Re: Por que los catolicos afirman que Pedro fue el primerl vicario de Cristo?
"Presidente, adivine lo que hicimos."
La voz que oí en el teléfono me era familiar—y muy animada. Era uno de los misioneros bajo mi
supervisión cuando prestaba servicio como presidente de una misión de la Iglesia en Toronto,
provincia de Ontario, en Canadá. Había yo llegado a apreciar mucho a cada uno de aquellos devotos
hombres y mujeres (conocidos durante su servicio misional como "élderes" y "hermanas") que
cumplían su promesa de servir al Señor como misioneros. Pero también había llegado a esperar lo
inesperado, en especial de parte de aquellos vigorosos jóvenes y señoritas.
"¿Qué hicieron, élder?," le pregunté con cierto temor. "Ya he tenido tantas sorpresas desde que
estoy aquí que ni me atrevo a adivinar."
El misionero aclaró su garganta y anunció: "¡Mi compañero y yo hemos hecho los arreglos para
que usted hable en la Facultad de Teología de la Universidad de Toronto!"
A juzgar por el tono de su voz, era indudable que mi joven amigo esperaba que yo recibiría su
anuncio con el mismo entusiasmo incontenible que comúnmente se manifiesta al salir campeones en
un torneo deportivo. La experiencia, sin embargo, me ha enseñado a sujetar con firmeza las riendas
del entusiasmo en tales circunstancias.
"Bueno," le contesté, "es muy interesante. Pero ¿qué significa todo eso?"
Hubo una breve pausa durante la cual percibí que hablaba con tono apagado y anhelante con su
compañero misionero. "No estamos muy seguros, presidente," dijo con muy poca convicción en su
voz. "¡Creemos que ello quiere decir que usted va a poder enseñar a un grupo de ministros de otras
religiones por qué nuestra Iglesia es verdadera!"
No pude menos que sonreír, y no solamente a causa de su inocente alarde. Nuestra conversación
trajo a mi memoria la ocasión en que, unos veintisiete años antes, yo había concertado una
"oportunidad" similar para mi presidente de misión en Inglaterra. Hasta tuve la idea de responder de
la misma manera que lo había hecho mi presidente de misión, quien dispuso que yo me encargara de
cumplir con la asignación que había programado para que él hablara ante la Sociedad de Debate en
Nottingham.
Pero la posibilidad de compartir mis creencias con un grupo de ministros religiosos me pareció
fascinante y decidí aceptar la invitación. El día indicado concurrí a la Facultad de Teología en
Toronto y me reuní con unos cuarenta y cinco ministros, sentados todos alrededor de una gran mesa
redonda. Se me adjudicaron cuarenta y cinco minutos para que explicara las enseñanzas básicas de
la Iglesia, al cabo de cuyo período los ministros tendrían la oportunidad de hacerme preguntas.
El primer comentario, hecho en forma de desafío, fue: "Señor Ballard, si usted pudiera
simplemente poner sobre esta mesa las Planchas de Oro de las cuales se tradujo el Libro de Mormón
para que todos pudiéramos examinarlas, sabríamos entonces que lo que nos está diciendo es
verdad."
Me sentí impulsado a responder mirando al interrogador en los ojos y le dije:
"Usted es un ministro religioso y, como tal, sabe que nunca puede el corazón del hombre recibir
la verdad sino por medio del Espíritu Santo. Usted podría sostener en sus propias manos las
Planchas de Oro y aun así no sabría entonces mejor que antes si esta Iglesia es verdadera. Permítame
preguntarle, ¿ha leído usted el Libro de Mormón?" A lo cual respondió que no. Yo agregué, "¿No cree usted que sería prudente leer el Libro de Mormón y entonces meditar y
orar y preguntarle a Dios si el Libro de Mormón es verdadero?"
Un ministro Protestante formuló la segunda pregunta: "Señor Ballard, ¿quiere usted decir que a
menos que seamos bautizados en la Iglesia Mormona no seremos salvos en los cielos?"
No es fácil contestar una pregunta como ésa cuando se habla en presencia de cuarenta y cinco
ministros de otras iglesias. Pero el Espíritu del Señor acudió sin demora para ayudarme a responder.
"Bueno, la forma más segura de contestar esa pregunta sería decir que estamos agradecidos
porque es nuestro compasivo y amoroso Padre Celestial el que determinará quiénes serán admitidos
o no en Su reino, y no agregar nada más," dije. "Pero eso no es en realidad lo que usted me está preguntando, ¿no es así?"
El ministro asintió que la pregunta era mucho más profunda.
