¿Estás seguro que el moréh Y. Ribco no hace mención de la importancia del mensaje?
Te cito textualmente a vos (citando al moréh Y. Ribco):
"Que son confusas, poco claras, sin certeza de cual es el mensaje de las visiones o audiciones. Tal como el mismo Daniel declara, por ejemplo: «Sucedió que estando yo, Daniel, meditando en la visión y procurando entenderla» (Daniel / Daniel 8:15); es decir, estaba indeciso, dudoso, cabildante, sin poder dar una correcta y precisa interpretación a las visiones pasajeras que lo habían inspirado."
Si una persona va a transmitir una idea o mensaje, sin tener claridad y objetividad en el contenido del mensaje y/o de los posibles receptores de ese mensaje, entonces no cumple con la expectativa principal de la "nevuá". El "naví" para transmitir ese mensaje social reflexivo primero tiene que entender lo que Dios le quería transmitir (por visiones, sueños, a viva voz, etc). Después de entenderlo, es entonces cuando lo puede y debe trasmitir.
¿De qué le valía a Daniel recibir visiones si no las entendía?
¿Si no entendía las visiones, crees que entendía el mensaje implícito en ellas?
¿Si no comprendía el mensaje implícito en ellas, qué mensaje iba a transmitir?
¿Crees que es más importante un oráculo o milagro ininteligible que un mensaje claro y diáfano?
Fíjate que Daniel no comprendía el mensaje social y reflexivo detrás de sus visiones (las que él si tuvo): luego Daniel no fue "naví" fue un "soñador de sueños/clarividente" (Recuerda que Devarím 13 hace la distinción entre ambas categorías. El "Naví" podía comprender el mensaje oculto detrás de sus visiones, para transmitirlo a su generación. Lo que no te cuadra es que eso va contra tu dogma.
No comprendo por qué hablas de resurrección y pones tres pesukim distintos...¿Exactamente qué deseas significar?
Wikipedia no es un sitio del todo confiable para buscar información. Es un buen sitio para iniciar una búsqueda, pero no para elevarla a la categoría de prueba.
Nota: el tema no me agota, me agota tu falta de comprensión de textos.
¿Qué entiendes tu por fiable?
Respuesta corta a tu duda:
El libro de Daniel está lleno de errores históricos muy grandes, se sabe que su composición actual se fue reescribiendo durante la dinastía Hamosnea. En fin.
¿Por qué lo incluyeron? Porque hay elementos en el libro que lo hacen merecedor de poner en los "ketuvím" pero no dentro de los "neviím".
Te voy a dejar la explicación larga a continuación (espero que la leas y que la comprendas):
EL MEDIO ORIENTE EN LAS PROFECÍAS DEL LIBRO DE DANIEL
Por: I. Gatell.
La situación en Medio Oriente en su totalidad siempre le resulta interesante a la gente. No sólo por sus implicaciones políticas y económicas, sino también porque muchos consideran que existe todo un cúmulo de “profecías” respecto al “fin de los tiempos”, y de uno u otro modo están íntimamente relacionadas con Israel y lo que suceda alrededor de este pequeño país.
Pero debo advertir: a algunos podría parecerles decepcionante que esta serie de artículos no pretenda ser una “interpretación” del “panorama profético” en el Medio Oriente. Curiosa y paradójicamente, al final de la serie sí voy a decirle a la gente qué es lo que va a pasar en el futuro, basándome siempre -por supuesto- en el Libro de Daniel, uno de los más extravagantes y raros que tenemos en la Biblia, debido a que es el único texto de perfil apocalíptico que fue aceptado en el canon oficializado por los fariseos durante el siglo I AEC.
¿Por qué es raro? Porque los fariseos siempre fueron enemigos de la ideología apocalíptica, cuyos principales exponentes fueron los Qumranitas (que, por cierto, detestaban a los fariseos).
Pero con el Libro de Daniel se hizo una excepción, y la tradición rabínica dice que allí está contenida la clave para saber cuándo vendrá el Mesías.
Entonces, comencemos hoy explicando dos ideas básicas respecto al Libro de Daniel que nos aclaran por qué NO ES UN LIBRO PROFÉTICO, un concepto fundamental para poder entender de qué manera Daniel nos habla sobre el futuro.
Habrá quien encuentre contradictorio lo que acabo de decir: no es un libro profético, pero ¿nos habla de lo que sucederá en el futuro?
Pues sí.
Y es que aquí empieza el periplo: la gente suele confundirse con lo que significa “profecía”. Así que comencemos a poner las cosas en su lugar.
I. Profecías y Oráculos
Daniel no es un libro profético. Es un libro de oráculos. Y hay una gran diferencia entre ambas cosas. Basta comparar Daniel con los libros verdaderamente proféticos, tales como Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce Profetas Menores, para corroborarlo.
¿En dónde radica la principal diferencia? En que los libros proféticos están enfocados, principalmente, A LA CRÍTICA DE SU SOCIEDAD.
Ser profeta no es predecir el futuro. Eso lo puede hacer hasta un astrólogo. Suponer que la “profecía” es “el anuncio de las cosas antes de que sucedan” es reducirla al mero rol de horóscopo.
La profecía es algo más complejo que eso y, por lo tanto, el rol del profeta es más relevante que sólo “anunciar cosas antes de que sucedan”. La profecía es, ante todo, un análisis de lo que sucede alrededor del profeta y de sus contemporáneos. Análisis que le permite, antes que nada, establecer juicios morales y éticos en los que señala cuáles son los errores que están desgastando el tejido de su sociedad. Es en función de ello -siempre, inequívocamente- que el profeta anuncia LO QUE PUEDE SUCEDER si las cosas no cambian.
Este es el único punto donde el oficio del profeta y el del predictor del futuro se entrelazan. Pero ojo: el profeta no habla de un futuro inevitable, de algo equivalente a un destino que forzosamente se tiene que cumplir. El profeta habla de cosas futuras que, en última instancia, pueden ser conjuradas por medio del arrepentimiento (un ejemplo muy claro de esto está en el Libro de Jonás, donde se anuncia la destrucción de Nínive, misma que al final de cuentas no sucede).
El Libro de Daniel no entra en esta categoría. Carece de ese nivel de análisis que sí encontramos en Isaías, Jeremías o Ezequiel. Por lo tanto, NUNCA se le consideró “profecía”. Cierto: está lleno de oráculos o predicciones para el futuro, pero sin el otro componente, se queda en el nivel de “libro de oráculos y de predicciones”, no en el de libro profético.
Hay otro aspecto técnico que no permite que consideremos al libro de Daniel como un “texto profético”, y es que un profeta no sólo debe conocer el futuro, sino también el presente. Y es un hecho que el Libro de Daniel tiene varios errores. Severos, por cierto.
II. Imprecisiones en el Libro de Daniel
Yo no confío en los anuncios sobre el futuro que pueda darme alguien que se equivoca en la descripción del presente. Y eso, sorprendentemente, le pasa a Daniel. El libro está lleno de inexactitudes a la hora de describir su supuesto presente, si nos atenemos a la tradición según la cual fue escrito por un autor del siglo VI AEC que estaba cautivo en Babilonia.
Las tres más relevantes son las siguientes:
a) Daniel 5:1 menciona a Belsasar como “rey” en Babilonia. Es incorrecto. Belsasar nunca fue rey en ningún lado. En el momento de colapso del Imperio Babilónico el rey era Nabonido, padre de Belsasar. Se ha querido matizar el error apelando a que “tal vez” Belsasar se habría quedado como regente en Babilonia mientras su padre estableció su sede en Taima. Pero dejémonos de pretextos: el texto no habla de Belsasar como un regente, sino que dice que es el rey. Esto lo podemos confirmar en Daniel 7:1 y 8:1, donde se le toma como referente cronológico (“en el primer año de Belsasar rey de Babilonia… en el año tercero del reinado del rey Belsasar…), cosa que sólo se hace con los reyes, no con los regentes. Además, en el momento de la invasión persa a Babilonia, Nabonido ya estaba de regreso en la capital y su hijo no estaba funcionando como regente de nada.
b) De lo anterior se derivan los siguientes dos errores: Daniel 5:30-31 dice que “la misma noche fue muerto Belsasar rey de los caldeos, y Darío de Media tomó el reino…”.
Lo primero es que se da a entender que esa noche en la que Daniel interpretó una visión para Belsasar, la invasión persa dirigida por Darío se cobró en el propio rey a una víctima. Es imposible: los persas derrotaron a los babilonios en la batalla de Opis, y la toma de Babilonia fue pacífica. El imperio caldeo se había desmoronado y se rindió sin oposición ante… Ciro.
Ese es el segundo error: quien conquistó Babilonia no fue Darío el Medo, sino Ciro el Persa. Al respecto también se han intentado poner un montón de pretextos banales, queriendo identificar -sin éxito- a Darío el Medo como el general Gobrías, quien realmente estuvo al mando de la tropa que ocupó Babilonia.
Daniel 6:28 lo confirma. Allí se menciona la longevida de Daniel diciendo que “… prosperó durante el reinado de Darío y el reinado de Ciro…”, con lo que da por sentado que primero fue rey Darío, y luego lo fue Ciro.
La realidad es que fue al revés: primero gobernó Ciro, luego Cambises II -desconocido para Daniel-, y luego Darío. Al final de cuentas, no es un error tan difícil de comprender: el autor de Daniel confunde a Ciro con Darío y viceversa.
c) La genealogía de Darío es otro problema. En Daniel 9:1 se menciona a Darío como “hijo de Asuero, de la nación de los medos…”. Efectivamente, hubo un rey Darío que fue hijo de un rey Asuero (Artajerjes), pero fue Darío II, que reinó entre los años 424 y 404 AEC. Pero a Daniel se nos presenta como un contemporáneo de la toma de Babilonia por los persas (año 539 AEC).
Otra vez tenemos un error: el autor ha confundido a Darío I con Darío II, dos reyes separados por más de un siglo de distancia (en realidad, ha confundido a Ciro con Darío I, y luego a esta confusión la ha confundido con Darío II).
¿Por qué sucede todo esto?
Por algo muy sencillo de explicar: el Libro de Daniel, tal y como lo conocemos, no fue escrito por un autor del siglo VI AEC, sino por uno del siglo II AEC.
Daniel es un producto clásico de la literatura apocalíptica, un tipo de textos que rara vez se escribían en lo que podemos definir como “una sola sentada”. Hay evidencia suficiente para demostrar que la versión final de Daniel -la que tenemos en la Biblia- fue resultado de una continua reelaboración de textos diversos.
Por ejemplo, el capítulo 4 de Daniel habla sobre “la locura de Nabucodonosor”. Hoy día sabemos que es la versión adaptada de un texto anterior, recuperado entre los Rollos del Mar Muerto, donde en un relato idéntico aunque más rudimentario el protagonista no era Nabucodonosor, sino su hijo Nabonido. Del mismo modo, es evidente que el capítulo 9 de Daniel -el oráculo de las 70 semanas- es una reelaboración del llamado Apocalipsis de las Semanas que encontramos en los capítulos 91 al 105 del Libro de Enok.
Lo más probable es que diversas tradiciones sobre Daniel se empezaran a coleccionar desde el siglo VI AEC, pero fueran reelaboradas continuamente durante un proceso de cuatro siglos.
En el siglo II AEC, concretamente durante los años de la Guerra Macabea (167-158 AEC), se llegó a la versión definitiva del libro, aunque hay evidencia para sospechar que todavía se le hicieron añadidos posteriores.
