Re: ¿ES CORRECTO COMO CRISTIANO PARTICIPAR DE LA MASONERÍA?
TESTIMONIO DE CONVERSIÓN.
¿EL CORDERO O LA PIEL DEL CORDERO?
William Schnoebelen
Cuando salí del auto, resplandecía el sol ardiente del medio día. Aunque era un esplendoroso día de verano en Iowa, era aún más resplandeciente la luz en mi corazón. Al cruzar la calle en dirección a la logia masónica de mi ciudad, caminaba con una agilidad que nadie sino el Señor Jesucristo pudo haberme dado.
Dios estaba en los cielos y todo parecía estar en orden en el mundo. Pocos días antes había entregado mi vida a Jesús, y sentía dentro de mí una alegría nueva que me daba ánimo y energía a la vez. Casi me parecía estar flotando por encima del pavimento candente y reluciente.
Entrar a la relativa oscuridad del templo masónico me dio algún alivio del calor. El gran edificio de piedra protegía del sol. Yo estaba en el templo porque había sido invitado a un almuerzo. Esta no era aún mi logia, porque yo había sido masón libre en la vecina ciudad de Wisconsin, y recién unos meses antes me había trasladado al estado de Iowa.
Las jurisdicciones masónicas de los estados unidos están distribuidas de tal manera que cada estado tiene su propia gran logia, y cada una es autónoma. Aunque la gran logia de Iowa reconocía como legítima mi gran logia de Wisconsin, tenía que hacer ciertos arreglos para unirme a lo logia de mi nueva comunidad. Mientras tanto solo era un invitado.
Yo había asistido a una de las reuniones regulares de la logia por la noche. Allí, los oficiales de la logia local me interrogaron en cuanto a mi conocimiento de la “obra ritual” masónica, y la vigencia de mi tarjeta de cuotas, puesto que todo estaba en orden, me permitieron asistir al rito, y mas tarde me invitaron al almuerzo, que era una oportunidad para disfrutar de compañerismo. Con gusto acepté la invitación, porque pensé que allí podría hacer amigos.
Sin embargo, entre esa reunión y mi llegada al almuerzo, yo había hecho una extraordinaria transición de un reino al otro. Dios se manifestó en mi vida en forma milagrosa. Tras una serie singular de eventos, me arrodillé al lado de mi cama, sosteniendo un arrugado tratado chick en mis manos temblorosas. Ese tratado me decía que todo lo que debía hacer para ser aceptado por Jesús, era pedirle que perdonara mis pecados y que fuera mi Señor y Salvador.
Después de una vida de diversos altibajos metafísicos, casi rechacé lo que estaba leyendo. Había pasado casi toda mi vida- 34 años- realizando esfuerzos religiosos por lo que yo creí que era Dios. Por tanto, este método parecía demasiado rápido y sencillo. Aún al arrodillarme, me pregunté por centésima vez: ¿Puede realmente ser así de fácil? Un susurro atravesó mi corazón y me dijo: SÍ.
Finalmente decidí confiar en la Biblia y en Dios, y rendí mi vida a Jesús. Nunca me di cuenta de cuán vacío estaba, Hasta Jesús me llenó con su Espíritu Santo. El hombre que estaba entrando a este templo masónico era un Bill Schnoebelen nuevo, infinitamente mejorado, y que había nacido de nuevo.
Al bajar por las escaleras del templo rumbo al comedor, me sentía lleno de expectación. Me entusiasmaba la idea de hacer nuevos amigos en esta ciudad y, por tanto, no estaba preparado para lo que estaba a punto de suceder.
Al sentarme ante la mesa larga, suntuosamente servida con losa fina y comida, sentí un extraño enfriamiento del gozo que había iluminado recientemente mi alma. Pasé la mirada por las mesas en busca de alguna explicación de lo que estaba experimentando. ¿Alguien más sentía lo mismo? Unos cien hombres estaban sentados a mi alrededor, inmersos en compañerismo fraternal. Mis “hermanos” se daban las manos y se contaban historias en medio del tintineo de los cubiertos y las risas; aparentemente nada les afectaba.
Cuando oraron dando gracias por los alimentos, mi espíritu pareció entenebrecerse aún más. Al concluir la oración definitivamente neutral, todos respondimos en la acostumbrada forma masónica, con un: “Que Así Sea”. Aquellas palabras fueron como hiel en mi lengua.
Creo que no saboreé nada en esa ocasión. Mi estómago parecía estar tan pesado como mi alma. No lograba calmar la profunda inquietud que sentía. Nunca antes había experimentado algo parecido en una reunión de la fraternidad. El hombre que estaba sentado a mi derecha, unos años mayor que yo, intentó entablar conversación conmigo. Al enterarse que yo era miembro de la fraternidad Shrine, me habló de un club especial de Shrine al que él pertenecía, y traté de responder en la forma más atenta. Sin embargo, yo no estaba concentrado en la conversación.
Cuando con desgano empecé a comer el postre, no había duda alguna de lo que me estaba incomodando. Como relámpagos sin trueno en el horizonte de mi conciencia, el Espíritu Santo me estaba enviando el mensaje a través de la confusión del compañerismo fraternal: HIJO MÍO, HUYE DE ESTE LUGAR.
Quedé perplejo por lo que sentí, y seguí mirando a mi alrededor para ver si algún otro manifestaba alguna señal de inquietud. Sin embargo, la jovialidad estaba en todo su apogeo. Por primera vez en casi nueve años de ser masón libre, me sentía como un microbio invasor que era atacado por una especie de anticuerpos. Esta sensación, aunque perturbadora, tenía una percepción más profunda y familiar: CULPA. Sin ninguna razón evidente, me sentía culpable por estar en ese lugar.
Gradualmente pude al fin aislar esa culpa. Sentí lo mismo que sentía de niño cuando mi madre me sorprendía haciendo alguna travesura- una reprensión tierna, paciente, pero reprensión al fin. HIJO MIO, HUYE DE ESTE LUGAR.
Finalmente no soporté más. Tan pronto como me fue posible, pedí permiso y me retiré. Al salir a la claridad en esa tarde asoleada, sentí inexplicablemente como si estuviera emergiendo de una tumba fría y húmeda. Crucé la calle lo más rápido que pude y me detuve al lado de mi auto, tratando de librarme de esa sensación fría y desagradable que me envolvía. Di la vuelta y miré el enorme templo, sintiéndome de repente como la mujer de Lot en el libro de Génesis.
Quizá los nervios en ese momento afectaron mi imaginación, pero mientras contemplaba frente a mí aquél edificio de piedra blanca, resplandeciente a la luz del sol, pareció asentarse ligeramente en la tierra. Sentí como si estuviera viendo enroscar la tapa sobre un frasco con especimenes. Casi podía escuchar la risa y las bromas de los hombres, debilitándose y disipándose paulatinamente, al darse cuenta de que la trampa se cerraba sobre ellos.
Tuve la sensación de haber escapado apenas a tiempo. A pesar del sol ardiente, me estremecí. Entré al automóvil, y en voz alta y con fervor di gracias a Dios por protegerme de lo que fuera que estaba pasando. Cuando llegué a casa, aún sentía un escalofrío espiritual.