IV. Los primeros obispos de Roma no fueron papas, ni pretendieron ser infalibles; y muchos de los que después se arrojaron el título, ni fueron santos, ni infalibles, ni siquiera verdaderos obispos de la Iglesia de Dios.
Tenemos muchas pruebas de que los primeros obispos de Roma no pretendieron el papado para sí mismos, aun cuando el hecho de ser obispos en la Sede del Imperio Romano les confería cierta dignidad y respeto de parte de los demás obispos de la cristiandad.
Esto demuestran las mismas pastorales de los primeros obispos romanos, tales como la carta de Clemente a los corintios, en la cual no aparece ninguna pretensión de poder o dominio sobre los demás obispos.
He aquí el preámbulo y dos fragmentos de la referida carta, que prueban el carácter cristiano evangélico de aquel a quien los católicos llaman tercer papa:
"La Iglesia de Dios que mora en Roma como extranjera, a la Iglesia de Dios que mora como extranjera en Corinto; a los electos santificados en la voluntad de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo: sean cumplidas en vosotros la gracia y la paz de parte de Dios omnipotente por medio de Jesucristo"
Obsérvese que la carta no es de un "Papa", sino de una iglesia a otra hermana. ¡Cuán diferente de las encíclicas redactadas en siglos posteriores, tras la invención del papado!
Y en el cap. 32 declara:
"Todos fueron honrados, todos ensalzados, no por sí mismos, ni por sus obras y santas oraciones, sino por la voluntad de El. Pues también nosotros, escogidos por la voluntad de El en Cristo Jesús, no nos justificamos por nosotros mismos, ni por nuestra sabiduría o inteligencia o piedad, ni por las obras que hayamos realizado en santidad de corazón, sino por la fe, con la cual el todopoderoso Dios ha justificado a todos, desde el principio. A El sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (De El primer siglo cristiano, por Ignacio Errandonea S.I. Editorial Escelicer. Carta de san Clemente a los Corintios, págs. 33, 37 y 50.)
Cuando empezó a debatirse la cuestión de la dignidad de los patriarcas u obispos de las grandes capitales del Imperio, Teodosio II hizo una ley por la cual estableció que el patriarca de Constantinopla tuviese la misma autoridad que el de Roma. Los padres del concilio de Calcedonia colocan a los obispos de la antigua y nueva Roma en la misma categoría en todas las cosas, aun en las eclesiásticas.
El VI concilio de Cartago prohibió a todos los obispos se abrogasen el titulo de obispo de los obispos, u Obispo Soberano.
Ni Teodosio, ni los padres de Calcedonia, ni los de Cartago se hubieran atrevido a atentar contra las prerrogativas del obispo de Roma, si éstas hubiesen sido de origen divino y reconocidas universalmente por la Iglesia desde el principio del cristianismo, en lugar de ser una cuestión de mera dignidad humana, como ellos lo entendieron.
Algunos años más tarde, Nilo, patriarca griego, escribía al obispo de Roma: "Si porque Pedro murió en Roma cuentas como grande la Sede Romana, Jerusalén sería mucho mayor habiéndose verificado allí la muerte vivificadora de nuestro Salvador"
Otro testimonio digno de interés son las palabras del propio san Gregorio I (Un "Papa" entre 590-604 d.C.) Habiendo querido el patriarca de Constantinopla adornarse con el titulo de "obispo universal", le escribió el de Roma:
"Ninguno de mis predecesores ha consentido llevar este título profano, porque cuando un patriarca se abroga a sí mismo el nombre de universal, el título de patriarca sufre descrédito. Lejos está, pues, de los cristianos el deseo de darse un título que cause descrédito a sus hermanos" Y en sus cartas al emperador, dice: "Confiadamente afirmo que cualquiera que se llama Obispo Universal, es precursor del anticristo" Dirigiéndose al patriarca de Alejandría, Eulogio, escribe: "Os ruego que no me deis más este título... yo no deseo distinguirme por títulos, sino por virtudes. Además, no juzgo que sea un honor para mí lo que cause detrimento a la honra de mis hermanos. Mi honor es el de toda la Iglesia. Mi honor consiste en que mis hermanos no sufran en el suyo ningún detrimento. Yo recibo mayor honra cuando no se quita a nadie ningún honor... Déjense las palabras que alimentan la vanidad y hieren la caridad." (Ad Eulogium episcopum Alexandr.; ML 77, 933).