¿Por qué sabemos que la versión definitiva del libro se hizo durante la Guerra Macabea? Muy simple: porque el capítulo 11, el principal recuento histórico del Libro de Daniel, llega hasta la Guerra Macabea. Dicho en otras palabras: es evidente que el autor, pese a algunos dislates como los que ya se mencionaron, conoce la historia de Judea hasta el año 164 AEC. Luego entonces, está claro que la redacción final del texto se hizo en ese momento.
Sin embargo, hay tres pasajes que se salen de esa lógica. No porque evidencien un conocimiento de eventos posteriores, sino porque parecieran más bien ser un ajuste a un evento posterior en concreto. Son los capítulos 2, 7 y 9. Concretamente, el Sueño de Nabucodonosor, la visión de las Cuatro Bestias y el Oráculo de las Setenta Semanas.
El “evento posterior en concreto” es el levantamiento armado contra Roma entre los años 66 y 73 EC. En el capítulo 2 (el Sueño de Nabucodonosor) se nos habla de “cuatro imperios” que precederían a la llegada del Reino Mesiánico, y es muy claro que están íntimamente relacionados con las Cuatro Bestias del capítulo 7.
Esta visión nos da las pistas para identificar a las bestias: la primera (7:4) es un “león con alas de águila”, una imagen muy común en la iconografía babilónica. Tomando en cuenta que en Daniel 2:37-38 se le dice a Nabucodonosor que el es el primero de los cuatro reyes, entonces es claro que Babilonia es la primera de las “cuatro bestias”.
La segunda bestia (7:5) es un oso que “se levanta más de un lado que del otro” y que va devorando “tres costillas”. Se trata del Imperio Medo-Persa. Un lado “levantado más que el otro” refleja el dominio de los medos sobre los persas, y las tres costillas devoradas son los reinos de Egipto, Lidia y Babilonia, que intentaron formar una coalición para detener el embate persa, proyecto que fracasó rotundamente. Los tres reinos fueron conquistados.
La tercera bestia (7:6) es un leopardo con cuatro alas. Se refiere al imperio de Alejandro Magno, veloz como leopardo -conquistó Grecia, el Imperio Medo-Persa y parte de la India apenas en un poco más de una década-, pero que se dividió entre sus cuatro generales tras la prematura muerte de Alejandro.
La cuarta bestia (7:7-8, 19-25) es Roma. Pese a las objeciones que ofrecen algunos especialistas que se obstinan en querer encuadrar esta imagen en algún otro reino anterior, la descripción es perfecta: es una bestia feroz, peor que las anteriores, que ha sido gobernada por “diez cuernos” (diez reyes), de los cuales tres fueron “quebrados” para que surgiera uno más (el onceavo), a quien le fue dada “la potestad para hacer guerra contra los hijos del Altísimo y vencerlos”.
El Imperio Romano comenzó en los tiempos en que César Augusto co-gobernaba con Marco Antonio y con Lépido. Son los primeros tres “cuernos”. Luego vinieron Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Hasta allí van siete “cuernos”. A partir del suicidio de Nerón, Roma entró en una fase de inestabilidad en la que, apenas durante un año, tres emperadores cayeron uno detrás del otro (“tres cuernos quebrados” para que surgiera el onceavo): Galba, Otón y Vitelio. Después de ello, Vespasiano se consolidó en el poder y vino a ser uno de los más importantes emperadores romanos. Justo en el momento de la crisis (año 69), Vespasiano estaba combatiendo y derrotando a los rebeldes judíos.
Entonces, Vespasiano es el último cuerno, lo que nos sugiere que este capítulo 7 (además del 2) fue agregado hacia el año 73, cuando estaba por concluir la guerra contra Roma.
Lo confirma el oráculo de las Setenta Semanas, que plantea que a la historia del mundo sólo le quedan “setenta semanas” (un periodo simbólico de 490 años), la última de las cuales es una perfecta descripción de lo que sucedió en la Primera Guerra Judeo-Romana.
En resumen, el Libro de Daniel se habría escrito de este modo:
Hacia el siglo VI AEC se compilan las primeras tradiciones sobre Daniel, que se van reelaborando durante unos cuatro siglos. En el siglo II, en el marco de la Guerra Macabea, se logra la versión casi definitiva. El autor no dispuso de información exacta sobre acontecimientos o personajes ocurridos casi 400 años atrás, y por ello cometió los errores que hemos señalado. Un poco más de dos siglos después, otro autor intentó actualizar los oráculos sobre la Guerra Macabea y por ello elaboró lo que hoy son el capítulo 2, el capítulo 7 y el capítulo 9 (por lo menos, los versículos 20-27 o el oráculo de las Setenta Semanas).
Pareciera, de entrada, que lo que tenemos en realidad es un desastre de libro: mendado y remendado durante siglos, con parches por aquí y por allá, y con errores históricos que lo hacen impreciso.
No era extraño hacia el siglo I EC. En realidad, mucha de la literatura apocalíptica estaba exactamente en la misma situación, y por ello los fariseos nunca le tuvieron mucho aprecio a este tipo de textos.
Y, sin embargo, a Daniel lo permitieron entrar en la lista de textos sagrados, aunque no como libro profético (Daniel siempre estuvo colocado en la sección de Hagiógrafos).
¿Por qué?
Porque en medio de todas esas visiones e imprecisiones históricas, el libro contiene algo especial que nos ofrece una clave para la interpretación de la Historia. Y, con ello, nos da la pauta para calcular lo que va a suceder en el futuro
En la nota anterior explicamos por qué Daniel no es, técnicamente, un “libro profético”. Es un punto que se le atora a mucha gente porque están acostumbrados a pensar que “profecía” es lo mismos que “predicción del futuro”. No: la profecía es algo más complejo que eso, porque implica también una obligada crítica a la sociedad.
Seamos correctos: Daniel es un libro de ORÁCULOS, no de profecías. Y, aunque le sorprenda a muchos, los oráculos esenciales de Daniel son oráculos fallidos. Si por una parte ya explicamos los errores de información histórica que allí encontramos, por otra parte hay que explicar qué es lo que no funciona con los oráculos de este singular libro.
Recordemos también que ya explicamos cómo se elaboró este libro, a partir de tradiciones muy antiguas que fueron editándose y adaptándose durante varios siglos, y que lograron una versión casi definitiva en el siglo II AEC, en el marco de la Guerra Macabea. A esta versión se le hicieron unos añadidos finales durante la etapa del levantamiento armado contra Roma (años 66-73).
La revisión de estas características nos da la pauta para entender el aspecto fallido de este libro. Comencemos con el asunto de la Guerra Macabea.
En este libro hay dos grandes secciones que están enfocadas a la Guerra Macabea: los capítulos 8 y 11. El primero es una bizarra “visión” que, supuestamente, le permite a Daniel ver cómo va a ser el futuro de Israel, y el otro es una supuesta explicación dada por un ángel en la que se detallan las “futuras” guerras entre dos reyes identificados como “el del norte” y “el del sur”.
En el capítulo 8, la visión se basa en dos “bestias”: la primera tiene el aspecto de un carnero con dos cuernos, pero uno “más alto que el otro” (v. 3), y que es invencible (v. 4) hasta que aparece un macho cabrío con un solo cuerno y que viene del poniente (v. 5). Este derrota de manera total y contundente al carnero de los dos cuernos (vv. 6-7), pero repentinamente su cuerno es quebrado, y en su lugar surgen otros cuatro cuernos “hacia los cuatro vientos del cielo” (v. 8).
Interpretar esta visión no representa ningún problema, ya que el propio pasaje ofrece la respuesta: el carnero con los dos cuernos representa al Imperio Medo-Persa (v. 20; la idea de “un cuerno más alto que el otro” refleja que, en la estructura imperial, los Medos dominaban a los Persas), y el macho cabrío con un cuerno representa al “rey de Grecia” (v. 21). Es decir, Alejandro Magno.
La idea esta clara: el Imperio Medo-Persa fue invencible hasta que “desde el poniente” vino la invación macedónica, y Alejandro Magno derrotó a los medos poniéndole fin a su hegemonía. Sin embargo, en la cúspide de su poder, murió (el cuerno quebrado) y su reino fue repartido entre sus cuatro generales: Ptolomeo, Antígono Monoftalmos (o más bien, su hijo Demetrio), Seléuco y Lisímaco (los cuatro cuernos que surgen tras el quiebre del cuerno original).
La segunda parte de la visión se centra en que “… de uno de ellos (se refiere a los cuatro cuernos surgidos después de que el cuerno inicial es quebrado) surgió un cuerno pequeño, que creció mucho al sur, y al oriente, y hasta la tierra gloriosa”.
Tampoco es difícil la interpretación: el propio texto nos dice del “cuerno pequeño” surgido en uno de los cuatro cuernos que es “… un rey altivo de rostro y entendido en enigmas…” (v. 23).
¿A quién se puede referir? Es simple: a un rey surgido de una de las dinastías que se establecieron después de la muerte de Alejandro (un cuerno que surge de uno de los cuatro cuernos). Ahora bien: la realidad es que de los cuatro generales de Alejandro que se repartieron su imperio, sólo dos lograron establecer dinastías duraderas: Ptolomeo y Seléuco. Además, sus descendientes fueron quienes reinaron directamente sobre Judea (primero los Ptolomeos, luego los Seléucidas). Por lo tanto, no hay ningún problema con entender que este “cuerno pequeño” es un rey ya sea Ptolemaico o Seléucida.
La característica principal de este rey es que es un gran enemigo de Israel. Dice el texto que “… se engrandeció contra el príncipe de los ejércitos, y por él fue quitado el continuo sacrificio, y el lugar de su santuario fue echado por tierra… y echó por tierra la verdad, e hizo cuanto quiso y prosperó…” (vv. 11-12). Al respecto, luego se explica que “… su poder se fortalecerá… y causará grandes ruinas, y prosperará, y hará arbitrariamente, y destruirá a los fuertes y al pueblo de los santos. Con su sagacidad hará prosperar el engaño en su mano, y en su corazón se engrandecerá, y sin aviso destruirá a muchos; y se levantará contra el Príncipe de los príncipes, pero será quebrantado, aunque no por mano humana” (vv. 24-25).
Nuevamente, la identificación del personaje no es problema: Antíoco IV Epífanes, rey Seléucida, ocupó (en realidad, usurpó) el trono en el año 175 AEC, y en poco tiempo se convirtió en el gran enemigo de los judíos. Profanó el Templo, interrumpió los sacrificios, y depuso al Sumo Sacerdote Onías III. Entre los años 171 y 167 AEC, hizo y deshizo en Judea, dejando como saldo miles de muertos y un país de cabeza.
Tal y como dice el texto, fue “quebrantado, aunque no por mano humana”. Después de un intento fallido por reconquistar Babilonia, invadió exitosamente a Egipto, pero Roma intervino y Antíoco se tuvo que retirar, humillado. Decidido a reiniciar su campaña contra Babilonia, se propuso saquear Judea para financiar el proyecto, pero murió repentinamente en el año 164 AEC. Ello fue visto como una intervención divina a favor de la guerrilla judía que desde el año 167 AEC se había levantado en la población de Modín, y que entonces pudo entrar triunfante a Jerusalén bajo el mando de Yehudá Hamakabi (Judas Macabeo) y purificar el Templo, que había sido dedicado al culto a Júpiter por Antíoco y sus aliados.