"Permítame ver si puedo encarar la pregunta de este modo," continué diciendo. "Nosotros
creemos que la verdad puede encontrarse dondequiera que una persona la busque sinceramente y
que hay mucha gente sincera y maravillosa en todas las religiones. Pero debo aseverar con todo
respeto que solamente La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña el
Evangelio de Jesucristo en su plenitud. Por consiguiente, creemos que ningún líder de cualquier otra
iglesia tiene la completa autoridad de Dios para actuar en Su nombre al efectuar el bautismo ni
cualquier otra ordenanza sagrada. Amamos a toda persona como hermanos y hermanas y creemos
que todos somos hijos espirituales del mismo Padre Celestial. Pero cometeríamos un gran error si no
declaráramos humildemente que toda autoridad eclesiástica que usted pueda tener es incompleta."
Un silencio profundo reinó en la sala. Yo no esperaba que aquel grupo recibiera con
benevolencia mis palabras, pero cualquier otra respuesta de mi parte habría sido deshonesta. Por
favor, no me entienda mal: me siento inspirado por las cosas maravillosas que realizan mis eruditos
y devotos colegas de otras religiones en el mundo. Son hombres y mujeres nobles que han dedicado
la vida a su fe, y el mundo es mejor gracias a ellos. Proveen consuelo al enfermo, paz al angustiado
y esperanza al afligido y al oprimido. Yo estoy convencido de que, por su intermedio, Dios obra
para bendecir abundantemente la vida de Sus hijos Pero existe un orden en el reino de Dios, un orden que sólo puede administrarse por medio de la
autoridad sacerdotal debidamente designada por nuestro Padre Celestial. Y a pesar de que tanto
admiro y valoro el ministerio de apre-ciables clérigos en todo el mundo, debo hoy declarar con
firmeza tal como lo hice ante los ministros canadienses que la autoridad completa de Dios sólo
puede encontrarse en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Reconozco que ésta es una aseveración sumamente seria, en especial cuando consideramos que
todas las otras organizaciones religiosas profesan tener una autoridad similar. Y varias de esas
organizaciones han existido por muchos más años que nuestra iglesia. ¿Cómo podemos afirmar que
poseemos la autoridad total de nuestro Padre Celestial cuando hay otros que pueden conectar sus
raíces eclesiásticas a través de la Edad Media hasta la época de Cristo mismo? En efecto, La Iglesia
de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña que la autoridad completa de Dios
desapareció de la tierra durante siglos, después del ministerio personal de Jesucristo y Sus
Apóstoles, y que no fue restaurada en su plenitud sino hasta que se le confirió a un profeta llamado
José Smith por medio de una maravillosa manifestación en el siglo diecinueve.
Más adelante nos referiremos con mayores detalles a la restauración del evangelio, pero antes
debemos considerar la pregunta más fundamental: ¿Era necesario que se restaurara la autoridad de
Dios? Por supuesto que si la Iglesia que El organizó y la correspondiente autoridad sacerdotal
hubiera prevalecido a través de los siglos, entonces las aseveraciones de José Smith no tendrían base
alguna.
Muchas personas se sorprenden al saber que, en efecto, Jesucristo organizó una iglesia durante su relativamente breve vida terrenal. Pero las Escrituras presentan evidencias abundantes y muy
claras al respecto. El Nuevo Testamento nos dice que el Señor organizó un consejo de doce
apóstoles. Poniendo Sus manos sobre la cabeza de cada uno de ellos, les confirió la autoridad para
actuar en Su nombre. El apóstol Pablo enseñó que Cristo "constituyó a unos, apóstoles; a otros,
profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros,
"a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de
Cristo,
"hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón
perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo;
"para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por
estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error" (Efesios
4:11-14).
Se ha aceptado comúnmente que, después de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo,
Pedro pasó a ser el principal de los apóstoles o presidente de la Iglesia del Señor. Esta no era tarea
fácil en aquellos días. Además de tener que someterse a las exigencias de la persecución y a las
vicisitudes que padecían los primeros cristianos, Pedro y sus hermanos en la fe debieron luchar con
denuedo para mantener unida a la Iglesia y preservar la pureza de la doctrina. Viajaban
extensamente y se comunicaban a menudo por escrito acerca de los problemas que debían enfrentar.
Pero dicha comunicación era tan lenta, sus viajes eran tan penosos y la Iglesia y sus enseñanzas eran
algo tan nuevo, que resultó difícil contrarrestar las doctrinas e instrucciones falsas antes de que se
arraigaran con solidez.
"Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo,
para seguir un evangelio diferente," escribió Pablo a las iglesias de Galacia. "No es que haya otro,
sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo.
"Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os
hemos anunciado, sea anatema.
"Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del
que habéis recibido, sea anatema.
"Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres?
Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo." (Gálatas 1:6-10).
