Cap. 19:11-21. "Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo
montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como
llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que
ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su
nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino
finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada
aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el
lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su
muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Y vi a
un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que
vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que
comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus
jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes. Y vi a la bestia, a los
reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el
caballo, y contra su ejército. Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que
había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que
recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos dos fueron
lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron
muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves
se saciaron de las carnes de ellos".
Este magnífico pasaje describe el gran suceso que ocupa un lugar tan prominente en la
profecía del Nuevo Testamento, la Parusía, o la venida en gloria del Señor Jesucristo.
Viene del cielo; viene en su reino; "había en su cabeza muchas diademas"; viene con
sus santos ángeles; "le siguen los ejércitos del cielo"; viene a ejecutar juicio sobre sus
enemigos; viene en gloria. Puede preguntarse: ¿Por qué es colocada la Parusía
después del juicio de la ciudad ramera, y no antes? Debe recordarse que es un poema,
más bien que una historia, lo que ahora estamos leyendo; un drama, más bien que un
diario de transacciones, y que no hay ningún libro en el que el efecto poético y
dramático sea más estudiado que Apocalipsis. A menudo, estas visiones episódicas
son sacadas de su estricto orden cronológico para que puedan ser presentadas con
mayores detalles y puedan hacer una adecuada impresión en la mente del lector.
Al mismo tiempo, no admitimos que haya un anacronismo en el lugar que ocupa la
Parusía. Si examinamos el discurso profético en el Monte de los Olivos,
descubriremos el mismo orden de sucesos. Es inmediatamente después de la gran
tribulación cuando aparece en el cielo la señal del Hijo del hombre, y "ven al Hijo del
hombre viniendo en las nubes del cielo con poder y gran gloria" (Mat. 24:29,30).
La escena representada en esta visión es ese mismo suceso. El Señor Jesús es
"manifestado desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego,
para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen
al evangelio de nuestro Señor Jesucristo" (2 Tes. 1:7,8).
La secuela del capítulo relata la victoria del Cordero sobre los enemigos de su causa.
Un ángel de pie en el sol llama a todas las aves del cielo a saciarse de los cadáveres de
los que han de morir en el conflicto venidero. Los ejércitos de la bestia y sus poderes
aliados se congregan para hacer la guerra al Mesías. Los dos entran en combate, y los
enemigos de Cristo son derrotados. La bestia es tomada prisionera, y con ella el falso
profeta que gobernaba en su nombre. "Estos dos fueron lanzados vivos dentro
de un lago de fuego que arde con azufre", mientras que sus seguidores perecen
"con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo".
Si se pregunta: ¿Qué representan estos símbolos?, la respuesta es: Seguramente
ningún conflicto literal con armas carnales. No es sobre ningún campo de batalla
sobre terreno literal que el Redentor glorificado y sus legiones celestiales se enfrenta a
las huestes combinadas de la tierra y el infierno. No podemos ir a las páginas de
Josefo o de Tácito, o de ningún otro historiador, en busca de los sucesos que
corresponden a estos símbolos. En ellos leemos dos grandes verdades: Cristo debe
vencer; sus enemigos deben perecer. Sin embargo, hay una porción de hecho histórico
en este simbolismo. Así como en la representación simbólica de la gran ramera
encontramos el hecho histórico de la destrucción de Jerusalén, en esta captura y
ejecución de la bestia y su congénere encontramos el hecho histórico de la destrucción
de Nerón y su lugarteniente, o delegado, en Judea. Éste es el núcleo de hecho histórico
en el centro de la visión. Jerusalén, la ciudad ramera, pereció en fuego y sangre. Tanto
Nerón, el rey bestia, el sanguinario perseguidor de los cristianos, como Gesio Floro, el
tirano que incitó a la rebelión a los infelices judíos, murieron violentamente. Estos
sucesos eran en realidad juicios divinos, previstos y predichos mucho antes de que
ocurriesen, y escritos con espeluznantes detalles en las páginas de la historia, visibles
y legibles para siempre. Estos son los hechos históricos presentados en toda la pompa
y el esplendor de imágenes simbólicas en Apocalipsis. Los símbolos eran dignos de
los hechos, y los hechos son dignos de los símbolos. No hay duda de que aquí hay
algo de anacronismo. En la visión, la muerte de Nerón es colocada después del juicio
de Jerusalén, aunque en realidad precedió a ese suceso por dos años o más. Como
hemos observado antes, algo hay que conceder a la licencia poética. En una epopeya,
un drama, o una visión, es irrazonable exigir una estricta secuencia cronológica.