Hay un detalle más: el texto nos dice que este “cuerno pequeño” mantendría su dominio sobre los judíos durante “dos mil trescientas tardes y mañanas” (v. 34). Y agrega: “luego, el santuario será purificado).
Tiene lógica: 2,300 días equivalen a un poco más de seis años, que fue el período que duró la etapa crítica desde la primera agresión de Antíoco a los judíos (171 AEC) hasta la derrota inicial de los sirios y la recuperación de Jerusalén y el Templo por las tropas de Judas Macabeo (164 AEC).
El capítulo 11 de Daniel se explaya respecto a otros detalles relacionados con Antíoco IV Epífanes. En este caso, un ángel se presenta para “… hacerte saber lo que ha de venir a tu pueblo en los postreros días…” (Daniel 10:14).
Dicha explicación comienza diciendo que “aún habrá tres reyes en Persia” (Daniel 11:2), y el cuarto “se hará de grandes riquezas” y “se levantará contra Grecia” (v. 3). Luego, “se levantará un rey valiente, el cual dominará con gran poder y hará su voluntad, pero cuando se haya levantado su reino será quebrantado y repartido hacia los cuatro vientos del cielo; no a suss descendientes… será para otros fuera de ellos” (v. 4).
Es muy clara la relación con el macho cabrío del capítulo 8, y no hay duda que el rey “valiente y que dominará con gran poder” es Alejandro Magno, que al morir no heredó el trono a sus hijos, sino a sus generales.
El versículo 5 comienza diciendo “y se hará fuerte el rey del sur…”, y el versículo 6 agrega que “… vendrá al rey del norte para hacer la paz…”. Y aquí empieza la descripción sobre la relación entre “el rey del sur” y “el rey del norte”. Tampoco es difícil saber a quiénes se refiere. Basta con mirar un mapa y corroborar el reparto entre los generales de Alejandro: al sur de Judea está el territorio que se quedó en poder de Ptolomeo (Egipto), y al norte el que se quedó en poder de Antíoco (Siria).
Los reyes del sur y del norte son, respectivamente, los reyes de Egipto y Siria.
Los siguientes versículos, hasta el 20, relatan los encuentros y desencuentros entre Ptolomeos y Seléucidas, que desembocarían en la aparición de un personaje claramente identificable como el “cuerno pequeño” del capítulo 8. Es decir, Antíoco IV Epífanes.
La descripción que se nos da de él es más amplia. Por ejemplo, sobre su condición de usurpador y su ataque al Sumo Sacerdote Onías III nos dice: “… un hombre despreciable, al cual no darán la honra del reino; pero vendrá sin aviso y tomará el reino con halagos. Las fuerzas enemigas serán barridas delante de él como con inundación de aguas; serán del todo destruidos, junto con el príncipe del pacto” (vv. 22-23).
Sobre su intervención en Judea: “estando la provincia en paz y en abundancia, entrará y hará lo que no hicieron sus padres, ni los padres de sus padres; botín, despojos y riquezas repartirá a sus soldados, y contra las fortalezas formará sus designios…” (v. 24).
Sobre su fallida invasión a Egipto y su desencuentro con los romanos (a quienes se les llama Kittim): “Y despertará sus fuerzas y su ardor contra el rey del sur con gran ejército; y el rey del sur se empeñará en la guerra con grande y muy fuerte ejército, mas no prevalecerá… y volverá a su tierra con gran riqueza, y su corazón será contra el pacto santo; hará su voluntad y volverá a su tierra. Al tiempo señalado volverá al sur, mas no será la postrera venida como la primera. Porque vendrán contra él naves de Kittim, y él se contristará y volverá, y se enojará contra el pacto santo, y hará según su voluntad…” (vv. 25-30).
Sobre la profanación del Templo en Jerusalén y las masacres de judíos: “Y se levantarán a su favor tropas que profanarán el santuario y la fortaleza, y quitarán el continuo sacrificio, y pondrán la abominación desoladora… y los sabios del pueblo instruirán a muchos; y por algunos días caerán a espada y a fuego, en cautividad y despojo… también algunos de los sabios caerán para ser depurados y limpiados y emblanquecidos, hasta el tiempo determinado…” (vv. 31-35).
Y sobre su repentina muerte: “Y se apoderará de los tesoros de oro y plata, y de todas las cosas preciosas de Egipto… pero noticias del oriente y del norte lo atemorizarán, saldrá con gran ira para destruir y matar a muchos. Y plantará las tiendas de su palacio entre los mares y el monte glorioso y santo; mas llegará a su fin y no tendrá quién le ayude” (vv. 43-45).
Estos pasajes han fascinado y estimulado la imaginación de muchas personas a lo largo de los siglos, y generalmente son vistos como “profecías” (en realidad, oráculos) sobre el Anticristo. Pero, en términos simples y llanos, eso es un error. Las referencias concretas dadas por el propio texto son claras, y no queda duda respecto a que en estos dos capítulos (8 y 11) se habla de Antíoco IV Epífanes y su rol durante la Guerra Macabea.
Lo interesante es esto: en ambos pasajes, se da por sentado que con la caída de Antíoco en la Guerra Macabea, llegará el “tiempo del fin”. Según lo que un ángel le dice a Daniel en el capítulo 10, se supone que es una visión sobre lo que le sucederá a Israel en “el tiempo postrero”.
Y, como bien sabemos, la realidad es que ese no fue el tiempo del fin.
Ese es el punto donde muchos insisten en la tesis del Anticristo: dado que el fin no llegó en tiempos de Antíoco, entonces esto debe referirse a eventos que no tienen que ver con la Guerra Macabea, sino con el verdadero “fin”.
Pero es absurdo. Si se tratase de eso, no tiene ningún sentido que TODAS las referencias históricas dadas para enmarcar a este personaje -el cuerno pequeño o rey del norte- sean el Imperio Medo-Persa, Alejandro Magno, sus cuatro generales, y los conflictos entre los Ptolomeos y los Seléucidas. Significaría que D-os, en un gesto del todo innecesario, dio montones de oráculos sobre eventos ocurridos entre los años 332 y 164 AEC, y luego se saltó toda la historia judía (con eventos tan importantes como la destrucción del Templo en el año 70, la expulsión de los judíos de España en 1492 o el Holocausto entre 1939 y 1945) para hablar de los “tiempos postreros”.
No. La lógica del texto es clara: el “cuerno pequeño” o “rey del norte” es un personaje cuyo entorno histórico son los conflictos entre Ptolomeos y Seléucidas, y que muere en el marco de la Guerra Macabea.
Y no hay alternativa: allí está el fallo. El autor de estos capítulos creía que el “fin de los tiempos” vendría tras la muerte de Antíoco.
¿Qué fue lo que sucedió cuando quienes conocieron este texto hacia el año 164 AEC se dieron cuenta que el oráculo, simplemente, estaba equivocado?
En resumen, quienes promovían este tipo de ideas -apocalípticas- se replegaron bajo el evidente pretexto de que habría un “error de cálculo”, y se dedicaron a esperar que se dieran las condiciones para corregir su interpretación de las “señales de los tiempos”.
¿Cómo lo sabemos?
Porque el propio libro de Daniel nos ofrece tres capítulos donde las ideas generales de estos oráculos fallidos (una guerra atroz, un enemigo terrible, hombres santos martirizados) se retoman y se proyectan en otra época, en la del levantamiento armado contra Roma.
Es decir: son una corrección de los capítulos 8 y 11. Son el modo de decir “en ese entonces, nuestros ancestros se equivocaron; esta es la interpretación correcta…”.
A muchos especialistas no les gusta esta alternativa, y se han obsesionado por intentar demostrar que los capítulos 2, 7 y 9 (por lo menos en los versículos 20-27) también deben entenderse en el contexto de la Guerra Macabea.
Pero es imposible. El asunto simple y sencillamente no cuadra, y en la próxima nota explicaremos a detalle por qué.
¿Qué es lo que tenemos hasta este punto?
En resumen, que hacia el siglo VI AEC, después del retorno del exilio en Babilonia, debieron empezarse a coleccionar tradiciones sobre un personaje llamado Daniel, del que no sabemos demasiado. No se puede asegurar -ni a favor ni en contra- que dichas tradiciones se hubiesen puesto por escrito en un solo libro, pero lo que está claro es que fueron continuamente reelaboradas hasta que, en el año 164 AEC, un autor anónimo, convencido de que en el marco de la Guerra Macabea se estaban dando las condiciones para “el fin de los tiempos”, elaboró la versión original del libro que conocemos. Allí, concretamente en los capítulos 8 y 11, explayó sus creencias y esperanzas en relación a la muerte de Antíoco IV Epífanes.
Sus cálculos fallaron, y es muy seguro que el tema haya sido archivado durante mucho tiempo. Pero, ya bajo la dominación romana, otro judío apocalíptico exaltado creyó que su anterior colega se había equivocado en la “interpretación” de la señales, y que en vez de esperar el “fin” después de la guerra contra los sirios, había que esperarlo después de la guerra contra los romanos. Por ello, escribió las correcciones al texto de Daniel, elaborando tres secciones que tenían que exponer la “interpretación correcta” de los oráculos sobre el “fin de los tiempos”.
La mejor prueba a favor es que no tiene absolutamente ningún sentido la existencia conjunta de los capítulos 7 y 8.
En esencia, se trata de la misma visión, que gira en torno a la aparición de unas “bestias”. Pero las diferencias son enormes, y un análisis objetivo del contenido de ambas demuestra que se refieren a diferentes épocas y diferentes “cuernos pequeños”.
Entonces, la posterior (capítulo 7) debe ser la corrección de la anterior (capítulo 8).
En la próxima nota comenzaremos a analizar el contenido de estos pasajes relacionados con la guerra contra Roma, para con ello reflexionar sobre la presencia de este extraño libro en la Biblia. Porque, a fin de cuentas, ese es el meollo: si los judíos de ese momento se dieron cuenta que los oráculos de Daniel habían fallado, ¿por qué lo incluyeron entre los textos sagrados?
Porque, como ya dije, ciertamente este libro nos dice mucho sobre lo que sucederá en el futuro. Pero una cosa es obvia: no es por medio de sus oráculos fallidos y corregidos, sino por medio de otro recurso. Pero, claro, antes de analizarlo, primero tenemos que terminar de revisar qué fue lo que no funcionó.
Sólo después estaremos en mejor posición para conocer algo de lo que viene en el futuro según el libro de Daniel.
En la nota anterior explicamos por qué los capítulos 8 y 11 de Daniel están íntimamente vinculados a la Guerra Macabea, y por qué la única explicación razonable sobre la identidad del “cuerno pequeño” del capítulo 7, o el último “rey del norte” del capítulo 11, es que se trata de Antíoco IV Epífanes, el emperador seléucida que intentó exterminar al Judaísmo.
Desde la segunda nota venimos diciendo que al libro de Daniel se le agregaron tres secciones, por lo menos, hacia el año 73, en el marco de la última resistencia contra el Imperio Romano. Dichas secciones son los capítulos 2 (la visión de la Estatua de Nabucodonosor), 7 (la visión de las Cuatro Bestias) y los versículos 9:20-27 (el oráculo de las Setenta Semanas).
Muchos especialistas se resisten a admitir esta posibilidad, e insisten en que estos capítulos también se refieren a la Guerra Macabea. Sin embargo, la realidad es que dicha opinión es insustentable. Vamos por partes.