Las Escrituras indican que, aunque trabajaron arduamente para preservar la Iglesia que Jesucristo
les había encomendado que cuidaran y mantuvieran, los primeros apóstoles sabían que, con el
tiempo, habrían de impedirse sus esfuerzos. Pablo escribió a los cristianos de Tesalónica que tan
ansiosamente esperaban la segunda venida de Cristo que "no vendrá sin que antes venga una
apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición" (2 Tesa-lonicenses 2:3).
También advirtió a Timoteo que "vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que
teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y
apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas." (2 Timoteo 4:3-4.) Y Pedro previo una
apostasía cuando habló de los "tiempos de refrigerio" que vendrían antes de que Dios "envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la
restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido
desde tiempo antiguo." (Hechos 3:20-21.)
Por último, Pedro fue muerto por sus enemigos. Se cree que fue martirizado entre los años 60 y
70 de nuestra era. Después de esto los otros apóstoles y sus fieles seguidores se esforzaron por
sobrevivir ante una terrible opresión y consiguieron, para su eterno merecimiento, que el
cristianismo prevaleciera. Tanto fue así que a fines del segundo siglo el cristianismo llegó a ser un
poder extraordinario, cuando Lino, Anacleto, Clemente y otros obispos romanos contribuyeron a que perdurase. Las buenas nuevas del ministerio de Cristo pudieron haberse perdido si no hubiera sido
por aquellos fieles santos.
Hay quienes creen que el sucesor de Pedro como presidente de la Iglesia que Cristo organizara
fue Lino, a quien sucedió Anacleto en el año 79 d. de J.C. y que entonces Clemente sucedió a éste y
pasó a ser el obispo de Roma en el año 90 d.de J.C.
Pero la pregunta importante es: ¿Transfirió Pedro su autoridad apostólica a Lino?
Es significativo notar que no todos los Doce Apóstoles originales habían muerto ya en esos días.
Juan el Amado se hallaba en exilio en la Isla de Patmos, donde recibió las revelaciones que
constituyen El Apocalipsis, uno de los libros oficiales de todas las Biblias cristianas. Esto da lugar a
una pregunta muy interesante y fundamentalmente crítica: Si Lino era el presidente de la Iglesia y si
era el sucesor de Pedro, ¿por qué no se reveló El Apocalipsis por medio de él? ¿Por qué debió
recibirse por medio de Juan, un Apóstol en el exilio?
La respuesta es evidente. La revelación vino por medio de Juan porque éste era el último de los
Apóstoles que vivía entonces, el último hombre que poseía las llaves y la autoridad del apostolado,
tal como las designara el propio Salvador. Cuando Dios habló a los fieles de la Iglesia, lo hizo, por
consiguiente, a través de Su Apóstol Juan, en la Isla de Patmos. No creemos que, al dirigirse a toda
la Iglesia, el Señor habría pasado por alto a Juan, quien ciertamente poseía la autoridad apostólica.
Aunque el ministerio personal de Lino, Anacleto y Clemente fue algo indudablemente
significativo, no existe evidencia alguna que sugiera que estos hombres continuaron actuando con
autoridad como integrantes de un Consejo de Doce Apóstoles, que es el organismo administrativo a
la cabeza de la Iglesia que el Señor organizara sobre la tierra. Sin tener la autoridad y la dirección
del Consejo de los Doce Apóstoles, la gente comenzó a buscar otras fuentes de conocimiento
doctrinario y, en consecuencia, fueron perdiéndose muchas verdades sencillas y preciosas.
La historia nos dice, por ejemplo, que en el año 325 d. de J.C. se llevó a cabo un gran concilio en
Nicea, Bitinia, en Asia Menor. Para entonces, el cristianismo había surgido desde los húmedos
calabozos de Roma para convertirse en la-religión oficial del Imperio Romano. Pero aún había
problemas, particularmente porque los cristianos eran incapaces de ponerse de acuerdo sobre puntos
básicos de doctrina. Las contiendas que originaron estos debates dogmáticos eran tan grandes que el
emperador Constantino reunió a un grupo de obispos cristianos con el fin de establecer las doctrinas
oficiales de la Iglesia y, al mismo tiempo, lograr una mayor unificación política en el imperio.
La empresa no fue fácil. Las opiniones acerca de temas básicos, tales como la naturaleza de
Dios, eran diversas y terminantes y el debate fue impetuoso y desconcertante. El concilio definió a
Dios como un espíritu que tiene poder universal y que sin embargo es tan pequeño que puede morar
en nuestro corazón. De este concilio procedió el Credo de Nicea. Las decisiones se adoptaron por
voto de la mayoría y algunas facciones en desacuerdo se separaron y formaron nuevas iglesias.
Otros concilios doctrinarios similares se realizaron más tarde en Calcedonia (año 451 d. de J.C.),
Nicea (año 787 d. de J.C.) y Trento (año 154 d. de J.C.), cada vez con parecidos resultados
divisorios. La hermosa sencillez del Evangelio de Cristo era objeto de agresión por parte de un
enemigo mucho más devastador que los látigos y las cruces de la antigua Roma: los desvarios
filosóficos de eruditos sin inspiración, que terminaron convirtiéndose en una doctrina basada más en
opiniones populares que en la revelación No es de extrañar, entonces, que ese período de mil años conocido como la Edad Media no fuera
en realidad la mejor época para el cristianismo. El nombre del Señor se invocaba en toda clase de
horrendas campañas, desde las Cruzadas hasta la Inquisición, dejando a su paso un sangriento
sendero de muerte, persecuciones y destrucción. Las principales enseñanzas de Cristo acerca de la
fe, la esperanza, el amor y la tolerancia parecían no surtir efecto alguno sobre los fanáticos que
tenían la absoluta determinación de hacer que "toda rodilla se doble," de una manera u otra.
Aunque hubo muchos cristianos que creían básicamente en el mensaje de Jesucristo, con el
transcurso de los años se fueron deformando las doctrinas y la autoridad para actuar en nombre de
Dios—es decir, el sacerdocio—dejó de existir. Después de un tiempo, murieron todos los apóstoles
que habían recibido su sacerdocio, su asignación espiritual y su ordenación en los días de Cristo,
llevando consigo a la tumba su autoridad sacerdotal. Finalmente, la iglesia que Cristo había
organizado fue desintegrándose y se perdió la plenitud del evangelio.
Esta fue, en verdad, una Edad Obscura. La luz de la plenitud del Evangelio de Jesucristo, incluso
la autoridad de Su santo sacerdocio, se perdió.
Pero en 1517 se manifestó el espíritu de Cristo en un clérigo católico que vivía en Alemania.
Martín Lutero se encontraba entre un creciente número de esmerados sacerdotes a quienes les
inquietaba la forma en que la iglesia se había apartado tanto del evangelio que Cristo enseñara.
Lutero provocó una gran controversia al proponer públicamente una reforma cuando colocó en la
puerta de su iglesia una lista de temas y asuntos que creía necesario examinar.
A pesar de que casi un siglo antes Juan Wiclef y otros habían insistido en que se regresara al
cristianismo del Nuevo Testamento, fue en realidad Lutero quien inició la causa del
protestantismo—aunque debemos notar que no fue Lutero sino sus seguidores los que organizaron la
Iglesia Luterana. A poco, otros visionarios tales como Juan Calvino, Ulrico Zwinglio, Juan Wesley y
Juan Smith adoptaron la causa. Estos hombres originaron órdenes religiosas que fueron abriendo
nuevos campos de teología, a la vez que conservaron ciertos aspectos de la tradición católica de la
que procedían.
Yo creo que estos nobles reformadores fueron inspirados por Dios. Fueron ellos quienes, al
promover un ambiente religioso que facilitó la expresión de diferencias, ayudaron a preparar el
camino para la restauración del evangelio en su plenitud por medio del profeta José Smith en 1820.
Debido a la intolerancia religiosa que prevalecía en el mundo, dudo que el evangelio de Jesucristo
hubiera podido ser restaurado siquiera un solo siglo antes. Y, ¿podemos imaginar lo que habría
sucedido si en la época de la Inquisición alguien ajeno a las organizaciones religiosas hubiese
declarado tener una revelación de Dios?
Por eso creo que los reformadores cumplieron una función muy importante en preparar al mundo
para la Restauración. También lo hicieron los primeros exploradores y colonizadores de América y
los autores de la Constitución de los Estados Unidos. Dios necesitaba un clima filosófico que
permitiera una restauración teológica y un terreno político en el que la gente pudiera compartir sus
ideas y expresar sus creencias sin temor a la persecución ni a la muerte. Entonces creó tal lugar en el
continente americano—merced a aquellos reformadores, exploradores y patriotas—y a principios del
siglo diecinueve abundaba en las regiones fronterizas del país el fervor y las polémicas religiosas
entre las sectas. Los ministros competían entre sí para conquistar el corazón y el alma de
congregaciones enteras. Sus afiliaciones religiosas separaban las ciudades, los villorrios y aun las
mismas familias. Nunca en la historia del mundo había tenido el sincero buscador de la verdad tantas
opciones eclesiásticas de entre las cuales escoger.
Verdaderamente, el mundo estaba listo para la "restauración de todas las cosas" a que se
refirieron Pedro y los "santos profetas [de Dios] que han sido desde tiempo antiguo." (Hechos 3:20-
21.)
A causa de la apostasía, el sacerdocio, la autoridad y el poder para actuar en nombre de Dios
debía restaurarse en la tierra.