Sea cual fuere el concepto que Gregorio el Grande tuviese acerca del primado de san Pedro y la sucesión apostólica del obispado de Roma, lo cierto es que debería ser bastante diferente del de los papas posteriores, pues ¿en qué sentido juzgaba que el título de obispo universal causaba detrimento a sus hermanos obispos de otras iglesias? Si era un título legítimo, y no una exageración, todos deberían concedérselo, y él mismo aceptarlo sin reparos.
Otra prueba concluyente de que los primeros obispos de Roma no eran reconocidos sino como obispos de especial dignidad, y no como pontífices infalibles de la Iglesia, lo prueba el hecho de que tantos concilios se celebrasen sin ser convocados ni presididos por ellos, frecuentemente aun en oposición a los deseos del obispo de Roma. ¿Quién ignora que el gran Osio, obispo de Córdoba, fue quien presidió el gran concilio ecuménico de Nicea, convocado por el emperador Constantino, y redactó sus cánones? El mismo Osio, presidiendo después el concilio de Sárdica, excluyó al enviado de Julio, obispo de Roma. ¿Se quiere mayor prueba de la independencia con que obraban los grandes cristianos del siglo IV con respecto al obispo de Roma?
La primera noticia que la Historia nos ofrece sobre disciplina eclesiástica de la Iglesia Cristiana en España es una negación de las pretensiones del pontífice romano. He aquí la auténtica historia:
Basílides y Marcial, obispos de León-Astorga y de Mérida, habían claudicado durante la persecución de Galo, apostatando públicamente del cristianismo en el año 254. Por esta y otras faltas fueron depuestos de sus cargos por sus iglesias. Una vez cesó la persecución, éstas nombraron para sustituirles a Sabino y Félix. Basilides se había mostrado arrepentido al principio, y aun había rogado que se le admitiese en la Iglesia como simple laico; pero cuando fueron nombrados sus sucesores, tanto él como Marcial rehusaron someterse;
y Basílides marchó a Roma a referir el caso al obispo de la capital del Imperio, que se llamaba Esteban, quien abrazó su causa y escribió a las referidas iglesias para que admitiesen a sus antiguos pastores.
Pero las iglesias, en lugar de obedecer la orden del patriarca de Roma, escribieron a otro patriarca, al gran Cipriano, obispo de Cartago. Este convocó un concilio de 36 obispos, y después de examinado el asunto aseguraron a las iglesias españolas que la destitución y
nueva elección de pastores había sido hecha conforme a la costumbre de las iglesias cristianas y según la voluntad de Dios;
que debían desatender la injerencia de Esteban, obispo de Roma, quien, sin duda, había sido mal informado por Basílides, y que tanto éste como Marcial sólo podían ser recibidos de nuevo en la Iglesia como penitentes.
¿Habríase atrevido a tomar esta decisión y a dar semejante consejo el piadosísimo san Cipriano si él creyera, como los católicos de hoy, que el obispo de Roma era el sucesor de san Pedro, elegido por Dios para gobernar la Iglesia?
Otra disputa de san Cipriano con el Obispo de Roma, Esteban, fue sobre la validez del bautismo practicado por los herejes gnósticos y otros.