Los capítulos 2 y 7 tienen en común que la supuesta visión habla de “cuatro reinos por venir”. En Daniel 2, están representados por las cuatro diferentes partes que tiene la estatua que sueña Nabucodonosor (cabeza de oro, torso y brazos de plata, vientre y muslos de bronces, y piernas y pies de hierro mezclado con barro cocido); en Daniel 7, por cuatro “bestias” (un león con alas de águila, un oso que devora tres costillas, un leopardo con cuatro alas, y una bestia final terrible e indescriptible).
Las pistas que da el propio libro es que son cuatro reinos: en los versículos 2:37-41, Daniel explica que Nabucodonosor es la cabeza de oro, y que las otras tres partes de la estatua son “reinos” que “vendrán después” de Babilonia. Y en 7:17, un ángel le explica a Daniel que “estas cuatro grandes bestias son cuatro reyes que se levantarán en la tierra”.
¿Quiénes son, entonces, cada uno de estos reinos o reyes?
Sobre el primero no cabe la menor duda: Daniel le explica a Nabucodonosor que él -y con él, Babilonia- es la cabeza de oro. Es decir, el primer reino. Tiene coherencia con la visión del capítulo 7, donde la primera bestia es un león con alas de águila, una figura muy usada en la iconografía y la mitología babilónica. Por lo tanto, queda claro que el primer reino es Babilonia.
Para muchos especialistas los problemas empiezan con la identificación del segundo reino. En su afán por cerrar el ciclo en el período de la Guerra Macabea, intentan relacionar los siguientes tres reinos con el período que va desde la caída de Babilonia (539 AEC) hasta la Guerra Macabea (167-158 AEC) o un poco después. Se ha propuesto que el segundo sería Persia, el tercero Media, y el cuarto el Reino Seléucida contra el que peleó Judea. O que el segundo es Medo-Persia, el tercero es Grecia y el cuarto es el Seléucida. O que el segundo es Medo-Persia, el tercero es la Siria Seléucida y el cuarto es el Reino de Lidia o el Reino de los Hasmoneos.
Son explicaciones inútiles.
Empecemos por dejar algo que, en realidad, no debería dudarse: el segundo reino es Media-Persia y el tercero es Grecia y su continuidad en la Siria Seléucida. Las razones para establecerlo así de tajante son simples: hay una similitud entre la segunda bestia de Daniel 7 (el oso) y la primera bestia de Daniel 8 (un carnero): el oso del capítulo 7 “se levanta más de un lado que del otro” y el carnero del capítulo 8 “tiene un cuerno más grande que el otro”. En ambos casos se refleja que un parte de ese reino es más fuerte o grande que la otra. No hay duda posible: se refiere al reparto de poder que, a partir de Darío el Grande, se dio en el Imperio Aqueménida: los Medos “son más altos” o “se levantaron más” que los Persas. Y sabemos que no hay duda posible porque el versículo 8:20 dice específicamente que el carnero es el reino de Media y Persia. Luego entonces, la segunda bestia de Daniel 7 también lo es.
Sucede lo mismo con la tercera bestia del capítulo 7 y la segunda bestia del capítulo 8: una es un leopardo con “cuatro alas” y la otra tiene un cuerno que es quebrado, y en cuyo lugar aparecen otros “cuatro cuernos”. Se trata de una unidad original (el leopardo o el primer cuerno) que deja su lugar a una entidad dividida en cuatro (las alas o los cuatro nuevos cuernos). Son claras alusiones a que el reino de Alejandro Magno (el leopardo en el capítulo 7 y el primer cuerno en el capítulo 8) se dividió en cuatro tras su muerte. Tampoco al respecto pueden quedar dudas porque el versículo 8:21 señala explícitamente que la segunda bestia con un cuerno es “el rey de Grecia”. Entonces, la tercera bestia de Daniel 7 también es el Imperio Macedónico dividido, eventualmente, en cuatro.
Pero aquí viene la diferencia importante: en el versículo 8:9 dice que de “uno de los cuatro cuernos” que habían aparecido en la segunda bestia surgió “otro cuerno”, pequeño, que luego es identificado como el gran enemigo de Israel. Es decir: de uno de los cuatro elementos que surgen de la unidad rota del “reino de Grecia” aparece el gran enemigo. No hay dudas: se refiere a que Antíoco IV Epífanes fue parte de la dinastía Seléucida, una de las que surgieron después de la muerte de Alejandro.
Si Daniel 7 y su visión de las cuatro bestias quisiera exponer LO MISMO que el capítulo 8 (es decir, al pueblo judío en conflicto con Antíoco Epífanes y los seléucidas), entonces el “gran enemigo” (otra vez, un “cuerno pequeño”) tendría que aparecer EN UNA DE LAS CUATRO ALAS de la tercera bestia, porque en el capítulo 8 aparece EN UNO DE LOS CUATRO CUERNOS de la bestia equivalente.
Pero no sucede así. Las cuatro alas pasan sin pena ni gloria en la visión del capítulo 7, y el “cuerno pequeño” surge, en realidad, en la cuarta bestia. Por lo tanto, NO HAY DUDA POSIBLE: Daniel 7 no está enfocado en el Imperio Seléucida ni en Antíoco IV Epífanes, sino en alguien posterior.
¿Por qué una visión similar (basada en “bestias” y “cuernos”) pero con un objetivo diferente?
Ya lo explicamos en la nota anterior: porque el oráculo de Daniel 8 (y con ello el de Daniel 11), según el cual Antíoco IV Epífanes habría de ser el último rey pagano que oprimiese a Israel, simple y sencillamente FALLÓ. Inevitablemente, se tuvo que plantear una corrección, y Daniel 7 es justamente eso: la nueva propuesta en relación a las “bestias”.
La cuarta bestia es “espantosa, terrible y en gran manera fuerte, la cual tenía unos dientes grandes de hierro; devoraba y despedazaba, y las sobras hollaba con sus pies, y era muy diferente de todas las bestias que vi antes de ella, y tenía diez cuernos. Mientras yo contemplaba los cuernos, he aquí que otro cuerno pequeño salía entre ellos, y delante de él fueron arrancados tres cuernos de los primeros” (Daniel 7:7-8). Y más adelante se agrega: “la cuarta bestia será un cuarto reino en la tierra, el cual será diferente de todos los otros reinos, y a toda la tierra devorará, trillará y despedazará. Y los diez cuernos significan que de aquel reino se levantarán diez reyes, y tras ellos se levantará otro, el cual será diferente de los primeros, y a tres reyes derribará. Y hablará palabras contra el Altísimo, y a los santos del Altísimo quebrantará… y serán entregados en su mano hasta tiempo, y tiempos, y medio tiempo. Pero se sentará el Juez y le quitarán su dominio para que sea destruido y arruinado hasta el fin” (Daniel 7:23-26).
No cabe duda que la cuarta bestia es la peor de todas. Su fuerza es indescriptible y su crueldad es absoluta. Por ello, simplemente no puede relacionarse con el Reino de Lidia (que ni siquiera tuvo injerencia en Judea) o con el Reino Hasmoneo (que es la propia Judea, y que ni en su momento de mayor esplendor llegó a tanto como lo que aquí se describe).
Pero se nos da una pista: esta bestia tendría “diez cuernos” (según la propia lógica de Daniel, “diez reyes”), y al final aparecería uno que provocaría la caída de tres. Este último cuerno, al igual que Antíoco IV Epífanes en el capítulo 8, es el gran enemigo del pueblo judío, y se prevé que su derrota marcará el fin del dominio de los paganos sobre Judea.
No hay alternativa: la cuarta bestia tiene que ser Roma, el único imperio que tuvo dominio sobre Judea y que cuadra perfectamente con esta descripción (aunque le moleste a muchos especialistas casados con la idea monolítica de que todo tiene que referirse a Antíoco Epífanes).
La prueba está en los “diez cuernos”. Tal y como está redactada la visión, la idea que se propone es que este último reino sólo habría de tener once reyes: diez primero, y luego uno más -el peor- que habría de derribar a tres anteriores.
Judea fue conquistada por Roma en el año 63 AEC, en un momento donde todavía estaba en funciones la estructura de la antigua República. Justo en ese año nació César Augusto, que habría de ser el primer emperador romano, si bien su gobierno lo comenzó en el año 43 AEC como parte de un triunvirato, compartiendo el poder con Lépido y Marco Antonio. En ese mismo año fue que Judea quedó bajo la tutela de Augusto. Por lo tanto, cuando el primer emperador romano comenzó su dominio sobre los judíos, Roma tenía tres reyes.
A partir del año 27 AEC el poder quedó en las manos exclusivas de Augusto, y tras su muerte gobernaron Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Sumando a Lépido, Marco Antonio y Augusto, hasta este punto van siete reyes o “cuernos” de la “cuarta bestia”.
Nerón se vio obligado a suicidarse en el año 68 EC, y eso hundió a Roma en su peor crisis política hasta ese momento. Apenas en el lapso de un poco más de seis meses, tres emperadores ocuparon el poder, cayendo uno detrás del otro: Galba, Otón y Vitelio. Tras la caída de este último en el año 69, el poder quedó en manos de Vespasiano, que para ese momento llevaba dos años haciéndose cargo de la guerra en Judea, donde ya era conocido como un feroz militar que estaba infringiendo severas derrotas a las tropas judías.
Todo cuadra a la perfección: el último cuerno -Vespasiano- se levanta tras la caída de los tres anteriores -Galba, Otón y Vitelio-. Es el onceavo después de los ya mencionados además de Lépido, Marco Antonio, Augusto, Tiberio, Calícula, Claudio y Nerón, y es un feroz rey que dominará a los judíos durante “tiempo, tiempos y la mitad de un tiempo” según Daniel 7:25. Es decir, tres años y medio. Si tomamos en cuenta que Vespasiano ocupó el trono en el año 69, entonces la expectativa era que su dominio se extendiese hasta el año 72 o 73. Justamente -y no es coincidencia- el último reducto de resistencia judía sobrevivió hasta el año 73 en la fortaleza de Masada.
Entonces, Daniel 7 está intentando corregir los errores de cálculo de Daniel 8. En la visión de las dos bestias y el “cuerno” surgido de “uno de los cuatro cuernos” de la segunda bestia, la idea es que después de la muerte del “rey de Grecia”, se levantarían cuatro dinastías distintas, y de una de ellas saldría el gran enemigo de Israel que sería derrotado por intervención divina: Antíoco IV Epífanes.
El oráculo falló, y los partidarios de estas creencias lógicamente tuvieron que tragarse sus palabras. Pero es evidente que no renunciaron a su convicción de que había “señales” y “oráculos” que indicaban cómo sería el “fin de los tiempos”, y esperaron pacientemente hasta que tuvieron una posibilidad de corregir su error.
En pocas palabras, elaborar lo que hoy es el capítulo 7 de Daniel fue algo así como decir “nuestros ancestros de hace dos siglos se equivocaron al identificar al gran enemigo del pueblo judío; nosotros ya lo hemos hecho correctamente, y es Vespasiano”. Por ello, apareció en escena una nueva “bestia” que para entonces ya había tenido siete reyes, que en ese lapso vio caer a otros tres uno detrás de otro, después de los cuales ocupó el poder el general que estaba derrotando a las tropas judías.
La mejor prueba de que estos autores tenían esto en mente está en Daniel 9:26b y 27, donde se nos ofrece una descripción muy precisa de los acontecimientos principales del primer levantamiento armado contra Roma (años 66-73): “… y el pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario; y su fin será con inundación, y hasta el fin de la guerra durarán las devastaciones. Y por otra semana confirmará el pacto con muchos; a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda. Después con la muchedumbre de las abominaciones vendrá el desolador, hasta que venga la consumación, y lo que está determinado se derrame sobre el desolador”.
