Re: ¿Cuán santa o sagrada es la sangre?
Más reflexiones sobre el presente epígrafe.
La razón tiene que ver siempre con las distintas interpretaciones que unos y otros hacen de unos principios y valores fundamentales que, en abstracto y por defecto, aceptamos como autoevidentes e indiscutibles. He aquí algunos de ellos:
(Génesis 9: 4-6) “Solo carne con su alma —su sangre— no deben comer. Y, además de eso, su sangre de sus almas la reclamaré. De la mano de toda criatura viviente la reclamaré; y de la mano del hombre, de la mano de cada uno que es su hermano, reclamaré el alma del hombre. Cualquiera que derrame la sangre del hombre, por el hombre será derramada su propia sangre, porque a la imagen de Dios hizo él al hombre.
(Levítico 3:17) ”’Es un estatuto hasta tiempo indefinido para las generaciones de ustedes, en todos los lugares donde moren: No deben comer grasa alguna ni sangre alguna’”.
(Levítico 7:26) ”’Y ustedes no deben comer ninguna sangre en ninguno de los lugares donde moren, sea la de ave o la de bestia.
(Levítico 17:13) ”’En cuanto a cualquier hombre de los hijos de Israel o algún residente forastero que esté residiendo como forastero en medio de ustedes que al cazar prenda una bestia salvaje o un ave que pueda comerse, en tal caso tiene que derramar la sangre de esta y cubrirla con polvo.
(Deuteronomio 12:16) Solo la sangre no deben comer ustedes. Debes derramarla sobre la tierra como agua.
(Deuteronomio 12:23) Simplemente queda firmemente resuelto a no comer la sangre, porque la sangre es el alma y no debes comer el alma con la carne.
(Hechos 15:20) sino escribirles que se abstengan de las cosas contaminadas por los ídolos, y de la fornicación, y de lo estrangulado, y de la sangre.
(Hechos 15:29) que sigan absteniéndose de cosas sacrificadas a ídolos, y de sangre, y de cosas estranguladas, y de fornicación. Si se guardan cuidadosamente de estas cosas, prosperarán. ¡Buena salud a ustedes!”.
(Hechos 21:25) En cuanto a los creyentes de entre las naciones, hemos enviado [aviso], habiendo dictado nuestra decisión de que se guarden de lo sacrificado a los ídolos así como también de la sangre y de lo estrangulado y de la fornicación”.
Para entender esos dos niveles que tiene cualquier moral –el de los grandes principios y el de las interpretaciones concretas– siempre me ha venido bien la explicación que hace de ello Richard Hare, un filósofo analítico hoy bastante olvidado.
En un libro titulado “Moral Thinking”, Hare distingue entre los que él llama “principios prima facie” y los principios de “Laicidad y Religión” sobre los “20 principios críticos”.
Los primeros son simples y generales, inespecíficos; proceden, a su juicio, de la intuición. Los principios críticos, en cambio, pueden ser muy específicos, porque se aplican sólo a casos o situaciones concretas como el que aquí nos ocupa acerca de la prohibición específica a comer “sangre”. El conflicto aparece, en realidad, cuando se pretende otorgar el rango de principio prima facie a uno demasiado específico para encajar en dicho nivel, como el que aquí se defiende por el lado de nuestros detractores, como es el de hacer “encajar” un principio de duración indefinida, en otro que lo desvaloriza totalmente y lo hace inoperante en tiempo y sacralidad específicas.
La diferencia entre “prohibir” y “no prohibir” es bastante clara. Ahora bien, ¿Existe alguna excepción a la regla de no “comer sangre” algo que justifique poder hacerlo? ¡De ninguna manera! Al menos desde el punto de vista de Dios, no del hombre. Nunca siquiera se insinuó algún subterfugio que diera base para creer que, en ciertas circunstancias, Jehová no aplicaría la pena capital al infractor con alguna base argumental que le eximiera de la sentencia que sobre él pesaba. Caso contrario el del mandato claro y contundente –aun en caso de “matar” de manera accidental a otro semejante– conllevaba un, digamos, ritual que debía cumplirse con exactitud para evitarse problemas de morir a manos de algún varón que demandara cierta “venganza” de su ser querido y también tenía que respetar dichos arreglos que Jehová estableció en la “Ciudad de Refugio” en el antiguo Israel. Pero en el caso específico de la sangre no había atenuantes ni argucias que sirvieran para restarle importancia al respeto por la santidad de la vida humana, señalada por Dios en la “sangre”, de manera representativa, de todas las criaturas de la Tierra.
Sobre el “no comer sangre” en general no hay desacuerdo. Sí lo hay, y mucho, cuando el no “no comer sangre” especifica e incluye algunas excepciones, la mayoría de ellas personales acerca de lo que la misma Ley de los hombres interpreta según el país en que se ejecute, sobre la concepción que se tiene de la preservación de la vida humana (aunque en caso de guerra otros ideales revientan que justifican el irrespeto a la vida en aras de respetar otras). De ahí la dificultad de llegar a acuerdos sobre normas morales demasiado específicas que, casi siempre y según algunas circunstancias, se dejan de lado por la Autoridad Civil encargada de juzgar ciertas costumbres de índole religiosa.
