1; 14, 23; 15, 2 ss.). Sus funciones y diversas relaciones sólo poco a poco fueron fijadas y delimitadas de un modo correspondiente a la situación de entonces. El desarrollo se hizo de tal modo que la estructura de la autoridad eclesiástica, dada al principio sólo en germen, llegó a plasmarse claramente: la dirección de las comunidades estuvo a cargo de obispos, que se sentían unidos colegialmente en un común trabajo y responsabilidad.
Es un hecho histórico incontrovertible que ya en el siglo II las comunidades cristianas eran regidas por obispos. En el Occidente se habla ya del episcopado monárquico desde la mitad del siglo II, en Asia Menor y Siria aparece ya a comienzos del mismo siglo.
Ireneo de Lyon (+ 202), el discípulo de San Policarpo (y éste discípulo del Apóstol Juan) luchó contra los gnósticos y para rebatir sus novedades invoca el testimonio de la tradición apostólica. El fin principal era demostrar la existencia de ésta. Para ello alega la sucesión ininterrumpida de los obispos. Como la doctrina de los Apóstoles es garantizada por la sucesión apostólica, “nosotros podemos enumerar los obispos de las Iglesias particulares puestos por los Apóstoles y sus sucesores hasta nuestros días” (San Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1). Según esto, en tiempo de Ireneo, cada Iglesia tenía su obispo particular. Ireneo enumera los nombres de los obispos de Roma desde Lino hasta Eleuterio. A Lino le fue entregado por los Apóstoles el ministerio episcopal para regir la Iglesia. (Ibídem III, 3, 3)
Eusebio nos ha proporcionado valiosos testimonios sobre la historia del episcopado en su Historia de la Iglesia, cuyo valor estriba precisamente en que contiene muchos extractos de fuentes anteriores, que Eusebio tenía todavía a mano.
a) En las narraciones de Eusebio sobre la lucha contra el montanismo y sobre las disputas acerca de la celebración de la Pascua se puede advertir que en el año 150 cada Iglesia era generalmente gobernada por un obispo particular. El montanismo puso en duda la Jerarquía de la Iglesia y le contrapuso el derecho de los “profetas”. Contra estas tendencias se levantaron los obispos de muchas Iglesias, primero individualmente, y, después, como esto no bastaba, reunidos en Sínodos (Eusebio, HE V, 3, 4; V, 16; V, 17; V, 20, 2; V, 12, 1 ss). La decisión sobre el día de la celebración de la Pascua está también en manos de obispos particulares, que muchas veces son citados nominalmente (S. Ireneo V 23, 3 ss.; V, 24, 8).
b) Eusebio consultó las cartas que el Obispo Dionisio de Corinto (año 170) dirigió a las diversas Iglesias en Grecia, Creta, Nicomedia, el Ponto y también a Roma. De los datos y citas de Eusebio se deduce que las mencionadas Iglesias eran regidas por obispos monárquicos (S. Ireneo, IV, 23, 1 ss.). En Atenas, por ejemplo, después del martirio de Publio, Quadrato tenía la sede episcopal, de la que es nombrado primer titular Dionisio Areopagita (San Ireneo, IV, 23, 3 s.)
c) Eusebio conocía también las “Memorias” de Hegesipo, un cristiano de Palestina, que, por el año 160, recorría las regiones del Mediterráneo y visitaba muchos obispos para confirmar su doctrina y comprobar la sucesión apostólica. En Corinto trató con Primo, el obispo del lugar (S. Ireneo, IV, 23, 2); en Roma pudo convencerse de la “ininterrumpida ‘Diadoché’ (transmisión) de la pura doctrina”, gracias, precisamente, a la ininterrumpida sucesión de los obispos (S. Ireneo IV, 22, 3), también en Jerusalén pudo seguir la sucesión de los obispos hasta los Apóstoles (S. Ireneo, IV, 22, 4)
El testimonio más importante para la existencia del episcopado monárquico lo son las cartas de Ignacio de Antioquia. De ellas se deduce que en las comunidades de Asia Menor entre los siglos I y II existía una firme constitución jerárquica de la autoridad eclesiástica en tres grados: el obispo, el colegio de presbíteros y los diáconos. En todas partes ejercía toda la jurisdicción un obispo particular. Ignacio cita nominalmente a Onésimo, obispo de Efeso; a Damas, obispo de Magnesia; a Polibio, obispo de Trallia; a Policarpo, obispo de Esmirna. Esta forma de gobierno no sólo existía en Asia Menor, sino también en todo el mundo. Era para Ignacio algo esencial e inseparable de la Iglesia (S.Ignacio, Carta a los efesios, 3, 2). Tan esencial como la unidad en el Sacrificio y en el Ágape fraternal: “Sólo existe una carne de Nuestro Señor Jesucristo y sólo un cáliz para unirse a su Sangre, un solo altar, como también un solo obispo en unión con el colegio de los presbíteros y con los diáconos, mis consiervos” (S. I., Carta a los filadelfios, 4). El obispo es la imagen del Padre (S.I., Carta a los traíllanos, 3, 1). Por consiguiente, la obediencia al obispo es condición y señal de pertenecer a la Iglesia: “Donde aparezca el obispo, allí esté también la multitud, como donde está Jesucristo allí está la Iglesia católica” (S.I., Carta a los esmirniotas, 8, 2). “Todos los que pertenecen a Dios y a Jesucristo, están junto al obispo” (S.I., carta a los filadelfios, 3, 2). Por ello, nada se puede hacer sin el obispo, pues sólo se está con Jesús “si se está sometido a su obispo” (S.I., carta a los traíllanos, 2, 1). Ignacio no dice nada sobre el origen, fundamentos y justificación del episcopado monárquico; esto es para él un dato firme y evidente, transmitido por la tradición. La fuerza del testimonio de Ignacio a favor del episcopado monárquico llega, por consiguiente, hasta el siglo I.
No es, pues, cierto que el episcopado monárquico se haya establecido por primera vez en la lucha contra la Gnosis y el marcionismo.
El primer y más claro ejemplo de una comunidad dirigida monárquicamente es la comunidad primitiva de Jerusalén. Después de la partida de Pedro, ocasionada por la persecución de Herodes, es Santiago el supremo director de la comunidad. En todos los asuntos que se tratan en Jerusalén sobresale como la autoridad decisiva. Pablo se dirigió a Santiago tanto en su primera como en su segunda visita a la comunidad de Jerusalén (Gal 1, 19; Hechos 21, 18 ss.). En el concilio de los Apóstoles le corresponde un papel de dirección por el obispo del lugar. Santiago tuvo como sucesores otros obispos, como lo demuestra la lista de sucesión presentada por Hegesipo (Eusebio, HE, IV, 23, 4). Así resume K. Holl su juicio sobre la primitiva Iglesia: “Encontramos en la comunidad cristiana desde el principio una jerarquía legítima, una estructura determinada por Dios, un derecho divino de la Iglesia”. Complemento de esto es lo que afirma Fr. Heiler: “encontramos en la primitiva comunidad en forma embrionaria la jerarquía completa de la Iglesia católica, el triple oficio: diaconado, presbiterado y episcopado”.
Por el contrario, la autoridad en las comunidades pagano-cristianas (se les dice pagano-cristianas porque la conformaban “gentiles” convertidos a Cristo) estaba confiada a un colegio de presbíteros (Hechos 14, 23; 20, 17; 1 Tes 5, 12; Fil 1, 1; Ef 4, 11; Heb 13, 17; 1 Tim 4, 14; 5, 17; Tit 1, 5). La suprema dirección sobre las comunidades fundadas por San Pablo se la reservó a sí mismo el Apóstol de las Gentes; las disposiciones necesarias las de por cartas o por medio de sus compañeros o por legados especiales; él es el modelo original del obispo monárquico. Las especiales circunstancias de las comunidades pagano-cristianas hacen oportuna esta estructura, como ocurre todavía hoy en las regiones de misiones. El libertinaje y la arrogancia democrática de los corintios, los sueños apocalípticos de los tesalonicenses, los celos exagerados y soberbios de los “súper apóstoles” muestran la razón de esta manera que el Apóstol tenía de gobernar las comunidades. Por intenso servicio de correos era informado Pablo sobre el estado de las comunidades por él fundadas y dirigidas, mientras enviaba una y otra vez a sus compañeros con especiales misiones a las comunidades. Mantiene, pues, Colson como posible que, junto a la jerarquía estable de ámbito local, existía una “jerarquía itinerante”, mensajeros “en mission á travers une province”, en su mayoría compañeros de Pablo, que ocupaban el primer puesto después de él.
Pero también en las comunidades paulinas se dio una evolución hacia el episcopado monárquico. Donde las comunidades estaban ya organizadas más sólidamente y habían conseguido una cierta estabilidad e independencia, entró en vigor el gobierno monárquico. El mismo Pablo constituyó a Tito y Timoteo como obispos estacionarios en Creta y en Efeso.
El obispo, autoridad suprema de su Iglesia, no se debe considerar como algo aislado. Ha de trabajar en colaboración con los presbíteros y diáconos de su comunidad y ha de estar en contacto con los obispos de toda la Iglesia.
El animado comercio epistolar entre los diversos obispos, los repetidos viajes de información, que se emprendían para constatar la unanimidad en la doctrina y tradición, y, sobre todo, los frecuentes sínodos, más o menos universales, con sus conclusiones obligatorias para todos, demuestran que la conciencia de la unión colegial estaba viva entre los obispos de los primeros siglos. A las normas de los obispos dadas colegialmente se les atribuyó no sólo la fuerza de la suma cuantitativa de éstos, sino una autoridad especial. Además, se tenía conciencia de que tales conclusiones y normas debían cumplir los presupuestos de la auténtica colegialidad. Se atendía, por ello, a la extensión y, en todo, se buscaba el consentimiento y armonía con la Iglesia de Roma. Se sabía que, sin la colaboración del obispo de Roma, que, como sucesor de Pedro, era también la cabeza del colegio de los obispos, no se daba una auténtica colegialidad episcopal.
El episcopado monárquico está en el punto medio de dos líneas igualmente esenciales para la Iglesia: la línea vertical, histórica, de la sucesión apostólica y la horizontal de la unidad católica. En las listas de la ininterrumpida sucesión de los obispos encuentra su más clara expresión y su comprobación más segura el fundamento jerárquico del episcopado. Pero, a su vez, por medio del vínculo colegial, el obispo se ve unido a la comunidad del episcopado universal y participa en la doctrina infalible y en la Gracia garantizadas a la Iglesia universal por las promesas de Cristo y por el Espíritu siempre vivo en ella. Por medio de la sucesión apostólica recibe el obispo, como un don, la herencia del poder apostólico y de la tradición, y, como un sagrado deber, el cuidado de la comunión fraterna y de la unidad en la fe.