Nuevamente, los especialistas casados con relacionar todo Daniel con la Guerra Macabea intentan ver aquí una descripción de los eventos ocurrido entre los años 167-158 AEC. Pero no funciona: en esa guerra ni Jerusalén ni su Templo fueron destruidos, y aquí se habla muy específicamente de eso: destrucción.
Los eventos señalados son los siguientes:
a) El ataque estará a cargo de un “príncipe”: es correcto; el sitio de Jerusalén no fue dirigido ya por Vespasiano, sino por su hijo Tito.
b) Dicho ataque resultará en la destrucción de la ciudad y el santuario: es correcto; Tito estuvo a cargo del sitio que significó la ruina de Jerusalén y su Templo en el año 70.
c) La expresión “y hasta el fin de la guerra…” refleja que la destrucción de la ciudad y el santuario no significarán el final de las hostilidades: es correcto; la resistencia judía se mantuvo hasta el año 73, en las fortalezas de Herodio, Maqueronte y Masada.
d) La expresión “por otra semana confirmará el pacto con muchos” indica que durante siete años (una “semana”) Roma apoyaría a alguien: es correcto; el sistema político del rey Agripa II estuvo todo el tiempo a favor de Roma y gozó de su apoyo y protección. Además, la guerra duró exactamente siete años (desde 66 hasta 73).
e) La expresión “a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda” habla del fin de las prácticas litúrgicas en el Templo: es correcto; los sacrificios cesaron en el año 70, justo a la mitad de una guerra que se extendió entre los años 66 y 73.
Ninguna de estas características se ajustan a lo que sucedió en la Guerra Macabea.
¿Qué es lo que tenemos hasta aquí? Que después del fracaso de los oráculos de los capítulos 8 y 11, enfocados en Antíoco IV Epífanes, durante la guerra contra Roma alguien se propuso “actualizar” o “corregir” las predicciones del libro de Daniel, y replanteó las mismas ideas sólo que ahora enfocadas a Vespasiano y el Imperio Romano.
Para ello, escribió (o más bien, reelaboró) tres pasajes que finalmente quedaron integrados al libro. Dichos pasajes son los capítulos 2, 7 (que ya hemos analizado) y los versículos 9:20-27.
Aquí se podría poner una objeción técnica: se han encontrado copias del libro de Daniel entre los Rollos del Mar Muerto, y estas ya incluyen los capítulos 2 y 7, por lo menos. El análisis espectográfico y las pruebas de Carbono 14 han corroborado que los fragmentos de los manuscritos datan del siglo I AEC, por lo que no se puede afirmar que estos capítulos se elaboraron hasta el año 73.
Además -dicen los defensores de esta idea- la paleografía (el tipo de escritura) corresponde al siglo I AEC. Por lo tanto, no hay duda alguna: los capítulos 2, 7 y 9 de Daniel también se habrían escrito a más tardar en el siglo I AEC.
Error.
De hecho, semejante criterio es un error casi infantil. El análisis espectográfico y la prueba de Carbono 14 SÓLO NOS OFRECEN LA EDAD DEL MATERIAL. Por decirlo de un modo rudimentario, nos aclaran en qué siglo vivió la vaca de donde se obtuvo, eventualmente, el pergamino.
Pero eso no significa que el texto como tal haya sido escrito EN ESE MOMENTO. Afirmar lo tal sería equivalente a decir que todos los documentos escritos con máquinas Remington construidas en 1940, fueron hechos en 1940. Y eso es obvio que no es exacto.
¿Qué se puede decir sobre el asunto de la paleografía? Se han encontrado documentos entre los Rollos del Mar Muerto donde la paleografía es del siglo V AEC, pero el Carbono 14 ha demostrado que el material es del siglo II AEC. Entonces, es obvio que el documento no pudo haberse escrito en el siglo V AEC, porque faltaban unos 300 años para que naciera la vaca con la cual se hizo el pergamino.
Sucede algo muy sencillo: a veces, los qumranitas tenían la manía de usar un modo de escritura antiguo y en desuso. ¿Por qué? No lo sabemos, pero las pruebas de que tenían esa práctica allí están. Entonces, el hecho de que un documento tenga paleografía del siglo I AEC no significa necesariamente que fue escrito en el siglo I AEC. Sólo significa que el autor hizo uso de ese tipo de escritura.
Lo que pudo suceder es esto: hacia el año 73, en el último suspiro de la resistencia anti-romana, un autor tomó un pergamino que para entonces tenía unos dos siglos de antigüedad, lo raspó para borrar su contenido, y haciendo uso del mismo tipo de letra (la de dos siglos de antigüedad que había borrado), elaboró una serie de correcciones al libro de Daniel y sus oráculos fallidos.
Y es perfectamente lógico que lo haya hecho. Ese autor no podía llegar con sus compañeros simplemente diciendo “oigan, acabo de reescribir las profecías de Daniel…”. En cambio, resultaba más lógico intentar convencerlos de que existía “otra versión” de Daniel en donde los oráculos no se referían a Antíoco IV Epífanes, sino a Vespasiano. Y, por supuesto, los documentos que mostró no podían estar elaborados en papel nuevo con letras actuales. Tenía que ser papel antiguo con letras antiguas.
¿Se trataba de un vulgar fraude, una rudimentaria falsificación? No lo creo. Me atrevo a pensar que ello fue hecho en el marco de una tradición muy arraigada en la apocalíptica judía: reescribir y reescribir siempre los textos.
Seguramente, este autor anónimo sí tuvo a la mano un texto donde había algo muy similar a lo que vino ser su “corrección”. Tal vez lo único que él hizo fue ajustar los detalles para que fuesen claramente relacionables con lo que estaba sucediendo en el marco de la guerra contra Roma.
De uno u otro modo, el resultado fue una nueva interpretación de los “antiguos oráculos” que se preservaban sobre Daniel.
Oráculos que, al final de cuentas, también fallaron. Dos siglos atrás, Antíoco -el gran enemigo del pueblo judío- fue derrotado, pero no vino el “fin de los tiempos”. Al contrario: la guerra reinició, el gran héroe Judas Macabeo murió en batalla, y cuando los judíos lograron derrotar de manera definitiva a los sirios el trono de David no fue restaurado. En su lugar, el poder fue tomado por una familia “ilegítima”: los Hasmoneos.
Pero en esta ocasión ni siquiera se logró algo similar: los judíos fueron aplastados por la maquinaria de guerra romana. Por ello, los posteriores sabios de la era talmúdica desterraron por completo del Judaísmo la especulación apocalíptica, tan irracional como fallida.
Sin embargo, conservaron el libro de Daniel, con todo y sus oráculos fallidos. ¿Por qué? Porque de algún modo intuyeron que sí, que en ese extravagante libro sí está la clave para conocer la ruta de los acontecimientos futuros. Naturalmente, la clave para descifrarlos no está en interpretar o reinterpretar los oráculos que ya fallaron, sino en algo distinto, más sutil.
Y eso lo vamos a empezar a explicar dentro de dos semanas.
Por lo pronto, en la próxima nota analizaremos el otro oráculo enfocado en la guerra contra Roma que nos falta revisar: la fascinante “profecía de las Setenta Semanas”, el pasaje que muchos creen que nos da la pauta para saber cuándo vendrá el Mesías (o, desde la perspectiva cristiana, para saber que ya vino).
El pasaje del libro de Daniel que más ha obsesionado a los lectores durante casi dos mil años es el llamado Oráculo de las Setenta Semanas. La razón es obvio: una lectura rápida nos sugiere poderosamente que allí está indicada la fecha para la llegada del Mesías. En consecuencia, muchas sectas cristianas suelen citarlo como una prueba “contundente e irrefutable” de que Jesús de Nazaret es el Mesías, porque se señala su arribo en una época que sólo coincide con la de Jesús. Se agrega, lógicamente, que “los judíos no lo pueden refutar”.
El pasaje crítico dice esto: “Sabe, pues, y entiende, que desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; se volverá a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías, mas no por sí” (Daniel 9:25-26).
Y la interpretación tradicional es esta:
a) La “orden para restaurar y edificar a Jerusalén” fue dada por algún emperador medo-persa a lo largo del siglo V AEC. Generalmente, se asume que se trata del decreto de Artajerjes dado en el año 445 AEC.
b) Las “siete semanas y sesenta y dos semanas” son “semanas de años”, es decir, períodos de siete años. Por lo tanto, equivalen a 483 años en total.
c) Se dice que “después de las sesenta y dos semanas (en realidad, sesenta y nueve, ya que se acumulan las siete semanas mencionadas previamente) se le quitará la vida al Mesías”. Si partimos del siglo V AEC, entonces los 483 años se cumplen justo en el siglo I EC. Por lo tanto, es en esta época que “se le quitó la vida al Mesías”. El único que cumple con esta condición profética es Jesús de Nazaret.
Parece simple, pero no lo es tanto. Vamos a desglosar los elementos relevantes de este oráculo.
Lo primero relevante que hay que señalar es que esta idea de un oráculo organizado en “semanas” no era nueva en ningún sentido. Se trata, simplemente, de la expansión de una idea que evidentemente tuvo bastante arraigo en la tradición apocalíptica. Dicho en otras palabras, intentar dilucidar el futuro de Israel por medio de una organización simbólica del tiempo (“semanas de años”) fue algo que se intentó varias veces, y lo que encontramos en Daniel 9:20-27 es la versión más depurada de dichos intentos.
Por lo menos tenemos identificados dos estadíos previos de esta idea de oráculo basado en “semanas” simbólicas. El primero es el punto de partida: la profecía de los Setenta Años de exilio hecha por Jeremías. De hecho, el capítulo 9 de Daniel comienza con esa referencia: “En el año primero de Darío hijo de Asuero, de la nación de los medos, que vino a ser rey sobre el reino de los caldeos, en el año primero de su reinado, yo Daniel miré atentamente en los libros el número de los años de que habló el Señor al profeta Jeremías, que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén en setenta años” (versículos 1-2).
Entonces, la idea general es clara (y muy típica en la mentalidad apocalíptica): a partir de una profecía bíblica (los setenta años de exilio predichos por Jeremías), un ángel le ofrece a Daniel una suerte de ampliación del oráculo, y si Jeremías habló de setenta años de exilio, Daniel entonces hablará de setenta semanas de años (490 años). Esta idea tuvo mucho arraigo en las creencias apocalípticas judías: los oráculos de los profetas bíblicos tenían una especia de “segundo nivel de interpretación” que, supuestamente, se relacionaba o se proyectaba hacia los acontecimientos del Fin de los Tiempos. Por eso, Jeremías habla del exilio en Babilonia, pero un ángel le muestra a Daniel otra dimensión de cumpimiento, donde los 70 años pasan a ser 490 (70 veces 7), y la proyección no es a la época del final del exilio, sino a la del Fin de todo lo que conocemos.
En el lapso intermedio entre Jeremías y esta, la versión final de Daniel, hubo por lo menos un claro intento por organizar un oráculo del Fin de los Tiempos en “semanas”. Se trata de lo que hoy se conoce como los capítulos 91 y 93 del Libro de Enok, aunque lo más probable es que originalmente se tratase de un libro autónomo ciertamente atribuido a Enok, pero que los especialistas han llamado El Apocalipsis de las Diez Semanas.