Ahora bien, el Apocalipsis está compuesto con consumado arte. Como observó Henry
More hace mucho tiempo: "Jamás libro alguno fue escrito con tal arte como este de
Apocalipsis, como si cada palabra hubiese sido pesada en balanza antes de ser
escrita". El efecto dramático es ciertamente aumentado en gran manera por el hecho
de haber colocado donde están la captura y el castigo de la bestia". El primero y más
prominente lugar se le asigna naturalmente a la ciudad ramera, y el vidente, habiendo
comenzado con el juicio de ella, lo lleva a su consumación final. Luego, el vidente
regresa a la bestia, y presenta su destino; y por fin, en el capítulo veinte, procede a
describir el castigo infligido a la tercera potencia hostil, el dragón.
Hay, sin embargo, otra respuesta al cambio de anacronismo. Vale la pena considerar si
la escena entera de la gran batalla y la victoria de Cristo el Rey, y el castigo de la
bestia y sus ejércitos, no pueden ser concebidos como teniendo lugar en espíritu, no en
carne. Esto es, si no puede ser la representación de transacciones en el estado
invisible; el juicio de los muertos, no de los vivos. Una transacción terrenal
ciertamente no es; y si la consideramos como la representación simbólica del juicio y
la condenación de los enemigos del Cordero en el mundo de los espíritus -- un vistazo
a aquella gran escena judicial mostrada en Mat. 25; "cuando el Hijo del hombre venga
en su gloria, y sean reunidas delante de él todas las naciones" -- esto aliviaría a la
visión de cualquier anacronismo y satisfaría abundantemente todos los requisitos del
caso. La probabilidad de este punto de vista queda confirmada fuertemente por el
hecho de que este castigo de la bestia y sus ejércitos sigue a la alusión a la cena de
bodas del Cordero, un suceso que ciertamente se supone tiene lugar en el estado
espiritual y eterno.
EL JUICIO DEL DRAGÓN
Cap. 20:1-3. "Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo,
y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua,
que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo,
y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las
naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años; y después de esto debe
ser desatado por un poco de tiempo".
Ahora nos acercamos a una porción de Apocalipsis envuelta en mucha oscuridad y
que, por la naturaleza misma del caso, va más allá de los límites que, por las expresas
declaraciones del escritor, repetidas una y otra vez, circunscriben el resto de la
profecía de este libro.
Muchos consideran que el hecho de que las visiones de Apocalipsis abarcan un
período tan prolongado como mil años es prueba incontrovertible de que el
cumplimiento de las predicciones que el libro contiene no debe restringirse a un breve
período.
Por ejemplo, Dean Alford dice:
"Hay que confesar que en tacei [en breve] contiene, entre otros períodos, uno de mil
años. ¿Sobre qué principio debemos afirmar que no abarca un período bastamente
superior a éste en su contenido total?"
Lo que a los ojos de Dean Alford parece una objeción tan insuperable es desestimada
nada menos que por Moses Stuart, que dice:
"La porción del libro que contiene esto [la referencia a un período distante es tan
pequeña, y la parte del libro que se cumplió en breve es tan grande, que no se puede
construir ninguna dificultad razonable con respecto a la afirmación que tenemos
delante. 'Cuán en tacei, es decir, en breve, ocurrieron realmente las cosas a causa de
las cuales se escribió el libro principalmente".
La verdad es que algunos intérpretes intentan salvar la dificultad suponiendo que los
mil años, siendo un número simbólico, pueden representar un período de muy corta
duración, y así, intentan poner el todo dentro de los límites apocalípticos prescritos;
pero este método de interpretación nos parece tan violento y antinatural que no
dudamos en rechazarlo. El acto de atar y encerrar al dragón ciertamente cae dentro del
"en breve" de la declaración apocalíptica, porque coincide, o casi coincide, con el
juicio de la ramera y de la bestia; pero se afirma claramente que el término de la
prisión del dragón es de mil años, y así, tiene que pasar necesariamente más allá del
campo visual tan estricta y tan constantemente limitado por el libro mismo. Creemos,
sin embargo, que éste es el solitario ejemplo que el libro entero contiene de esta
excursión más allá de los límites del "en breve", y concordamos con Stuart en que no
se puede construir ninguna razonable dificultad a cuenta de esta sola excepción de la
regla. Al continuar, también descubriremos que los sucesos a los que se alude como
teniendo lugar después de la terminación de los mil años se predicen como en una
profecía, y no se representan como en una visión. En realidad, parece evidente que el
pasaje, cap. 20:5-10, es introducido parentéticamente, interrumpiendo la continuidad
de la narración, que se reanuda nuevamente en el ver. 11, como veremos.
