EL ESPÍRITU SANTO (I)
Pronunciada en Jerusalén sobre: «Y en el Espiritu Santo, Paráclito, que habló por los profetas». La lectura se toma de I Cor 12,1-4: «En cuanto a los dones espirituales no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia...». Y, más adelante: «Hay diversidad de carismas, pero el Espiritu es el mismo» (12,4), etc.(1).
1. Verdaderamente necesitamos de la gracia espiritual para hablar del Espíritu Santo, aunque nunca estaremos a la altura de la cuestión, pues es imposible. Intentaremos, sin embargo, exponer con naturalidad lo que sacamos de ello en la Sagrada Escritura. En los Evangelios se habla de un gran temor cuando Cristo dice abiertamente: «Al que diga una palabra contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro» (Mt 12,32)(2). Y hay que temer seriamente que alguien, al hablar por ignorancia o por una mala entendida piedad, se gane la condenación. Cristo, juez de vivos y muertos, anunció que un hombre tal no obtendrá el perdón. Y si alguien le ofende, ¿qué esperanza le queda?
Hablaremos de lo que sobre el Espíritu Santo se dice en la Escritura
2. Es necesario el don de la gracia de Jesucristo, tanto para que nosotros hablemos adecuadamente como para que vosotros oigáis con inteligencia. Pues la inteligencia penetrante no es necesaria sólo para los que hablan, sino también para los que oyen, de modo que no suceda que éstos oigan una cosa y torcidamente entiendan otra. Hablaremos, pues, nosotros del Espíritu Santo sólo lo que está escrito y, si algo no está escrito, que la curiosidad no nos ponga nerviosos. Es el mismo Espíritu Santo el que habló por las Escrituras: él dijo de sí mismo lo que quiso o lo que pudiéramos nosotros entender. Así pues, digamos las cosas que fueron dichas por él, pues con lo que él no dijo no nos atreveremos.
Presente ya desde antiguo, es igual en dignidad al Padre y al Hijo
3. Hay un solo Espíritu Santo Paráclito. Y del mismo modo que hay un solo Dios Padre, y no hay un segundo Padre, y sólo un Hijo unigénito, que no tiene ningún otro hermano, así existe un solo Espíritu Santo, y no existe otro Espíritu Santo que sea igual en honor a él(3). Es, por tanto, el Espíritu Santo, la máxima potestad, realidad divina e inefable. Pues vive y es racional, santificador de todas las cosas que Dios ha hecho por Cristo. El ilumina las almas de los justos. El está también en los profetas y también está, en la nueva Alianza, en los Apóstoles. Odieseles a quienes tienen el atrevimiento de aislar la acción del Espíritu Santo. Pues hay un solo Dios Padre, Señor de la antigua y de la nueva Alianza. Y un solo Señor, Jesucristo, que profetizó en la antigua y ha venido en la nueva. Y un sólo Espíritu Santo que anunció por los profetas a Cristo y que, después que Cristo llegó, lo mostró(4).
Ni se habla de tres dioses ni deben separarse Padre, Hijo y Espíritu Santo
4. Por tanto, nadie separe la antigua de la nueva Alianza: que nadie diga que uno es allí el Espíritu, mientras que aquí lo es otro diferente(5), pues ofende así al mismo Espíritu Santo, a quien se tributa honor juntamente con el Padre y el Hijo y que queda, en el bautismo, incluido dentro de la Santa Trinidad. Pues el mismo Hijo unigénito de Dios dijo claramente a los apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19)(6). Nuestra esperanza está puesta en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No anunciamos tres dioses. Callen, pues, los marcionitas(7), porque, juntamente con el Espíritu Santo, por medio de un único Hijo, predicamos un único Dios. La fe es indivisa y la piedad es inseparable(8). Ni separamos la Santísima Trinidad, como hacen algunos, ni hacemos, como Sabelio, una confusión(9). Sino que reconocemos piadosamente a un Padre único, que nos envió un Salvador, el Hijo, Reconocemos a un Hijo, único, que prometió que enviaría desde el Padre al Paráclito (cf. Jn 15, 26). Reconocemos al Espíritu Santo, que habló por los profetas y en Pentecostés descendió sobre los apóstoles en una especie de lenguas de fuego (Hech 2, 3), en Jerusalén, en la iglesia de los apóstoles, la de arriba(10). Aquí tenemos toda clase de prerrogativas. Aquí Cristo y el Espíritu Santo descendieron de los cielos. Y era muy conveniente que, del mismo modo que las cosas que se refieren a Cristo y al lugar del Gólgota las decimos en el mismo Gólgota, así también hablásemos del Espíritu Santo en la iglesia de arriba. Pero puesto que el que allí descendió participa de la gloria del que aquí fue crucificado, por eso es en este lugar donde hablaremos del que allí bajó. El culto piadoso no admite separación.
