Pacifismo
César Vidal
Cuando yo me convertí – hace de esto más de un cuarto de siglo – ser pacifista pasaba por la objeción de conciencia al servicio militar. Para cualquiera que tenga memoria resultara fácil recordar que los objetores de conciencia en este país se contaban apenas por decenas y que en las iglesias evangélicas bastaban los dedos de las dos manos para hacer la cuenta de todos ellos.
Por supuesto, en esa época hicieron el servicio militar - ¡en el ejército de Franco! – todos los progres y pacifistas que estos días veo clamar contra la guerra de Irak y esa circunstancia no excluyo en absoluto a los miembros de las iglesias que ahora han descubierto repentinamente que en su interior mora un pacifista que, eso sí, ha tardado en salir décadas.
Algunos años después, cuando ya existía una democracia y la objeción de conciencia era un derecho reconocido por la constitución, recuerdo haber recorrido infinidad de instancias eclesiales en solicitud de que apoyaran un escrito, redactado en los términos más moderados que se pueda pensar, donde se solicitaba la mejora de una ley que era, francamente, infame. Recuerdo haber contemplado pocas veces en mi vida tantas miradas desviadas hacia otro lado para no encontrarse con la mía, tantos labios retorcidos en rictus de malestar (sí, del tipo ese de “chico, ¿porqué no te dedicas a otra cosa y dejas de tocarnos las narices?”) y tan pocas nueces. Salvo un par de firmas (“a título personal, ¿eh?” me insistieron), nadie estaba por ayudar a los pacifistas. Ésta fue mi experiencia en relación con las normas sobre la objeción de conciencia.
Rehúso contar el episodio sobre el referéndum de la NATO porque no sé si rompería a reír a carcajadas o me pondría a llorar. Pasaron, sin embargo, los años y hete aquí que el pacifismo ha resucitado. No entro en las motivaciones y comportamientos de una oposición política que ha decidido en los últimos tiempos asumir las tesis más disparatadas, sustituir el parlamento por la calle y boicotear a gritos los actos de sus adversarios políticos. Las urnas decidirán.
Sí me produce una pena inmensa el sospechar que nuestras reacciones como pueblo, como colectivo, como individuos derivan más de un ir siguiendo la corriente que de un asumir posiciones a partir de la Biblia. Históricamente, el protestantismo ha albergado en su seno desde posturas radicalmente pacifistas como la de los cuáqueros a otras que permiten la guerra en determinadas condiciones como las de los reformadores. Lo menos que debería esperarse de nosotros es que tanto si asumimos una como otra lo hagamos por convicción y no por seguir la última moda que es – confieso que lo temo – lo que nos está sucediendo en buena parte. La objeción de conciencia era peligrosa hace treinta años y se optó por el silencio y la erradicación; hoy, se considera que jugar al pacifista queda mejor y, de repente, no son pocos los que han descubierto que Estados Unidos es un país perverso, por supuesto mucho más que el Irak de Saddam Hussein, la Palestina de Arafat o la Libia de Gadafi.
En ambas posiciones encuentro una deplorable falta de reflexión cristiana. No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que además de hacer referencia a lo perversos que pueden ser los atacantes se haya articulado algún mecanismo de ayuda a los exiliados de la dictadura que será atacada y que tiene un verdadero record de huídos: cinco millones sobre treinta.
No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que estuviera entre los pacifistas ni uno solo de los que ahora veo tras la pancarta – en sentido real y en sentido figurado: los que no eran pacifistas hace un cuarto de siglo, los que abogaban por la guerra revolucionaria, los que a pesar de todo eso vistieron el uniforme en el ejército de Franco, los que han defendido (y defienden) las más diversas dictaduras – siempre que sean de izquierdas, por supuesto – los que viven de sustanciosas subvenciones pagadas de nuestros impuestos ni - ¡oh, prodigio de prodigios! – a personas que, en nuestros medios, temían hace años a los pacifistas como a una plaga bíblica y que ahora cuando ya no implica ningún coste, cuando queda progre, cuando hasta parece mono han descubierto su vocación de pacifistas. No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que se haya convocado a reuniones de oración por el gobierno que nos rige y por otros, obedeciendo los mandatos contenidos en la Biblia, para que tengan luz en sus decisiones.
No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que se haya recordado públicamente que la paz tan pedida no puede ser hallada por medios humanos siquiera porque la única paz verdadera es la que procede de Cristo. En fin, quizá se trata sólo de que tengo mala memoria y todos estuvieron y yo nunca, absolutamente nunca, me enteré.
César Vidal Manzanares es un conocido escritor, historiador y teólogo.
© C. Vidal, 2003, España. I+CP (www.ICP-e.org)
César Vidal
Cuando yo me convertí – hace de esto más de un cuarto de siglo – ser pacifista pasaba por la objeción de conciencia al servicio militar. Para cualquiera que tenga memoria resultara fácil recordar que los objetores de conciencia en este país se contaban apenas por decenas y que en las iglesias evangélicas bastaban los dedos de las dos manos para hacer la cuenta de todos ellos.
Por supuesto, en esa época hicieron el servicio militar - ¡en el ejército de Franco! – todos los progres y pacifistas que estos días veo clamar contra la guerra de Irak y esa circunstancia no excluyo en absoluto a los miembros de las iglesias que ahora han descubierto repentinamente que en su interior mora un pacifista que, eso sí, ha tardado en salir décadas.
Algunos años después, cuando ya existía una democracia y la objeción de conciencia era un derecho reconocido por la constitución, recuerdo haber recorrido infinidad de instancias eclesiales en solicitud de que apoyaran un escrito, redactado en los términos más moderados que se pueda pensar, donde se solicitaba la mejora de una ley que era, francamente, infame. Recuerdo haber contemplado pocas veces en mi vida tantas miradas desviadas hacia otro lado para no encontrarse con la mía, tantos labios retorcidos en rictus de malestar (sí, del tipo ese de “chico, ¿porqué no te dedicas a otra cosa y dejas de tocarnos las narices?”) y tan pocas nueces. Salvo un par de firmas (“a título personal, ¿eh?” me insistieron), nadie estaba por ayudar a los pacifistas. Ésta fue mi experiencia en relación con las normas sobre la objeción de conciencia.
Rehúso contar el episodio sobre el referéndum de la NATO porque no sé si rompería a reír a carcajadas o me pondría a llorar. Pasaron, sin embargo, los años y hete aquí que el pacifismo ha resucitado. No entro en las motivaciones y comportamientos de una oposición política que ha decidido en los últimos tiempos asumir las tesis más disparatadas, sustituir el parlamento por la calle y boicotear a gritos los actos de sus adversarios políticos. Las urnas decidirán.
Sí me produce una pena inmensa el sospechar que nuestras reacciones como pueblo, como colectivo, como individuos derivan más de un ir siguiendo la corriente que de un asumir posiciones a partir de la Biblia. Históricamente, el protestantismo ha albergado en su seno desde posturas radicalmente pacifistas como la de los cuáqueros a otras que permiten la guerra en determinadas condiciones como las de los reformadores. Lo menos que debería esperarse de nosotros es que tanto si asumimos una como otra lo hagamos por convicción y no por seguir la última moda que es – confieso que lo temo – lo que nos está sucediendo en buena parte. La objeción de conciencia era peligrosa hace treinta años y se optó por el silencio y la erradicación; hoy, se considera que jugar al pacifista queda mejor y, de repente, no son pocos los que han descubierto que Estados Unidos es un país perverso, por supuesto mucho más que el Irak de Saddam Hussein, la Palestina de Arafat o la Libia de Gadafi.
En ambas posiciones encuentro una deplorable falta de reflexión cristiana. No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que además de hacer referencia a lo perversos que pueden ser los atacantes se haya articulado algún mecanismo de ayuda a los exiliados de la dictadura que será atacada y que tiene un verdadero record de huídos: cinco millones sobre treinta.
No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que estuviera entre los pacifistas ni uno solo de los que ahora veo tras la pancarta – en sentido real y en sentido figurado: los que no eran pacifistas hace un cuarto de siglo, los que abogaban por la guerra revolucionaria, los que a pesar de todo eso vistieron el uniforme en el ejército de Franco, los que han defendido (y defienden) las más diversas dictaduras – siempre que sean de izquierdas, por supuesto – los que viven de sustanciosas subvenciones pagadas de nuestros impuestos ni - ¡oh, prodigio de prodigios! – a personas que, en nuestros medios, temían hace años a los pacifistas como a una plaga bíblica y que ahora cuando ya no implica ningún coste, cuando queda progre, cuando hasta parece mono han descubierto su vocación de pacifistas. No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que se haya convocado a reuniones de oración por el gobierno que nos rige y por otros, obedeciendo los mandatos contenidos en la Biblia, para que tengan luz en sus decisiones.
No recuerdo – y espero que se me perdone si paso a alguien por alto – que se haya recordado públicamente que la paz tan pedida no puede ser hallada por medios humanos siquiera porque la única paz verdadera es la que procede de Cristo. En fin, quizá se trata sólo de que tengo mala memoria y todos estuvieron y yo nunca, absolutamente nunca, me enteré.
César Vidal Manzanares es un conocido escritor, historiador y teólogo.
© C. Vidal, 2003, España. I+CP (www.ICP-e.org)