Evidentemente, el derrocamiento y castigo de los enemigos de Cristo estarían
incompletos sin un acto similar de juicio contra el principal instigador y jefe de la
confederación, el dragón, o Satanás. En consecuencia, su hora ha llegado: es apresado,
encadenado, y arrojado al abismo, que es sellado por encima de él, y es sentenciado a
permanecer preso durante un período llamado "mil años".
Este acto de apresar, encadenar, y arrojar al abismo se representa como teniendo lugar
ante los ojos del vidente, siendo introducido con la fórmula: "Y vi". Es un acto
contemporáneo, o casi contemporáneo, con los juicios ejecutados contra los otros
criminales, la ramera y la bestia. Esta parte de la visión, pues, cae dentro de los límites
apropiados de la visión apocalíptica, y es parte integral de la serie de grandes sucesos
relacionados con la Parusía.
¿Hemos, pues, de suponer que cualquier cosa equivalente a este símbolo, el acto de
atar y aprisionar a Satanás, ha tenido lugar realmente, y tuvo lugar en el tiempo
indicado, vale decir, el fin de la dispensación judía? No vacilamos en contestar
afirmativamente, y creemos que hay, en las Escrituras y en la historia, la más clara
justificación para llegar a esta conclusión.
1. Nadie argumentará que los símbolos de la visión requieren un encadenamiento
literal o físico del dragón. El sentido común enseña que todo lo que se quiere
significar es la represión y la restricción del poder satánico durante el período
indicado. Ahora bien, no parece haber ninguna razón para dudar de que, antes
de y durante la encarnación de nuestro Salvador, existió en la tierra una energía
y una actividad de maldad moral tal que excedía con mucho cualquier cosa que
ahora se conoce entre los hombres. No es irrazonable suponer que el período de
la vida terrenal de nuestro Señor fue una época de actividad intensa y sin
paralelo entre los poderes de las tinieblas. Si sabían que el campeón de Dios, el
Redentor de la humanidad, había venido "para destruir las obras del diablo",
había causa para que se alarmasen; y las tentaciones de nuestro Señor en el
desierto, y la maligna oposición a Cristo y su causa, atribuidas a Satanás por
todas partes en el Nuevo Testamento, revelan tanto el conocimiento del
adversario con respecto a la misión del Salvador como sus incesantes esfuerzos
para contrarrestarla. Además, la notable prevalencia del misterioso fenómeno
de posesión demoníaca en tiempos de Cristo es prueba decisiva de la presencia
y la actividad de la maléfica influencia espiritual, en una forma y hasta un
grado, desconocidos para nosotros, y para muchos, hasta increíble. Entonces, a
menos que estemos preparados para renunciar a la realidad de esa misteriosa
influencia, y considerarla como resultado de mera ignorancia popular o mero
engaño, tenemos que admitir que ha habido una marcada y decisiva restricción
del poder de Satanás sobre los hombres desde el tiempo de Cristo. Lo
mismo puede decirse con respecto a la prevalencia de la maldad moral
en aquella época del mundo. Que considere cualquier persona lo que Roma era
en los días de Nerón, y lo que Jerusalén era en el período final de la comunidad
judía, y en seguida aceptará el hecho innegable de un desarrollo anormal y
portentoso de la maldad que a nosotros nos parece increíble. Juvenal y Tácito
serán testigos de Roma, y Josefo de Jerusalén; y no es contrario a la razón, y al
mismo tiempo concuerda con Apocalipsis, inferir que un vicio tan enorme y tan
colosal traiciona la operación de una influencia satánica.
2. Merece considerarse, además, que el pecado de idolatría, con toda su imitación
de poder sobrenatural y divino -- un sistema que las Escrituras reconocen como
pre- eminentemente obra del diablo -- estaba, en tiempos de nuestro Salvador,
en plena y tranquila posesión de casi todo el mundo. Cuando recordamos lo que
era Grecia, y lo que era Roma, con respecto a su religión nacional, en la
era apostólica; la autoridad, la antigüedad, y la popularidad de sus dioses, y la
manera en que su culto se había entrelazado alrededor de cada acto de la vida
pública y privada, parece asombroso que un sistema tan inveterado y
consagrado por el tiempo se haya marchitado hasta casi desaparecer por
completo de la faz de la tierra. Nadie puede dejar de explicarse este notable
cambio: se debe enteramente a la influencia del cristianismo, y de no ser por
este nuevo elemento en la civilización, no hay razón para pensar que las
antiguas supersticiones del paganismo hubiesen muerto o dado lugar a algo
mejor.
3. No es menos cierto que esta maravillosa revolución debe ser fechada en el
tiempo en que el evangelio comenzó a ser predicado en la era apostólica.
Tenemos las pruebas más convincentes de que el cambio no debe explicarse
con el avance del conocimiento, la ciencia, o la filosofía, ni por el progreso
natural de la sociedad humana, sino que fue predicho y esperado desde el
mismo nacimiento del cristianismo como efecto de la obra redentora de Cristo.
Nada puede ser más explícito que las declaraciones de nuestro Señor sobre este
tema. Cuando los setenta discípulos regresaron gozosos a informar que hasta
los demonios les estaban sujetos por medio del nombre de su Maestro, Jesús les
dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lucas 10:18).
Es absurdo explicar esto como una alusión a la expulsión original de Satanás del
cielo, antes de la creación del mundo; es evidentemente una declaración
figurada de que, en el éxito de sus mensajeros, nuestro Señor reconocía y
preveía el venidero derrocamiento del poder de Satanás:
"Ante la intuitiva mirada de Su espíritu estaban expuestos los resultados que habrían de
fluir de su obra redentora después de su ascensión al cielo. En espíritu, vio el reino de
Dios avanzando triunfal sobre el reino de Satanás".
Con el mismo propósito pronunció Jesús estas palabras: "Ahora es el juicio de este
mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera". ¿Qué significado puede
atribuirse a estas significativas palabras si ellas no implican que una poderosa
restricción estaba a punto de ser impuesta a la influencia de Satanás sobre las mentes
de los hombres; una restricción que surge enteramente de la muerte de Cristo en la
cruz?
Pero es en esta visión apocalíptica donde vemos la representación real de esta
limitación del poder de Satanás. Evidentemente, se define aquí en cuanto al tiempo de
su inicio, y está asociado con la caída de Jerusalén y la consiguiente abrogación de la
dispensación judía. Ni hay nada absurdo en aceptar esta fecha. La abolición del
judaísmo eliminó el más formidable obstáculo para el progreso del cristianismo; pero,
además de esto, tenemos la más expresa certeza en el Nuevo Testamento de que éste
fue el período de la consumación del reino mesiánico, y del derrocamiento, por parte
de Cristo, de todo dominio, toda autoridad, y toda potencia hostiles (1Cor. 15:24).
Llegamos, pues, a la conclusión de que al "fin del tiempo" se le impuso una marcada y
definitiva restricción al poder de Satanás, y que esta restricción está representada
simbólicamente en Apocalipsis por el encadenamiento y el aprisionamiento del
dragón en el abismo. De esto no se sigue que el error y la maldad fueron proscritos de
la tierra. Es suficiente mostrar que esto fue, como dice Schliegel,
"la crisis definitiva entre los tiempos antiguos y modernos", y que la introducción del
cristianismo "ha cambiado y regenerado, no sólo el gobierno y la ciencia, sino el
sistema entero de la vida humana".
Hubo una hora en que la marea de la maldad humana comenzó a invertirse: fue en el
mismo período en que esa marea estaba en su punto más alto; desde ese tiempo, ha
estado disminuyendo, y no tenemos dificultad en reconocer que la primera
disminución del poder del mal corresponde en el tiempo con el suceso que aquí se
designa como el atar a Satanás y aprisionarle en el abismo.
Con respecto a la duración de esta restricción del poder satánico, no es fácil
establecerla; pero, en general, parece estar más en consonancia con el carácter
simbólico de Apocalipsis entender los mil años como un período largo pero de
duración indefinida. Cuando tenemos números grandes mencionados en Apocalipsis,
deben entenderse, por lo general, si no invariablemente, como indefinidos. Por
ejemplo, no debe suponerse que los ciento cuarenta y cuatro mil sellados significan
ese número, ni uno más y ni uno menos. Sería absurdo decir que había exactamente
doce mil, hasta el último hombre, salvados de cada una de las doce tribus de los hijos
de Israel. El concepto es apropiado en una visión, pero increíble en una declaración
histórica. De la misma manera, el ejército de jinetes del cap. 9:16 se expresa como
doscientos millones; pero ningún comentarista en su sano juicio se aventuró jamás a
atribuir a esto un significado preciso y literal.
Siguiendo estas analogías, estamos dispuestos a considerar los mil años como un
período de duración indefinida en lugar de uno de duración definida, que cubre sin
duda más del doble de ese espacio de tiempo, pero cuánto más, nadie lo puede decir.
EL REINO DE LOS SANTOS Y MÁRTIRES
(Tomado de: "La Parusia" de J. S. Russell)
montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como
llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que
ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su
nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino
finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada
aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el
lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su
muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Y vi a
un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que
vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que
comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus
jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes. Y vi a la bestia, a los
reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el
caballo, y contra su ejército. Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que
había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que
recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen. Estos dos fueron
lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron
muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo, y todas las aves
se saciaron de las carnes de ellos".
Este magnífico pasaje describe el gran suceso que ocupa un lugar tan prominente en la
profecía del Nuevo Testamento, la Parusía, o la venida en gloria del Señor Jesucristo.
Viene del cielo; viene en su reino; "había en su cabeza muchas diademas"; viene con
sus santos ángeles; "le siguen los ejércitos del cielo"; viene a ejecutar juicio sobre sus
enemigos; viene en gloria. Puede preguntarse: ¿Por qué es colocada la Parusía
después del juicio de la ciudad ramera, y no antes? Debe recordarse que es un poema,
más bien que una historia, lo que ahora estamos leyendo; un drama, más bien que un
diario de transacciones, y que no hay ningún libro en el que el efecto poético y
dramático sea más estudiado que Apocalipsis. A menudo, estas visiones episódicas
son sacadas de su estricto orden cronológico para que puedan ser presentadas con
mayores detalles y puedan hacer una adecuada impresión en la mente del lector.
Al mismo tiempo, no admitimos que haya un anacronismo en el lugar que ocupa la
Parusía. Si examinamos el discurso profético en el Monte de los Olivos,
descubriremos el mismo orden de sucesos. Es inmediatamente después de la gran
tribulación cuando aparece en el cielo la señal del Hijo del hombre, y "ven al Hijo del
hombre viniendo en las nubes del cielo con poder y gran gloria" (Mat. 24:29,30).
La escena representada en esta visión es ese mismo suceso. El Señor Jesús es
"manifestado desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego,
para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen
al evangelio de nuestro Señor Jesucristo" (2 Tes. 1:7,8).
La secuela del capítulo relata la victoria del Cordero sobre los enemigos de su causa.
Un ángel de pie en el sol llama a todas las aves del cielo a saciarse de los cadáveres de
los que han de morir en el conflicto venidero. Los ejércitos de la bestia y sus poderes
aliados se congregan para hacer la guerra al Mesías. Los dos entran en combate, y los
enemigos de Cristo son derrotados. La bestia es tomada prisionera, y con ella el falso
profeta que gobernaba en su nombre. "Estos dos fueron lanzados vivos dentro
de un lago de fuego que arde con azufre", mientras que sus seguidores perecen
"con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo".
Si se pregunta: ¿Qué representan estos símbolos?, la respuesta es: Seguramente
ningún conflicto literal con armas carnales. No es sobre ningún campo de batalla
sobre terreno literal que el Redentor glorificado y sus legiones celestiales se enfrenta a
las huestes combinadas de la tierra y el infierno. No podemos ir a las páginas de
Josefo o de Tácito, o de ningún otro historiador, en busca de los sucesos que
corresponden a estos símbolos. En ellos leemos dos grandes verdades: Cristo debe
vencer; sus enemigos deben perecer. Sin embargo, hay una porción de hecho histórico
en este simbolismo. Así como en la representación simbólica de la gran ramera
encontramos el hecho histórico de la destrucción de Jerusalén, en esta captura y
ejecución de la bestia y su congénere encontramos el hecho histórico de la destrucción
de Nerón y su lugarteniente, o delegado, en Judea. Éste es el núcleo de hecho histórico
en el centro de la visión. Jerusalén, la ciudad ramera, pereció en fuego y sangre. Tanto
Nerón, el rey bestia, el sanguinario perseguidor de los cristianos, como Gesio Floro, el
tirano que incitó a la rebelión a los infelices judíos, murieron violentamente. Estos
sucesos eran en realidad juicios divinos, previstos y predichos mucho antes de que
ocurriesen, y escritos con espeluznantes detalles en las páginas de la historia, visibles
y legibles para siempre. Estos son los hechos históricos presentados en toda la pompa
y el esplendor de imágenes simbólicas en Apocalipsis. Los símbolos eran dignos de
los hechos, y los hechos son dignos de los símbolos. No hay duda de que aquí hay
algo de anacronismo. En la visión, la muerte de Nerón es colocada después del juicio
de Jerusalén, aunque en realidad precedió a ese suceso por dos años o más. Como
hemos observado antes, algo hay que conceder a la licencia poética. En una epopeya,
un drama, o una visión, es irrazonable exigir una estricta secuencia cronológica.