Una moral laica, en cambio, no interpreta en términos tan contundentes el valor inalienable de la vida de cada persona. Ve un conflicto entre el derecho a decidir por uno mismo, derivado de la autonomía individual, y el valor superior de esa vida en general. El conflicto entre creyentes no fieles a la ortodoxia de las iglesias y no creyentes, sobre temas tan recurrentes como el aborto o la eutanasia, se sustenta en esa disparidad en la interpretación del valor de la vida.
Para unos, ese valor es superior a cualquier otro, incluido el valor de la libertad de quien no quiere seguir viviendo si para ello tienen que renunciar a sus más sagrados deberes para con Dios. Para otros, hay que ponderar en cada caso si el valor de la autonomía y libertad individual, puede estar por encima de lo que considera necesario para la preservación de su propia vida.
Esa apertura a la ponderación, a la duda, en definitiva, sobre qué valor es más importante aplicar en un determinado momento, debe prevalecer en cada caso en particular, siempre y cuando se analicen todos los elementos y reglamentaciones que sobre el tema se alude en las Escrituras. En el trasfondo de la acusación yace el convencimiento —jamás oculto— de quien no está en posición de criticar lo que no comprende a plenitud, más sí consciente de su decidido y recalcitrante rechazo al derecho ajeno por decidir cuál ruta escoger sin estorbos, que le permita el derecho que le asiste para tomar una decisión. Que en el acto intervienen otras ideologías que desmerecen por completo las posturas más “extremas”, es el que impera de manera definitiva para emitir juicio condenatorio sobre los que optan por estas alternativas en su forma de adorar, que no admite casuísticas ni consideraciones contingentes.
De lo problemático que resulta –desde el punto de vista humano– atribuir a una supuesta Voluntad Divina la distinción entre el bien y el mal dan buena cuenta las “diatribas” de los teólogos medievales para intentar justificar ciertos episodios bíblicos (como el sacrificio de Isaac), claramente condenable desde el punto de vista de la racionalidad humana, pero presentados en los Textos Sagrados como mandato de Dios coincidente al valor de la obediencia. Muchos han salido al paso tratando de “defender” a Dios alegando que, de hecho, la intención divina al ordenar el sacrificio del primogénito del Patriarca, no era el sacrificio como tal, sino poner a prueba la fidelidad de Abraham y su disposición sin trabas a obedecer el mandato Divino y, desde esta perspectiva, la razón les asiste. Sólo así se resolvía la incoherencia entre la orden recibida del mundo espiritual y la moralidad humana del mundo terrenal. Y es bajo este marco de circunstancias que dicho ejemplo nos puede guiar para determinar en qué momento debemos optar por la obediencia a Dios por encima de nuestra propia conservación de la vida; argumento este empleado como principal ariete ideológico que ha dificultado en grado sumo, llegar a un consenso definitivo en el presente epígrafe.
El ejemplo de esa fe inquebrantable que demostró Abraham ante la Divinidad es lo que nos debe asegurar nuestra segura postura de estar dispuestos a sacrificarnos o a “sacrificar” una vida en aras del respeto a quien de seguro puede devolvérnosla cuando lo estime conveniente. El mundo irracional jamás entenderá este tipo de fe. Aquí en este foro lo saben pero lo critican. Ahora bien, que no sea la prohibición a “comer sangre” motivo para ellos que amerite el sacrificio de la vida; esa es su interpretación. Esa es su convicción y, además, su derecho.
Pero es inútil fomentar la razonabilidad si los medios de comunicación de la presente sociedad netamente materialista no contribuye a ello. Si los medios se limitan a “informar” de lo que piensan o dicen unos y otros, escogiendo para ello a quienes representan las posturas más extremas y vociferantes (no representativas, por su parte, de la realidad religiosa, no así social), no están fomentando la razonabilidad sino más bien la exacerbación colectiva. En esta diaria lucha sin “cuartel” el que piensa en la apuesta por la tolerancia mutua, es quien más pierde como creyente en principios totalmente desconocidos para el mundo, pues se le exige que renuncie a más cosas, incluso se le está pidiendo que acepte como moralmente legítimas, decisiones que repugnan a su fe y que comprometen su relación con Dios.
Es cierto, cuanto más restrictivo es el pensamiento humano, más difícil le será dar por buenas las opiniones abiertas y laxas de sus conciudadanos. Pero en ética y moral, el problema tiene una única solución: sólo es una obligación moral lo que es universalizable, no desde el fanatismo (El nazi Adolf Eichman creyó universalizable el exterminio de los judíos que contribuyó a ejecutar), sino desde una abierta razonabilidad. Por eso conviene profundizar en ese valor, tanto para ponerlo en práctica como para evitar que sea la discusión no “razonable” la que, de hecho, articule los más enconados principios que se esgrimen y lanzan a diario y al calor impropio de una infame contienda ideológica, para socavar las bases fundamentales que dan forma a la identidad que nos distingue, ante un mundo incrédulo a pesar de su excesiva religiosidad, cuyo propósito ha sido y es, de manera indiscutible, precipitarse velozmente hacia su propia destrucción y ruina volitivas.
Un caluroso saludo.