A pesar de que el obispo cartaginés reconocía una autoridad jerárquica en el obispo de Roma, debido a la tradición ya extendida en la Iglesia de su tiempo sobre el pontificado de san Pedro y la sucesión apostólica, estaba muy lejos de considerar a su compañero de Roma como un jefe infalible al estilo de los católicos de nuestros días, cuando escribía a un cristiano llamado Pompeyo:
"Te he enviado una copia de la respuesta que nuestro hermano Esteban (Obispo de Roma) ha dado a nuestra carta, al leer la cual te darás cuenta del error en que incurre al esforzarse en sostener la causa de los herejes en contra de la Iglesia de Dios; pues entre otras cosas insolentes, inconvenientes y contradictorios que ha escrito, temeraria e irreflexivamente, ha añadido ésta: Que si alguno viene a nosotros de la herejía, se siga la costumbre de la tradición, …" Ep. 74, Ad Pompeium
Y continúa replicando san Cipriano:
"¿De dónde viene la tradición? ¿Procede de la autoridad de Nuestro Señor y de los Evangelios? Dios testifica que debemos cumplir las cosas que están escritas; así lo declara en el libro de Josué: "El libro de esta ley nunca se apartará de tu boca, antes meditarás en ella de día y de noche, para que observes todos las cosas que están escritas..." ¿Qué hacemos cuando el agua de la cañería (se refiere aquí san Cipriano a la tradición) falla? Vamos a la fuente." Cf. Ad Pompeium
¿Qué les parece a nuestros lectores católicos? ¿Creía el padre de la Iglesia san Cipriano en la infalibilidad del obispo de Roma o no? Y así es el caso con otros padres, incluyendo al propio san Agustín.
Este piadoso doctor, honor y gloria de la Iglesia Cristiana, siendo secretario del concilio de Melive, escribió, entre los decretos de esta venerable asamblea:
"Todo fiel u obispo que apelase a los de la otra parte del mar, no será admitido a la comunión por ninguno en las Iglesias de Africa" Arguyen nuestros adversarios citando otras frases respetuosas de san Cipriano o san Agustín hacia el obispo de Roma. Por ejemplo: el documento redactado por el Concilio Norteafricano de Melive (s. V d.C.), dirigido a Inocencio, en el cual dice:
"Hecho esto, Señor Hermano, hemos juzgado que se debía pedir a tu santa caridad que la autoridad de la Sede Apostólica se añadiese a lo estatuido por nuestra mediocridad, para proteger la salud de muchos y reprimir también la perversidad de algunos." (Véase E. Amann, Conciles de Mileve; ML 33, 762-4.)
Nótese, empero, la autonomía con que obraban estos antiguos obispos, llamando al de Roma simplemente hermano y atreviéndose a establecer ellos mismos estatutos sobre los cuales no piden más que el visto bueno de su compañero de Roma.
Es innegable que aquí hay un respeto, pero no sujeción absoluta; y por la independencia con que obran en los asuntos eclesiásticos, es bien de suponer que de haber vivido estos grandes hombres, no en el siglo IV, cuando había en la supuesta cátedra de san Pedro obispos virtuosos, sino en el siglo XV, ante la terrible corrupción que existía en el centro orgánico de la cristiandad occidental, se habrían adelantado a Lutero en la proclamación de una Reforma religiosa y de independencia de la autoridad papas.
Que estos padres del siglo IV reconocieron, con todo, una autoridad jerárquica al obispo de Roma es cosa innegable, pero no le atribuían infalibilidad, cuando disputaban con él u obraban con una independencia que escandalizaría hoy a cualquier católico.
Sin embargo, todo el edificio del sistema católico romano descansa sobre la infalibilidad papal. Autoridad jerárquica la reconocen también los cristianos evangélicos de cada grupo en los presidentes de Convenciones, Sínodos u otras agrupaciones eclesiásticas: ya que ello es muy útil para el desarrollo de la obra y las relaciones de unas iglesias con otras. Pero infalibilidad, solamente en Cristo y los escritos de sus inmediatos testigos: Los apóstoles.
De este modo puede el cristianismo evangélico desarrollarse, renovándose constantemente, como ocurre con la misma naturaleza. En virtud de la vida divina que el Espíritu Santo imparte en las almas, los mismos fieles se multiplican en iglesias y organizaciones diversas que rivalizan mutuamente en el propósito de ser más y más leales a su común Señor; poniendo más énfasis unos grupos en un detalle; otros en otro, y oponiéndose a las corrientes de error, por alta que sea su procedencia."
El católico romano, en cambio, no puede sino acatar y aceptar lo que viene de arriba, por mucho que repugne a su conciencia o a su corazón. El estancamiento espiritual y la cauterización de la conciencia es el resultado inevitable de tal sistema.
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