Ahora bien, el Apocalipsis está compuesto con consumado arte. Como observó Henry
More hace mucho tiempo: "Jamás libro alguno fue escrito con tal arte como este de
Apocalipsis, como si cada palabra hubiese sido pesada en balanza antes de ser
escrita". El efecto dramático es ciertamente aumentado en gran manera por el hecho
de haber colocado donde están la captura y el castigo de la bestia". El primero y más
prominente lugar se le asigna naturalmente a la ciudad ramera, y el vidente, habiendo
comenzado con el juicio de ella, lo lleva a su consumación final. Luego, el vidente
regresa a la bestia, y presenta su destino; y por fin, en el capítulo veinte, procede a
describir el castigo infligido a la tercera potencia hostil, el dragón.
Hay, sin embargo, otra respuesta al cambio de anacronismo. Vale la pena considerar si
la escena entera de la gran batalla y la victoria de Cristo el Rey, y el castigo de la
bestia y sus ejércitos, no pueden ser concebidos como teniendo lugar en espíritu, no en
carne. Esto es, si no puede ser la representación de transacciones en el estado
invisible; el juicio de los muertos, no de los vivos. Una transacción terrenal
ciertamente no es; y si la consideramos como la representación simbólica del juicio y
la condenación de los enemigos del Cordero en el mundo de los espíritus -- un vistazo
a aquella gran escena judicial mostrada en Mat. 25; "cuando el Hijo del hombre venga
en su gloria, y sean reunidas delante de él todas las naciones" -- esto aliviaría a la
visión de cualquier anacronismo y satisfaría abundantemente todos los requisitos del
caso. La probabilidad de este punto de vista queda confirmada fuertemente por el
hecho de que este castigo de la bestia y sus ejércitos sigue a la alusión a la cena de
bodas del Cordero, un suceso que ciertamente se supone tiene lugar en el estado
espiritual y eterno.
EL JUICIO DEL DRAGÓN
Cap. 20:1-3. "Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo,
y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón, la serpiente antigua,
que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo,
y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las
naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años; y después de esto debe
ser desatado por un poco de tiempo".
Ahora nos acercamos a una porción de Apocalipsis envuelta en mucha oscuridad y
que, por la naturaleza misma del caso, va más allá de los límites que, por las expresas
declaraciones del escritor, repetidas una y otra vez, circunscriben el resto de la
profecía de este libro.
Muchos consideran que el hecho de que las visiones de Apocalipsis abarcan un
período tan prolongado como mil años es prueba incontrovertible de que el
cumplimiento de las predicciones que el libro contiene no debe restringirse a un breve
período.
Por ejemplo, Dean Alford dice:
"Hay que confesar que en tacei [en breve] contiene, entre otros períodos, uno de mil
años. ¿Sobre qué principio debemos afirmar que no abarca un período bastamente
superior a éste en su contenido total?"
Lo que a los ojos de Dean Alford parece una objeción tan insuperable es desestimada
nada menos que por Moses Stuart, que dice:
"La porción del libro que contiene esto [la referencia a un período distante es tan
pequeña, y la parte del libro que se cumplió en breve es tan grande, que no se puede
construir ninguna dificultad razonable con respecto a la afirmación que tenemos
delante. 'Cuán en tacei, es decir, en breve, ocurrieron realmente las cosas a causa de
las cuales se escribió el libro principalmente".
La verdad es que algunos intérpretes intentan salvar la dificultad suponiendo que los
mil años, siendo un número simbólico, pueden representar un período de muy corta
duración, y así, intentan poner el todo dentro de los límites apocalípticos prescritos;
pero este método de interpretación nos parece tan violento y antinatural que no
dudamos en rechazarlo. El acto de atar y encerrar al dragón ciertamente cae dentro del
"en breve" de la declaración apocalíptica, porque coincide, o casi coincide, con el
juicio de la ramera y de la bestia; pero se afirma claramente que el término de la
prisión del dragón es de mil años, y así, tiene que pasar necesariamente más allá del
campo visual tan estricta y tan constantemente limitado por el libro mismo. Creemos,
sin embargo, que éste es el solitario ejemplo que el libro entero contiene de esta
excursión más allá de los límites del "en breve", y concordamos con Stuart en que no
se puede construir ninguna razonable dificultad a cuenta de esta sola excepción de la
regla. Al continuar, también descubriremos que los sucesos a los que se alude como
teniendo lugar después de la terminación de los mil años se predicen como en una
profecía, y no se representan como en una visión. En realidad, parece evidente que el
pasaje, cap. 20:5-10, es introducido parentéticamente, interrumpiendo la continuidad
de la narración, que se reanuda nuevamente en el ver. 11, como veremos.
Evidentemente, el derrocamiento y castigo de los enemigos de Cristo estarían
incompletos sin un acto similar de juicio contra el principal instigador y jefe de la
confederación, el dragón, o Satanás. En consecuencia, su hora ha llegado: es apresado,
encadenado, y arrojado al abismo, que es sellado por encima de él, y es sentenciado a
permanecer preso durante un período llamado "mil años".
Este acto de apresar, encadenar, y arrojar al abismo se representa como teniendo lugar
ante los ojos del vidente, siendo introducido con la fórmula: "Y vi". Es un acto
contemporáneo, o casi contemporáneo, con los juicios ejecutados contra los otros
criminales, la ramera y la bestia. Esta parte de la visión, pues, cae dentro de los límites
apropiados de la visión apocalíptica, y es parte integral de la serie de grandes sucesos
relacionados con la Parusía.
¿Hemos, pues, de suponer que cualquier cosa equivalente a este símbolo, el acto de
atar y aprisionar a Satanás, ha tenido lugar realmente, y tuvo lugar en el tiempo
indicado, vale decir, el fin de la dispensación judía? No vacilamos en contestar
afirmativamente, y creemos que hay, en las Escrituras y en la historia, la más clara
justificación para llegar a esta conclusión.
1. Nadie argumentará que los símbolos de la visión requieren un encadenamiento
literal o físico del dragón. El sentido común enseña que todo lo que se quiere
significar es la represión y la restricción del poder satánico durante el período
indicado. Ahora bien, no parece haber ninguna razón para dudar de que, antes
de y durante la encarnación de nuestro Salvador, existió en la tierra una energía
y una actividad de maldad moral tal que excedía con mucho cualquier cosa que
ahora se conoce entre los hombres. No es irrazonable suponer que el período de
la vida terrenal de nuestro Señor fue una época de actividad intensa y sin
paralelo entre los poderes de las tinieblas. Si sabían que el campeón de Dios, el
Redentor de la humanidad, había venido "para destruir las obras del diablo",
había causa para que se alarmasen; y las tentaciones de nuestro Señor en el
desierto, y la maligna oposición a Cristo y su causa, atribuidas a Satanás por
todas partes en el Nuevo Testamento, revelan tanto el conocimiento del
adversario con respecto a la misión del Salvador como sus incesantes esfuerzos
para contrarrestarla. Además, la notable prevalencia del misterioso fenómeno
de posesión demoníaca en tiempos de Cristo es prueba decisiva de la presencia
y la actividad de la maléfica influencia espiritual, en una forma y hasta un
grado, desconocidos para nosotros, y para muchos, hasta increíble. Entonces, a
menos que estemos preparados para renunciar a la realidad de esa misteriosa
influencia, y considerarla como resultado de mera ignorancia popular o mero
engaño, tenemos que admitir que ha habido una marcada y decisiva restricción
del poder de Satanás sobre los hombres desde el tiempo de Cristo. Lo
mismo puede decirse con respecto a la prevalencia de la maldad moral
en aquella época del mundo. Que considere cualquier persona lo que Roma era
en los días de Nerón, y lo que Jerusalén era en el período final de la comunidad
judía, y en seguida aceptará el hecho innegable de un desarrollo anormal y
portentoso de la maldad que a nosotros nos parece increíble. Juvenal y Tácito
serán testigos de Roma, y Josefo de Jerusalén; y no es contrario a la razón, y al
mismo tiempo concuerda con Apocalipsis, inferir que un vicio tan enorme y tan
colosal traiciona la operación de una influencia satánica.
2. Merece considerarse, además, que el pecado de idolatría, con toda su imitación
de poder sobrenatural y divino -- un sistema que las Escrituras reconocen como
pre- eminentemente obra del diablo -- estaba, en tiempos de nuestro Salvador,
en plena y tranquila posesión de casi todo el mundo. Cuando recordamos lo que
era Grecia, y lo que era Roma, con respecto a su religión nacional, en la
era apostólica; la autoridad, la antigüedad, y la popularidad de sus dioses, y la
manera en que su culto se había entrelazado alrededor de cada acto de la vida
pública y privada, parece asombroso que un sistema tan inveterado y
consagrado por el tiempo se haya marchitado hasta casi desaparecer por
completo de la faz de la tierra. Nadie puede dejar de explicarse este notable
cambio: se debe enteramente a la influencia del cristianismo, y de no ser por
este nuevo elemento en la civilización, no hay razón para pensar que las
antiguas supersticiones del paganismo hubiesen muerto o dado lugar a algo
mejor.
3. No es menos cierto que esta maravillosa revolución debe ser fechada en el
tiempo en que el evangelio comenzó a ser predicado en la era apostólica.
Tenemos las pruebas más convincentes de que el cambio no debe explicarse
con el avance del conocimiento, la ciencia, o la filosofía, ni por el progreso
natural de la sociedad humana, sino que fue predicho y esperado desde el
mismo nacimiento del cristianismo como efecto de la obra redentora de Cristo.
Nada puede ser más explícito que las declaraciones de nuestro Señor sobre este
tema. Cuando los setenta discípulos regresaron gozosos a informar que hasta
los demonios les estaban sujetos por medio del nombre de su Maestro, Jesús les
dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lucas 10:18).
Es absurdo explicar esto como una alusión a la expulsión original de Satanás del
cielo, antes de la creación del mundo; es evidentemente una declaración
figurada de que, en el éxito de sus mensajeros, nuestro Señor reconocía y
preveía el venidero derrocamiento del poder de Satanás:
"Ante la intuitiva mirada de Su espíritu estaban expuestos los resultados que habrían de
fluir de su obra redentora después de su ascensión al cielo. En espíritu, vio el reino de
Dios avanzando triunfal sobre el reino de Satanás".
Con el mismo propósito pronunció Jesús estas palabras: "Ahora es el juicio de este
mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera". ¿Qué significado puede
atribuirse a estas significativas palabras si ellas no implican que una poderosa
restricción estaba a punto de ser impuesta a la influencia de Satanás sobre las mentes
de los hombres; una restricción que surge enteramente de la muerte de Cristo en la
cruz?
Pero es en esta visión apocalíptica donde vemos la representación real de esta
limitación del poder de Satanás. Evidentemente, se define aquí en cuanto al tiempo de
su inicio, y está asociado con la caída de Jerusalén y la consiguiente abrogación de la
dispensación judía. Ni hay nada absurdo en aceptar esta fecha. La abolición del
judaísmo eliminó el más formidable obstáculo para el progreso del cristianismo; pero,
además de esto, tenemos la más expresa certeza en el Nuevo Testamento de que éste
fue el período de la consumación del reino mesiánico, y del derrocamiento, por parte
de Cristo, de todo dominio, toda autoridad, y toda potencia hostiles (1Cor. 15:24).
Llegamos, pues, a la conclusión de que al "fin del tiempo" se le impuso una marcada y
definitiva restricción al poder de Satanás, y que esta restricción está representada
simbólicamente en Apocalipsis por el encadenamiento y el aprisionamiento del
dragón en el abismo. De esto no se sigue que el error y la maldad fueron proscritos de
la tierra. Es suficiente mostrar que esto fue, como dice Schliegel,
"la crisis definitiva entre los tiempos antiguos y modernos", y que la introducción del
cristianismo "ha cambiado y regenerado, no sólo el gobierno y la ciencia, sino el
sistema entero de la vida humana".
Hubo una hora en que la marea de la maldad humana comenzó a invertirse: fue en el
mismo período en que esa marea estaba en su punto más alto; desde ese tiempo, ha
estado disminuyendo, y no tenemos dificultad en reconocer que la primera
disminución del poder del mal corresponde en el tiempo con el suceso que aquí se
designa como el atar a Satanás y aprisionarle en el abismo.
Con respecto a la duración de esta restricción del poder satánico, no es fácil
establecerla; pero, en general, parece estar más en consonancia con el carácter
simbólico de Apocalipsis entender los mil años como un período largo pero de
duración indefinida. Cuando tenemos números grandes mencionados en Apocalipsis,
deben entenderse, por lo general, si no invariablemente, como indefinidos. Por
ejemplo, no debe suponerse que los ciento cuarenta y cuatro mil sellados significan
ese número, ni uno más y ni uno menos. Sería absurdo decir que había exactamente
doce mil, hasta el último hombre, salvados de cada una de las doce tribus de los hijos
de Israel. El concepto es apropiado en una visión, pero increíble en una declaración
histórica. De la misma manera, el ejército de jinetes del cap. 9:16 se expresa como
doscientos millones; pero ningún comentarista en su sano juicio se aventuró jamás a
atribuir a esto un significado preciso y literal.
Siguiendo estas analogías, estamos dispuestos a considerar los mil años como un
período de duración indefinida en lugar de uno de duración definida, que cubre sin
duda más del doble de ese espacio de tiempo, pero cuánto más, nadie lo puede decir.
EL REINO DE LOS SANTOS Y MÁRTIRES
(Tomado de: "La Parusia" de J. S. Russell)