En este texto, la historia de la humanidad de principio a fin (es decir, a lo que se creía que sería el fin) fue organizada en “diez semanas”, aunque en este caso la “semana” no equivale a un período de siete años, sino a un período indefinido de tiempo. En ello se nota una construcción más rudimentaria de la idea, depurada sólo hasta el Libro de Daniel.
Enok, el protagonista, dice que “yo nací en la primera semana, cuando el juicio y la justicia aún duraban”. Entonces, la “primera semana” sería la de la era de los primeros patriarcas. Luego, la “segunda semana” es descrita como una donde habrá “una gran maldad y brotará la mentira; habrá un primer final y entonces se salvará un hombre”. Es evidente que se refiere a la decadencia pre-diluviana, y el “primer final” es el Diluvio, mientras que “el hombre” que se salva es, a todas luces, Noaj (Noé). Sigue el oráculo: “… en la “tercera semana”, en su final, será elegido un hombre como vástago del justo juicio…”. Se refiere al período que culmina con la elección de Abraham. La “cuarta semana” se caracterizará porque “… en su final, tendrán lugar las visiones de los justos y los santos, y se les dará una Ley…”. Es claro que se refiere al período que culmina con Moisés y la recepción de la Torá en Sinai. Para la “quinta semana”, se dice que “al concluir, se alzará eternamente la casa gloriosa y real…”, y se refiere al período que concluye con la construcción del Templo de Salomón. De la “sexta semana” se dice que “todos los que vivan en ella serán ciegos y todos sus corazones caerán en la impiedad, apartándose de la sabiduría. En ella subirá un hombre, y en su final arderá en llamas la casa del reino, y en ella se dispersará todo el linaje de la raíz escogida”. Es evidente la alusión a la corrupción de Israel previa a las invasiones asiria y babilónica, y el “hombre” que subirá es -sin duda- Nabuodonosor, que destruirá al reino de Judá y llevará a los judíos al exilio. En la “séptima semana” no aparecen datos históricos demasiado precisos. Se dice que “surgirá una generación malvada cuyos actos serán muchos, todos ellos malignos. Al concluir serán elegidos los justos escogidos de la planta eterna y justa, los cuales recibirán sabiduría septuplicada sobre toda su creación…”. Si podemos ubicarla cronológicamente, es más bien por lo que se dice de la “octava semana”, en la que “se dará una espada para ejecutar una recta sentencia contra los violentos y en la uqe los pecadores serán entregados en manos de los justos. Al concluir adquirirán casas por su justicia. Se construirá una casa para el Gran Rey para siempre”. La frase final se refiere, seguramente, a la reconstrucción del Templo después el exilio en Babilonia. Por lo tanto, el período correspondiente a la “séptima semana” debe ser el exilio mismo, y los “justos elegidos de la planta eterna” que “recibirán sabiduría septuplicada” debe referirse a ciertos líderes espirituales de la época final del exilio o de inicios de la época de la restauración. Finalmente, el período de la “octava semana” se extendería a lo largo del siglo V AEC, hasta la conclusión de la restauración del Templo.
Las referencias claras y definidas a eventos históricos concluyen aquí. A partir de la “novena semana” lo que se dice es más bien ambiguo, y no refleja eventos ocurridos, sino expectativas que -por cierto- no se cumplieron. Dice el libro que “en la novena semana se revelará el justo juicio a todo el mundo, y todas las acciones de los impíos desaparecerán sobre la tierra, y el mundo será asignado a eterna ruina, pues todos los hombres mirarán hacia caminos de rectitud. Luego, en la décima semana, en la séptima parte, será el gran juicio eterno, en el que tomará D-os venganza de los vigilantes. El primer cielo saldrá, desaparecerá y aparecerá un nuevo cielo, y todas las potestades del cielo brillarán eternamente siete veces más. Después habrá muchas semanas innumerables, eernas, en bondad y justicia, y ya no se mencionará el pecado por toda la eternidad” (las traducciones del texto en griego y en etíope clásico son de Federico Corriente y Antonio Piñero, publicadas en el libro Apócrifos del Antiguo Testamento, volumen IV, páginas 39-157).
El hecho de que las referencias históricas concretas lleguen a la época de la reconstrucción del Segundo Templo, nos sugieren poderosamente que este texto fue elaborado en su versión original (que no se sabe si es la que tenemos) en una época tan antigua como el siglo V AEC.
Puede verse que el oráculo de Daniel 9:20-27 no era un formato literario desconocido para la apocalíptica judía. Incluso, puede decirse que era un intento por “corregir” el oráculo del libro de Enok que, evidentemente, había fallado varios siglos atrás (una situación similar a la que se detecta en las visiones de las “bestias” de Daniel 7 y 8).
Entonces, olvídémonos de que las Setenta Semanas de Daniel sean una “revelación dada por un ángel” para “conocer el futuro”. En realidad, sólo era un tipo de especulación propia del ambiente apocalíptico de la época.
Hay otro problema con la pretensión de que en Daniel 9:25-26 se habla de “la época en la que tenía que llegar el Mesías”. En realidad, allí se habla de DOS MESÍAS. Y aquí el asunto es la traducción de muchas Biblias cristianas, generalmente incorrecta o, por lo menos, ambigua.
La traducción que citamos al inicio de la nota es la de Reina Valera de 1960, y podemos ver que dice al inicio que “desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas”. Y allí se pone un punto y coma para concluir la frase. De ese modo, se crea la idea de que el texto quiere decir que “desde la salida del decreto hasta el Mesías habría sesenta y nueve semanas”, aunque por una absurda e irracional causa, el autor puso “siete semanas y sesenta y dos semanas”.
La realidad es que el texto original en hebreo dice otra cosa: “desde la salida de la orden hasta un Mesías habrá siete semanas y en sesenta y dos semanas se construirá el muro y la plaza…”.
Traduciendo la idea la “semana” como período de siete años, el texto dice que “desde la salida de la orden hasta un Mesías habrá 49 años, y en 434 años se construirá el muro y la plaza…”. Entonces aquí no se está hablando de que “el Mesías” se vaya a manifestar casi cinco siglos después de la orden para restaurar Jerusalén, sino apenas medio siglo después.
Pero luego dice: “y después de las sesenta y dos semanas se le quitará la vida a un Mesías”. Eso sí se refiere a un Mesías al final de los 434 años anunciados previamente. Por lo tanto, es evidente que se habla de DOS MESÍAS, uno que se manifiesta 49 años después de la orden para restaurar Jerusalén, y otro que… ¿muere 434 años después?
No. Allí hay otro error de traducción. El texto hebreo dice que “se cortará a un Mesías”, no que “se le quitará la vida al Mesías”. La frase “mas no por sí” que agrega Reina Valera no existe en el texto hebreo.
Lo primero que llama la atención es que Daniel nunca dice “el Mesías”, sino “un Mesías”. En el texto hebreo en cuestión, en las dos ocasiones la palabra MASHIAJ aparece sin el artículo HA. Para que pudiésemos traducir “el Mesías”, debería decir HAMASHIAJ. Al sólo decir MASHIAJ, se traduce “un Mesías”. Entonces no se está hablando de “el Mesías”, sino de “dos mesías”.
Otro detalle: es tramposo por parte de los traductores de Reina Valera de 1960 poner “el Mesías”. Todas las veces que la palabra MASHIAJ aparece en el texto bíblico, la traducen como “ungido”. Por ejemplo, en Isaías 45:1 se le dice “mesías” a Ciro el Persa, pero los traductores ponen “ungido”. Por coherencia intelectual, aquí tenían que haber puesto lo mismo, porque es exactamente la misma palabra. Sin embargo, hay un evidente intento para convencer al lector de que aquí se habla de “el Mesías” (aunque sólo diga “un ungido”).
Es una idea insustentable en el hebreo original, porque en hebreo no existe una diferencia entre “mesías” y “ungido”. Son una y la misma palabra. Entonces, la traducción correcta en Daniel 9:26 debería ser “desde la salida… hasta un príncipe ungido habrán siete semanas… y después de las sesenta y dos semanas, un ungido será cortado…”.
Y ese es el otro asunto: el texto dice “será cortado”, no “se le quitará la vida”. Ciertamente, la palabra “cortar” se puede entender como “morir”, pero también como “ser despojado”.
En resumen, el pasaje dice lo siguiente: “… desde la salida de la orden para restaurar Jerusalén hasta un príncipe ungido, siete semanas, y en sesenta y dos semanas se reconstruirá el muro y la plaza en tiempos de angustia; después de las sesenta y dos semanas, un ungido será cortado…”.
Siguiente punto: ¿cuándo se dio la orden para restaurar Jerusalén? La idea es que fue en el año 445 AEC, con el llamado “segundo decreto” de Artajerjes I. Pero eso implica un problema: 445 AEC más 483 años (las 69 semanas acumuladas) nos lleva al ño 38 EC, un año en el que Jesús no pudo morir, porque para entonces Pilato tenía dos años de haber sido destituido como Procurador Romano en Judea.
Para resolver el asunto, los cristianos fundamentalistas se han -literalmente- INVENTADO el argumento más estrafalario e irracional: hay que contar en “años bíblicos” de 360 días. Descontando esos 5 días por cada año normal y 6 por cada año bisiesto, llegamos entonces al año 32, no al 38.
Genial, pero resulta que NO EXISTE sustento alguno para hablar de ese tipo de “años bíblicos”. Se conocen diferentes tipos de calendario usados por los judíos de esa época, pero ninguna se asemeja remotamente a eso. El pretexto es que Apocalipsis 11:2 y 13:5 hablan de un período de “1260 días”, y Apocalipsis 11:3 y 12:6 hablan de un período de tres años y medio referido como “tiempo, tiempos y la mitad de un tiempo”. Entonces, se deduce que se está contando en años de 360 días para que tres años y medio equivalgan a 1260 días.
Sí, pero eso es… en Apocalipsis. En Daniel sólo una vez se usa una cifra similar, en 12:11, pero es de 1290 días. Así que es una arbitrariedad aplicar un criterio deducido de un libro en otro libro, basándose en el también arbitrario presupuesto de que “debe hablar de lo mismo”.
El argumento cristiano fundamentalista se derrumba, porque primero apuesta a que “Daniel 9:26 es una profecía que dice con toda precisión la fecha en la que debería morir el Mesías”, pero luego las cuentas no resultan tan precisas, y tienen que recurrir a un concepto -el “año bíblico de 360 días”- completamente arbitrario y sacado de la manga.
¿Cómo debe entenderse, entonces, el oráculo de las Setenta Semanas?
Lo primero que hay que hacer es respetar lo que dice el texto: en resumen, que desde la salida de la orden para retaurar Jerusalén hasta la manifestación de un “príncipe ungido” pasarán 49 años (siete semanas), y que después de otros 434 años (sesenta y dos semanas) otro ungido será “cortado” (muerto o despojado). Y, además, tomar en cuenta lo que sucede con la “semana setenta”, que -como ya vimos en la nota anterior- se refiere a la guerra entre judíos y romanos entre los años 66 al 73 (en este punto, los cristianos fundamentalistas también tienen que recurrir a un argumento sin pies ni cabeza: la “semana setenta” sigue pendiente; es decir, D-os habla en su oráculo de “490 años para que termine todo”, pero entre los años 483 y 484 de la cuenta ya hubo un paréntesis de casi 2 mil años no previsto por la supuesta profecía).
O, dicho en otras palabras, que INMEDIATAMENTE después de que el segundo ungido sea “cortado” (muerto o despojado) comenzaría la guerra entre Judea y Roma.
