. Reconoced a los que tienen opiniones erradas con respecto a la gracia de Jesucristo que ha venido a vosotros, viendo cuán contrarios son a la voluntad de Dios: pues no se preocupan para nada de la caridad, no les importan ni la viuda, ni el huérfano, ni el atribulado, ni se preocupan de que uno esté en prisiones o libre, hambriento o sediento.
Se apartan de la Eucaristía y de la oración, pues no confiesan que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo con la que padeció por nuestros pecados, la cual resucitó el Padre en Su bondad. Así pues, los que contradicen al don de Dios, perecen en sus disquisiciones. Mejor les fuera tener amor, para que pudieran compartir la resurrección. Por tanto, es conveniente apartarse de tales y no hablar de ellos ni en privado ni en público, prestando en cambio atención a los profetas y particularmente al Evangelio, en el cual se nos hace patente su Pasión y vemos cumplida su Resurrección. Huid de toda división como de origen de males.
Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de ancianos (presbiteros) como a los Apóstoles. En cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de Dios. Que nadie sin el obispo haga nada de lo que atañe a la Iglesia. Sólo aquella Eucaristía ha de ser tenida por válida que se hace por el obispo o por quien tiene autorización de él. Dondequiera que aparece el obispo, acuda allí el pueblo, así como dondequiera que esté Jesucristo, allí está la Iglesia Católica. No es lícito celebrar el bautismo o la eucaristía sin el obispo, pero lo que él aprobare,
eso es también lo agradable a Dios, a fin de que todo cuanto hagáis sea firme y válido.