Expondremos las herejías
5. El propósito es, pues, decir algunas cosas sobre el Espíritu Santo. No, desde luego, exponer detalladamente su persona(11), pues es cosa imposible, sino señalar, acerca de él, diversas aberraciones de algunos para que no seamos, ignorándolas, arrastrados por ellas. También queremos delimitar los caminos del error para que avancemos por un camino real. Y si examinamos con cautela algo de lo que ha sido dicho por los herejes, caiga de nuevo sobre sus cabezas, pero permanezcamos inmunes, tanto nosotros los que hablamos como vosotros que escucháis.
6. Pues los más impíos herejes en todas las materias afilaron también su lengua en contra del Espíritu Santo atreviéndose a decir cosas infames, como escribió Ireneo en sus libros Contra las herejías(12). Algunos no temieron decir que ellos mismos eran el Espíritu Santo. El primero de los cuales es Simón, al que los Hechos de los Apóstoles llaman «Mago». Una vez expulsado, no dudó en enseñar tales cosas(13). Los llamados «gnósticos» son también impíos y han dicho otras cosas en contra del Espíritu, y asimismo han hablado perversamente los valentinianos(14). Pero el criminal Manes se atrevió a decir de sí mismo que era el Paráclito enviado por Cristo. Según los profetas o el Nuevo Testamento, ha habido quienes se imaginaban que unos y otros eran el Espíritu Santo. Su error —o más bien su blasfemia— son muy grandes. A tales hombres, por tanto, ódialos y huye de los que blasfeman contra el Espíritu Santo, para los cuales no hay remisión. ¿Cómo te vas a unir a los que carecen de toda esperanza, tú que ahora has de ser bautizado también en el Espíritu Santo? Si al que se une a un ladrón y realiza correrías con él se le somete a suplicio, ¿qué esperanza habrá de tener quien se enfrenta al Espíritu Santo?
Contra los marcionitas y los gnósticos
7. Odiese también a los marcionistas, que separaron del Nuevo Testamento las palabras del Antiguo. El primero de ellos fue Marción(15), hombre alejadísimo de Dios, que afirmó la existencia de tres dioses. Al ver insertados en el Nuevo Testamento los testimonios de los profetas acerca de Cristo, los suprimió para privar al Rey de estos testimonios(16). Odiese a los que ya mencionados gnósticos, como a ellos les gusta llamarse, pero que están llenos de ignorancia(17). Hicieron sobre el Espíritu Santo afirmaciones que yo no tendría ahora el atrevimiento de recordar.
Contra los montanistas
8. Ódiese a los de la Frigia inferior y a Montano y sus dos profetisas, Maximila y Priscila(18). Pues Montano, fuera de sí y delirante —y no hubiera dicho lo que dijo si no hubiese estado loco—, se abrevió a proclamarse a sí mismo como el Espíritu Santo. Hombre muy abyecto, baste decir, por respeto a las mujeres que aquí están, que estaba cubierto de toda impureza y lascivia. Habiendo ocupado Pepusa, un lugar muy pequeño de Frigia al que dio el falso nombre de Jerusalén, degollaba a los hijos pequeños de algunas mujeres despedazándolos en banquetes criminales. Por este motivo hasta tiempos recientes, en que la persecución se ha ido calmando, estábamos nosotros bajo sospecha de estos crímenes. La razón es que los montanistas, aunque falsamente, eran llamados con nuestro mismo nombre de cristianos. Como digo, se atrevió a llamarse a sí mismo Espíritu Santo, a pesar de rebosar impiedad y crueldad y estar sujeto a una imperdonable condena.
Contra los maniqueos(19)
9. A éste hay que añadir, como anteriormente se dijo, al muy impío Manes, el cual acumuló los vicios de todas las herejías. Siendo él mismo el más profundo abismo de perdición y reuniendo en sí los delirios de todos los herejes juntos, elaboró y propagó el más reciente de los errores. Se abrevió a decir también que él era el Paráclito que Cristo había prometido que enviaría. Y puesto que el Salvador, prometiéndolo, decía a los apóstoles: «Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). ¿Qué, pues? ¿Acaso, cuando ya habían muerto hacía doscientos años, estaban esperando a Manes los apóstoles para ser revestidos de poder? ¿Quién tendrá la osadía de decir que no se llenaron ya del Espíritu Santo? Pues está escrito: «Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo?» (Hech 8, 17). ¿Es que no sucedió esto antes de Manes, y muchos años antes de él, cuando el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés?