CARLO MARIA MARTINI
El viaje más importante
Creo que el peregrinaje del Papa a Jordania y a Israel es el más importante de todos los que ha hecho durante sus 22 años de pontificado. Y el más rico en valores simbólicos, así como el más delicado y, en cierto sentido, el más difícil.
Se puede afirmar que todos los viajes anteriores han sido como una especie de preparación para este último, que, en cierto sentido, los compendia todos.
Es ante todo un viaje a las fuentes de la fe cristiana y a las raíces del cristianismo. El propio papa Juan Pablo II lo definió como un «peregrinaje a los lugares vinculados con la historia de la salvación».
Visitará algunas de las localidades más significativas en el devenir del pueblo judío, que (en continuidad con el reciente peregrinaje al Monte Sinaí), recuerda el camino del pueblo de Israel bajo la guía de Moisés hacia la Tierra Prometida. Pero sobre todo irá a algunas de las localidades selladas por la presencia y la vida de Jesús de Nazaret, hace 2.000 años.
Visitará el lugar, cerca del río Jordán, donde Jesús fue bautizado por Juan Bautista. Irá hoy a Belén, donde nació Jesús, se acercará a algunos lugares donde Jesús predicó e hizo milagros, como el monte de las Bienaventuranzas, el lugar de la multiplicación de los panes y los peces o la roca de la orilla del lago Tiberíades, donde se recuerda el mandado conferido a Pedro de «apacentar el rebaño». Irá a Nazaret, donde vivía María, la madre de Jesús, y donde éste pasó toda su adolescencia.
La culminación de su viaje le llevó ayer a Jerusalén, la ciudad más cargada de recuerdos y de memoria religiosa de todo el mundo, la ciudad donde murió Jesús para la salvación del mundo y donde se venera su sepulcro vacío y se hace memoria de su resurrección.
Se trata, pues, de un peregrinaje que evoca los orígenes históricos del cristianismo, en el que se tocan con la mano lugares y paisajes que sirvieron de telón de fondo a la vida de Jesús de Nazaret y que llevan todavía la impronta espiritual de su paso por la tierra.
De ahí que lo importante no sea tanto que se pueda demostrar históricamente que algunos de los lugares visitados sean el lugar preciso donde tuvo lugar tal o cual pasaje narrado por los Evangelios.
La tierra es aquella, el cielo y el ambiente, el río y el lago, las colinas y los senderos que serpentean por las cañadas, así como la memoria arqueológica excavada y estudiada incluso durante estos últimos años. Todo ello habla de la veneración que, desde los tiempos antiguos, le fue tributada en aquellos lugares a la memoria de los hechos narrados por la Escritura y, especialmente, por los Evangelios.
El peregrinaje es, pues, un homenaje a la naturaleza histórica del cristianismo, cuyo mensaje se basa en lugares y en tiempos determinados y no en teorías abstractas, en deducciones apriorísticas o en proclamaciones desencarnadas.
Es también un peregrinaje a los lugares que más que ningunos otros fueron testigos del nacimiento de aquella serie de libros a los que los cristianos llamamos Biblia o Sagrada Escritura, que contiene también los textos venerados y amados por el pueblo judío y que tampoco le son desconocidos al pueblo del Islam. Esa Biblia que está en las raíces de nuestra historia y que es fuente de esperanza para nuestro futuro.
¡Cuántas emociones al sentir resonar todavía en nuestros días, entre las piedras y el viento, entre las ruinas de las excavaciones y los lugares sagrados de hoy, las palabras de los Salmos, las denuncias de los profetas, las palabras exigentes y liberadoras de Jesús! Pero el viaje del Papa no es sólo un viaje en busca de la memoria del pasado más antiguo. Es también un viaje repleto de encuentros con todas las comunidades que hoy viven en aquel país, una toma de contacto directo con los herederos de una historia antigua y reciente, donde no faltan los sufrimientos, los recuerdos dolorosos y las heridas todavía abiertas.
Es, sobre todo, un encuentro con los pueblos, el pueblo hebreo y el pueblo palestino, con Jordania e Israel, con su caminar hacia lapaz y con sus sufrimientos y sus esperanzas.
El Papa llega a estos encuentros, tras las sentidas palabras pronunciadas el pasado domingo 12 de marzo, pidiendo perdón por todos los sufrimientos que una equivocada interpretación del mensaje cristiano pudo inflingir también a estos pueblos.
El Papa proclamó ese día un múltiple «nunca más» que quiere indicar la firme voluntad de la Iglesia católica de poner fin a todo tipo de incomprensión y a cualquier tipo de fuente de tensión, para crear, por su parte, las condiciones para que nunca más se tenga que repetir en la Historia de la Humanidad algo que recuerde, aunque sólo sea de lejos, las guerras de las cruzadas y la tragedia del Holocausto. De ahí que seguramente va a ser muy significativa la visita del Santo Padre al memorial Yad Vashem, que recuerda el genocidio de seis millones de judíos a manos de los nazis. Es un encuentro con diversas religiones, como el judaísmo y el Islam, así como con dirigentes religiosos de estas confesiones, que pueden reunirse en nombre de tradiciones comunes y de propósitos de paz a los que todos pueden contribuir.
Es un encuentro ecuménico, es decir con todos los que viven en aquella región y se profesan cristianos, especialmente con sus responsables. Un encuentro, pues, que quiere promover el diálogo, suscitar voluntad de colaboración confiada entre todos, crear las condiciones de paz y de colaboración entre las confesiones cristianas, para después extenderse a las etnias, a los estados y a las religiones.
Pero es sobre todo un encuentro con la comunidad católica presente en Jordania y en Israel, que quiere ofrecerse como operadora de paz y de reconciliación, al servicio de la colaboración recíproca, viviendo en aquella tierra en paz con todos como testigo directo del Evangelio y de su capacidad de suscitar ideas y obras de fraternidad.
Con estas declaradas intenciones, el Papa se reune también con los pobres y marginados de los hospitales, de los campos de refugiados, representantes de todos los que sufren en la Tierra.
Un viaje tan rico en símbolos y gestos, tan cargado de significados y, al mismo tiempo y precisamente por ello, tan complicado y difícil, exige la comprensión de todos para que se cumplan todos estos objetivos y se entienda de verdad la profunda carga de religiosidad y de humanidad que encierran.
Ojalá todos los protagonistas del acontecimiento se den cuenta de esto, que hagan un sincero esfuerzo por superar visiones del pasado y que ningún obstáculo planee sobre estos deseos de paz de Juan Pablo II, de este hombre cargado de años y de experiencias, que ha sufrido en su propia carne y en su historia las contradicciones y las experiencias del siglo que acaba de terminar y que lleva con él las esperanzas y los deseos de multitud de creyentes y, en cierto sentido, de toda la humanidad.
Carlos María Martini es cardenal y arzobispo de Milán.