(Por afinidad temática pego también aquí el mensaje puesto en el epígrafe Negación Infierno)
Apreciado Cripton:
Como te decía en mi Mensaje # 236, sigo pensando en la preocupación que a todos nos genera el pensamiento de que no todos nuestros amigos y seres queridos cuya relación tanto disfrutamos, pudieran estar acompañándonos por la eternidad en las moradas celestiales. Pero eso no sería lo peor, sino que su ausencia significaría que están en cierto lugar en el que preferiríamos no pensar, y que si posible fuera, mejor que no existiese.
Algunos sectarios lo han resuelto fácilmente con sólo negar el tormento eterno, diciendo que la expresión “muerte segunda” y destrucción significa aniquilamiento, extinción, dejar de ser.
Claro, esto también tiene su contrapartida, ya que al negar el justo pago que debían recibir los malos, se entra a dudar también de las recompensas y dicha eterna que Dios ha prometido a los que justificó. Cualquier variante que se admita en un sentido necesariamente que también afectará al contrario.
El otro problema, es que el mero dejar de ser, con la materia corporal reducida al polvo y la espiritual esfumada en la inconciencia del olvido, no parece ser un justo castigo para tantos genocidas (Nerón, Hitler, etc.) y criminales de la peor calaña con delitos atroces de lo que mejor ni hablar. Privarles de la eterna bienaventuranza y condenarles a que nadie retenga de ellos un solo recuerdo ¿qué castigo sería?
Por otro lado, la Sagrada Escritura es suficientemente clara en ambos aspectos: el eterno bien del que disfrutarán los justos y el tormento eterno de los inicuos.
Cuando el sectario decide que no hay tal cosa como un infierno de fuego ni una condenación al tormento eterno, necesariamente debe torcer las Escrituras para darles otro sentido al que llanamente tienen. Esto no es tan difícil, pues dejando a un lado la patente realidad de una revelación progresiva (La Ley, salmos, profetas, evangelios, Hechos, epístolas y Apocalipsis), rebusca en el AT dichos expresados en el dolor, la aflicción y depresión, de modo que el escepticismo del momento pasa a regir por lo que pueda haber dicho el Señor Jesús, explicado Pablo o anunciado Juan en la revelación que le fue dada.
Como humanos que somos, estamos llenos de emociones, sentimientos y sensaciones. Es muy bueno que nuestra sensibilidad esté a flor de piel, de modo que nos conmovamos fácilmente, llorando, riendo, gimiendo, suspirando.
Pero nada de esto puede convertirse en árbitro de cuestiones teológicas que han de ser examinadas no con el corazón sino con la mente.
El “Testigo de Jehová” por inculto que sea fue entrenado para explotar esta debilidad humana, que aprovechó Satanás para engañar a Eva, así que siempre tiene a flor de labios la pregunta que le dará pie para sacar ventaja sobre el vecino religioso pero ignorante:
-¿Usted cree que un Dios de amor haría sufrir en las llamas del infierno y un tormento eterno a cualquiera de sus criaturas?
La desprevenida ama de casa responderá que no, y ya tiene el publicador el punto vulnerable para desacreditar la religión que profesa la vecina y sembrar su cizaña.
Pero el entendimiento correcto requiere del ejercicio de la inteligencia y no de lo que podamos sentir.
No son los pálpitos del corazón sino la iluminación del intelecto lo que discierne la verdad del error.
Llegados a este punto, debemos volver nuestra atención a Dios. Necesitamos conocerle cada día mejor. Estudiar en las Escrituras sus atributos provoca un tsunamis de fe que inunda nuestro corazón, mente y espíritu. Quedamos embelesados descubriendo el tamaño e intensidad de su amor; admirados por la gracia que nos da cuanto no merecemos, y su misericordia en no retribuirnos conforme a lo que mereceríamos.
Entre tantos atributos, a cual más sublime, nos quedamos ahora con el pensamiento de que Él es justo. Si de una cosa podemos estar ciertos, es de que Él no incurrirá en ninguna injusticia. Descansamos entonces en su divina y perfecta justicia.
¿Y qué pasa con aquellos amigos y seres queridos?
Pues en lugar de pasarle la cuenta a Dios, paguemos nosotros esa factura.
Echemos mano a la sobreabundante gracia de Dios, de modo que podamos exhibir de tal modo al Señor Jesucristo en nuestra vida que ellos descubran en Él el atractivo que también a nosotros nos atrajo.
De este modo, nuestros sentimientos dejarán de pelear con nuestros pensamientos, y las ideas y emociones estarán en plena armonía.
Amén. Así sea y así será.
Ricardo.