Empecemos por el inicio: ¿cuándo se emitió el decreto? Aquí el error es suponer que se refiere al segundo decreto de Artajerjes en el año 445 AEC. Para ese momento, Jerusalén ya estaba rehabitada, por lo que Daniel no puede referirse a ese momento. Pero tampoco hay que especular. La respuesta la ofrece el propio texto bíblico que, seguramente, el autor de Daniel 9 conocía a la perfección.
En I Crónicas 36:22-23 y en Esdras 1:1-4 está mencionado el edicto de Ciro para que comenzase la reconstrucción del Templo de Jerusalén, evento con lo que comenzó el repoblamiento de la ciudad. Y se dice claramente que la orden, en realidad, no fue de Ciro: “… para que se cumpliese la palabra del Señor por boca de Jeremías…”.
La orden para restaurar Jerusalén fue dada por D-os mismo, por medio del profeta Jeremías. Entonces, para hacer el cálculo inicial (los 49 años para la manifestación del “príncipe ungido”) hay que ubicar en qué momento fue que Jeremías anunció la restauración de Jerusalén.
Tampoco es difícil: la primera vez que Jeremías habló de ese tema está registrada en el capítulo 33 de su libro, y el propio texto nos da las referencias cronológicas. Jeremías 33:1 dice que el profeta estaba “preso en el patio de la cárcel”, y Jeremías 32:1-2 dice que eso fue cuando los babilonios tenían sitiada a Jerusalén, en el año décimo de Sedequías. II Reyes 25:2 dice que la ciudad estuvo sitiada hasta el onceavo año de Sedequías, y II Crónicas 36:11 dice que su reinado duró, justamente, once años. Entonces, Jeremías estuvo preso en el patio de la cárcel un año antes de la caída de Jerusalén, que aconteció en el año 587 AEC.
Con eso obtenemos la fecha: la orden para restaurar Jerusalén (Jeremías 33) “por boca del profeta Jeremías” se dio en el año 588 AEC. A eso hay que sumarle 49 años para ver si, efectivamente, se manifestó “un príncipe ungido”. El año es el 539 AEC, y sí, el dato es correcto: en ese año, Ciro -llamado “mi ungido” en Isaías 45:1- se convirtió en el soberano de los judios cuando derrotó a los babilonios y vino a ser el emperador en todo Oriente Medio.
Resuelto el primer punto: la “orden para restaurar Jerusalén” se da en el año 588 AEC, y el “príncipe ungido” se manifiesta 49 años después.
Ahora vamos con el otro “ungido”, el que tiene que ser “cortado” al final de la Semana 69. Curiosamente, este caso también es muy fácil de resolver. Si algunos cristianos fundamentalistas se han pasado haciendo cuentas infructuosas o inventando calendarios que nunca existieron, es porque están atorados con el error de que la Semana 70 se quedó en una especie de limbo. En realidad, no es necesario hacer demasiadas cuentas: el final de la Semana 69 está pegado al inicio de la Semana 70 (perspicaz, el muchacho…). Por lo tanto, basta con ubicar la Semana 70 para, automáticamente, ubicar el fin de la Semana 69. Y como ya vimos en la nota anterior, la Semana 70 es la que corresponde a los siete años de guerra entre Roma y los rebeldes judíos, entre los años 66 y 73.
Entonces, la Semana 69 terminó en el año 66. Ese es el año en donde, según este oráculo, “un Mesías será cortado”.
¿Sucedió algo que pueda identificarse como dicho evento? Sí. De hecho, sucedieron dos cosas que pueden aplicarse fácilmente a los dos sentidos posibles de “cortar” (despojar o matar): al inicio de las hostilidades entre judíos y romanos en el año 66, el Sumo Sacerdote (por definición, “un ungido”, porque para acceder al cargo el elegido tenía que ser ungido tal y como lo establece Éxodo 29) Matatías ben Teófilo fue depuesto (despojado) de su cargo para imponer a como nuevo Sumo Sacerdote a Pinjas ben Shmuel, partidario de los rebeldes. Él cumpliría con el anuncio de “un ungido será cortado” si entendemos eso como “despojado”.
Pero también hubo un Sumo Sacerdote fuera de funciones asesinado: Anán II, que fue “ungido” en el año 63, si bien fue depuesto casi de inmediato. Al inicio de las hostilidades, fue cruelmente ejecutado por los rebeldes, debido a su proclividad hacia Roma. En caso de que se quiera entender “un ungido será cortado” como “será muerto”, Anán II cumple los requisitos.
Listo: esos son los dos “ungidos” anunciados por el oráculo de las Setenta Semanas.
Sólo resta un problema por resolver: el asunto de los 490 años. Según Daniel 9:24, es el plazo para “terminar la rebeldía, poner fin al pecado y expiar la iniquidad, para traer la justicia eterna y sellar la visión y la profecía, y ungir al Lugar Santísimo”.
Ya mencionamos un problema con este asunto, propio de la interpretación cristiana fundamentalista: suponer que la cuenta empezó en el año 445 AEC, pero que en el 2015 todavía no terminan “la rebeldía, el pecado o la iniquidad”, ni ha llegado “la justicia eterna”, ni se ha “sellado la visión ni la profecía”, ni se ha ungido el nuevo Lugar Santísimo del Nuevo Templo.
Es decir: Daniel habla de un período de 490 años, pero ya van 2460 y el asunto sigue sin resolverse. Se pueden poner muchos pretextos, pero son sólo eso: pretextos. La cruda realidad es que donde el supuesto profeta habló de 490 años, ya pasaron casi 2500.
Pero mi explicación también presenta un problema similar: si la orden para restaurar Jerusalén la dio Jeremías en el año 588 AEC y la Semana 70 concluyó en el año 73 EC, el período total fue de 650 años. Claro, mi “error” es bastante menos grave que el de los cristianos fundamentalistas, pero sigue pareciendo un error.
Al respecto hay que explicar dos cosas. La primera es que yo no estoy partiendo de la idea de que esto es una “profecía revelada por D-os”. Por el contrario: vengo explicando que el Libro de Daniel es un texto con oráculos fallidos, así que las Setenta Semanas sólo sería otro más. En este contexto, el error en la suma de años sería muy sencillo de explicar: el autor de este anexo al libro de Daniel -ya expliqué mis razones para afirmar que se elaboró en el año 73- no tuvo a la mano la información precisa para poder calcular correctamente el tiempo que separaba el anuncio de Jeremías y la guerra entre judíos y romanos.
Y tengo un buen argumento para demostrar que su percepción del tiempo fallaba: justo en Daniel 9:1, menciona que esta supuesta visión ocurrió en el primer año del rey Darío hijo de Asuero.
Ya había señalado ese error: el Darío “hijo de Asuero” fue Darío II, que reino UN SIGLO DESPUÉS del momento en que, supuestamente, vivió Daniel. Es una pista sugerente de los vacíos de información que tuvo el autor del oráculo de las Setenta Semanas: tenía una confusión entre Darío el Grande (cuyo padre se llamó Histaspes) y Ciro el Grande (recuérdese que en Daniel aparecen invertidos en orden cronológico: primero Darío, luego Ciro, cuando en realidad fue al revés). Este autor creía que Darío habría sido rey de los judíos entre los años 539 y 530 AEC, pero además lo tenía confundido con Darío II, el hijo de Asuero, que reinó entre los años 423 y 404 AEC.
Entonces, el autor del oráculo de las Setenta Semanas está mencionando a un rey cuyo primer año de reinado fue el 423 AEC (Darío II hijo de Asuero), pero confundiéndolo con otro cuyo primer año de reinado fue el 539 AEC. Es decir: este autor se estaba comiendo un poco más de un siglo (116 años, para ser exactos). Entonces, aunque entre “la orden dada por boca del profeta Jeremías” y el fin de la guerra entre Judea y Roma hubo 650 años, la información de nuestro autor tenía un error de 116 años. Si su dato de que Daniel fue contemporáneo de Darío II hubiese sido correcto, entonces la cifra de años se reduciría a 534.
Claro, el habló de 490 años, cuando en sus cálculos lo mejor que podía obtener eran 534. O sea, 44 años de error.
La verdad es que si tomamos en cuenta los recursos con los que contó este autor, un error de 44 años en un período de 534 es sorprendente. Herodoto cometió errores mayores, y era un historiador profesional.
¿Qué es lo que tenemos, en resumen? Que el oráculo de las Setenta Semanas es otro oráculo fallido del libro de Daniel (además de sus errores de cálculo, la predicción de que al final de la Semana 70 vendría el fin de la maldad y la purificación del mundo falló rotundamente). Pero hay más: está claro que este pasaje no sirve para demostrar que “el Mesías ya vino”.
Pero sirve. ¿Para qué? Según la tradición rabínica, junto con todo el libro sirve para conocer el futuro. Entonces ¿son oráculos fallidos o no? ¿Sirven para conocer el futuro o no?
Sí. Las dos cosas. Son completamente fallidas sus predicciones, pero quien entiende el concepto rabínico del tiempo y la Historia, realmente puede descifrar mucho sobre el futuro partiendo del Libro de Daniel. Y eso lo voy a comenzar a explicar en la próxima nota.
En las notas anteriores expusimos los hechos por los cuales el libro de Daniel no debe ser considerado simplemente una colección de oráculos sobre el futuro, en cuyo caso los oráculos no serían sencillos -hasta el momento, todavía NADIE habría logrado descifrarlos correctamente-, pero como concepto general si estarían sometidos a una idea sencilla: son una serie de predicciones sobre lo que va a suceder en algún momento.
Las principales razones para descartar esta idea son tres:
1. Hay una gran cantidad de inexactitudes históricas (como el rol de Belsasar, su parentesco con Nabucodonosor, el orden cronológico en el que gobernaron Ciro el Persa y Darío el Medo, o el error de más de un siglo al ubicar a Darío el hijo de Artajerjes (en realidad, Darío II) como contemporáneo de Daniel). Si el supuesto profeta no puede describir correctamente su presente, es imposible que pueda describir correctamente el futuro.
2. Los oráculos medulares del libro están en los capítulos 8 y 11, y están claramente enfocados en la idea de que terminada la Guerra Macabea, habría de comenzar la Era Mesiánica. Sobra decir que dichos oráculos fallaron.
3. Por esa razón hay oráculos correctivos, que están en los capítulos 2, 7 y 9, y que proponen una nueva interpretación que ubica el inicio de la Era Mesiánica al final de la guerra contra Roma. Dichos oráculos también fallaron.
Por esas razones, Daniel no fue incluido en la sección de Libros Proféticos de la Biblia Hebrea (Tanaj), sino en la de Hagiógrafos o, simplemente, “escritos”. Es decir: los rabinos que aceptaron la inclusión de Daniel en la colección de libros sagrados del Judaísmo sabían que lo que este libro podía enseñarnos NO IBA EN LA DIRECCIÓN DE LOS ORÁCULOS QUE SE CUMPLEN O SE DEBEN CUMPLIR.
El Talmud lo evidencia al preguntarse cuándo habrá de cumplirse lo anunciado por Daniel, a lo que se da una respuesta escueta pero contundente: el tiempo para que todo eso se cumpliera ya pasó. Y, sin embargo, la tradición rabínica insiste: en Daniel está la clave para conocer el futuro y el momento de la llegada del Mesías.
Entonces, ¿es o no un libro de oráculos fallidos? ¿Sirve o no sirve para conocer el futuro?
Aquí el detalle medular es entender el concepto de “historia” que albergaron tanto los fariseos que marcaron las pautas de pensamiento principales de la tradición Rabínica, como los apocalípticos que escribieron el Libro de Daniel y muchos otros similares. Y es que fueron conceptos antagónicos e irreconciliables.
Para la mentalidad apocalíptica -que impregna todo el libro de Daniel- la historia es una sucesión lineal de eventos que ya están predestinados por D-os mismo y, por lo tanto, no pueden alterarse. Una vez que se le revelan al “profeta”, lo único que resta esperar es su cumplimiento. En otras palabras, se acepta que hay un destino irremediable y que nada de lo que hagamos lo puede alterar. D-os ya lo ha escrito en los cielos y su cumplimiento es sólo cuestión de tiempo.
En cambio, para la mentalidad farisea -y luego para la tradición Rabínica- la historia no está escrita y el destino no es definitivo: el ser humano tiene la capacidad de construir su vida y decidir hacia dónde quiere llevarla.
Por ello, en la Biblia Hebrea tal y como la conocemos, la profecía no es un asunto de predicciones u oráculos, sino de exhortaciones al arrepentimiento. Si se anuncian eventos futuros, es en la idea de advertir lo que va a suceder si no se toman las medidas adecuadas, no en la de anticipar un destino inevitable.
Y hay algo más: para el fariseísmo y la tradición Rabínica la historia es un proceso cíclico, y la idea concreta la da la propia Escritura: “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará, y nada hay nuevo debajo del sol. ¿Hay algo de que se puede decir: he aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido” (Eclesiastés 1:9-10)
La idea es clara: la historia se repite, el movimiento del mundo entero nos vuelve a poner exactamente en la misma situación que estuvimos -literalmente- hace siglos. Si a eso le agregamos el sentido de las exhortaciones de los profetas, entonces el mensaje es conciso y directo: en la medida en la que conozcamos qué es lo que ya fue, podemos prever qué es lo que viene por delante y, en la medida en que nuestro compromiso por corregirnos sea completo y consistente, podremos evitar los errores del pasado y construir una nueva realidad, mejorada en todo sentido, para nosotros mismos y para nuestros descendientes.
Esa es la clave en la que se tiene que entender el Libro de Daniel, y justo por ello sus errores no son un estorbo, sino todo lo contrario: son la luz que nos guía a no volver a caminar la senda que YA SE RECORRIÓ, y que en su momento NO FUNCIONÓ.
¿Cuál es esa senda?
En primer lugar y antes que nada, la expectativa irracional de que la purificación del mundo sólo puede venir después de una guerra devastadora. Esa era la idea de los judíos apocalípticos que elaboraron la versión casi definitiva de Daniel durante la Guerra Macabea, idea que se reprodujo íntegramente un poco más de dos siglos después durante la primera revuelta anti-romana.
En ambos casos, las expectativas apocalípticas fallaron.
Entonces, la primera lección es simple: esas ideas no funcionan. No vale la pena invertir ni cerebro ni corazón en ello. De hecho, en la derrota judía ante los romanos la convicción de que esa guerra devastadora era un paso necesario para llegar a la Era Mesiánica no sólo resultó equivocada, sino perniciosa en extremo: Judea quedó devastada, Jerusalén destruida, y el Templo reducido a escombros.
Pero sería muy simplón suponer que se incluyó un libro tan estrambótico como el de Daniel en la Biblia sólo para aleccionarnos sobre lo improductivas y hasta contraproducentes que pueden ser las creencias apocalípticas.
Hay más. Mucho más.
Ya dijimos que la historia es, según lo plantea el Eclesiastés, un proceso cíclico, y el texto dice de manera precisa que cada ciclo dura siglos.
Aquí es donde empiezan a aparecer los detalles interesantes del libro de Daniel: tomando en cuenta que narra la historia de un joven llevado a Babilonia durante el primer exilio -es decir: durante la época de la destrucción del Primer Templo-, pero que por otro lado incluye agregados que se hicieron hacia el año 73 -es decir: durante la época de la destrucción del Segundo Templo-, entonces tenemos claramente fijados los límites del ciclo histórico al que nos confronta el libro de Daniel: desde la destrucción de un Templo hasta la destrucción del otro.
Según la lógica bíblica, todo lo que sucedió en ese ciclo sólo está esperando el momento de repetirse.
¿Realidad o ficción? Veamos.
En un momento de la historia, el pueblo judío se vio enfrentado a una catástrofe sin precedentes: un intento definido por EXTERMINAR al Judaísmo. Fue una idea bien planificada, y en la que un sistema político implacable y que pretendía traer una “nueva era” a la humanidad -pasando por la obligada conquista del mundo-, invirtió una gran cantidad de recursos para borrar al Judaísmo de la faz de la tierra. Muchos, muchísimos judíos murieron, y su patrimonio espiritual, cultural y artístico se vio severamente afectado.
Contra todas las expectativas, el pueblo judío no sólo sobrevivió, sino que se levantó de sus cenizas y se impuso a sus enemigos. Pocos años después de estar sufriendo la peor catástrofe de su historia, se logró lo que casi nadie creía posible: la independencia. La nación judía recuperó su lugar propio y autónomo, si bien tuvo que enfrentarse a una implacable oposición por parte de sus vecinos. En sucesivas guerras, fue derrotándolos al extremo de que pudo ampliar su control territorial, y no sólo se llegó al punto donde el pequeño país judío garantizó su existencia, sino que además se convirtió en la más poderosa potencia militar de la zona, y su ejército se volvió temido y respetado. Se llegó a un esplendor político, militar, económico, social y cultural que, inevitablemente, generó una gran creatividad religiosa que provocó que el Judaísmo empezara a ser admirado por mucha gente en todo el mundo.
Claro, esto no se logró sin ayuda. En todo el proceso hubo un aliado fundamental: una gran nación ubicada en el occidente, recientemente consolidada como la más grande potencia militar del mundo, poseedora además de un admirable sistema republicano que durante los últimos siglos había forjado el mejor ejemplo de democracia. Una potencia que, con todo, tenía también sus lados oscuros: una ambición de dominio, poder y riqueza, y una obsesión incluso insana con los espectáculos. Sin embargo, estos promotores de la democracia moderna estuvieron desde un inicio al lado del pueblo judío, y los enemigos más poderosos que hubieran podido alterar el proceso de independencia de nuestra pequeña nación, se vieron obligados a aplacarse para no entrar en conflicto con un país contra el que no hubieran podido pelear.
Pues bien: no estoy hablando ni del Holocausto, ni de Hitler y los Nazis, ni de la refundación de Israel en 1948, ni de sus victorias sobre los países árabes, ni de la alianza que se tuvo desde ese momento con los Estados Unidos.
Estoy hablando de la Guerra Macabea, de Antíoco IV Epífanes y la Siria Seléucida, la independencia del Reino de Judea bajo el gobierno de Simeón Macabeo, las victorias de los Hasmoneos sobre los reinos vecinos, y la alianza que desde un inicio se tuvo con Roma.
Lo dice el texto bíblico: no hay nada nuevo debajo del sol. Lo que vemos ya ha sucedido en los siglos anteriores.
Llama poderosamente la atención que las circunstancias en las que el Reino Hasmoneo y el moderno Israel se independizaron hayan sido tan similares. Y las semejanzas no se quedan allí: basta con revisar los rasgos fundamentales de los aliados principales -Roma y Estados Unidos- para encontrarnos con un panorma desconcertante, perturbador. Veamos:
1. Roma era una república en el momento en que Judea se independizó, y tenía un enemigo en el Mediterráneo que le competía la supremacía: Cartago. Justo durante el proceso en que el Reino de Judea estaba consolidándose como la mayor potencia regional, Roma derrotó de manera definitiva a los cartagineses y con ello se convirtió en la principal potencia del mundo. Del mismo modo, cuando Israel obtuvo su independencia Estados Unidos todavía tenía una fuerte competencia en Rusia, pero al tiempo que Israel se consolidó como la mayor potencia militar en Medio Oriente, Rusia se desmoronó y Estados Unidos quedó solo como el país más poderoso en todo sentido.
2. Roma era una suerte de cultura “reciclada”: en realidad, la esencia de su cultura venía de Grecia, aunque se había dado una gran transformación en todo sentido. Mientras que los griegos fueron refinados y amantes del arte matemáticamente equilibrado, los romanos se decantaron por el concepto de espectáculo. Donde los griegos hicieron teatro, los romanos hicieron circo. Es exactamente la misma relación de los Estados Unidos con Europa: culturalmente, uno es la continuidad del otro pero transformando el refinamiento artístico en mero espectáculo. Donde los griegos hicieron ópera, los estadounidenses hicieron cine.
3. Judea llevaba ya varias décadas consolidada como nación independiente cuando Roma entró en una fase de inestabilidad que marcó el fin de la era de la República y el nacimiento del Imperio. El deterioro de las instituciones políticas romanas generó que se fueran redefiniendo dinámicas cada vez más autoritarias, que marcaron el nuevo rumbo de esa gran nación. Es exactamente lo mismo que le viene sucediendo a los Estados Unidos de unos años para acá: su modelo político y económico parece haber llegado a un punto donde es obligatoria una gran reestructuración, y los valores democráticos que se habían consolidado ahora están siendo desplazados por prácticas cada vez más autoritarias, corruptas y verticales por parte del gobierno.
4. Pese a que Roma se consolidó como la potencia militar más grande del mundo en la época de la independencia judía, siempre se topó con pared en oriente, ya que nunca pudo conquistar al Imperio Parto. Del mismo modo, el imperialismo económico estadounidense topó con pared también en oriente, al nunca lograr el sometimiento de China, el otro gran imperio económico de nuestros días.
5. Los antiguos romanos de la era imperial estaban verdadaderamente convencidos de que le hacían un favor a otras naciones al conquistarlos: los sacaban del barbarismo, los civilizaban, ponían a su alcance todas las ventajas de la modernidad, y los integraban a la Pax Romana. No es necesario redundar en el punto: es exactamente la idea que han tenido muchos líderes políticos y militares de los Estados Unidos.
¿Qué es lo que tenemos? Que los dos procesos de independencia judía se dieron en contextos históricos, políticos y religiosos muy similares.
Ahora bien: en el panorama del ciclo que comenzó con la destrucción del Primer Templo y culminó con la destrucción del Segundo, la independencia del antiguo Reino de Judea marca el inicio de la etapa final: con ella, se establecieron las diferentes tendencias del Judaísmo clásico (saduceos, fariseos, helenistas y apocalípticos) y se consolidó el poder Hasmoneo, cuyo declive propició el inicio de la dominación romana, lo cual provocó el inicio y desarrollo del nacionalismo radical que, finalmente, devino en los violentos levantamientos armados contra Roma entre los años 66 y 135.
Entonces, dado que estamos hablando de procesos históricos similares, la independencia del actual Estado de Israel debe estar ubicada en un punto similar del actual ciclo.
Cuando lleguemos al tema te doy la respuesta sobre este asunto: aunque es muy obvia la respuesta.
A mi me gustaría saber tu respuesta a la pregunta que planteas: ¿Por qué será?
Amigo, tú no sabes prácticamente nada del judaísmo, crees que es una mera religión...crees que con leer un par de mensajes míos y un par de páginas judías y con tus prejuicios nacidos en el seno de tu religión vas a comprender nuestro pueblo y todo sus componentes. Estás equivocado Beto.
Cordial saludo y bendiciones.