Re: El Concilio de Constanza y el Mito de la Sucesión Apostólica.
EL HOMBRE ENVIADO POR LA PROVIDENCIA
En 1924, siguiendo instrucciones expresas del Duce, el líder del Partido Socialista, Giacomo Matteotti, que a la sazón era el más obstinado opositor a las pretensiones absolutistas de Mussolini, fue asesinado por militantes fascistas. La oleada de indignación que recorrió toda Italia fue tan grande que durante esta crisis el Duce estuvo a punto de perder todo lo que había conseguido hasta entonces. Tanto el Partido Popular como el socialista solicitaron formalmente al rey la destitución de Mussolini.
Cuando la situación parecía desesperada, al líder fascista le llegó el auxilio de donde, probablemente, menos lo esperaba. Socialistas y católicos negociaban una sólida coalición para apartar del poder a Mussolini cuando el papa Pío XI advirtió severamente a los cristianos italianos de que cualquier alianza con los socialistas, incluido su sector más moderado, estaba estrictamente prohibida por la ley moral, según la cual la cooperación con el mal constituye un pecado. El papa no mencionó que tanto en Bélgica como en Alemania esa cooperación (con los socialistas, no con el mal) se estaba produciendo sin que nadie hubiera advertido a los católicos de aquellos países sobre el peligro que corrían.
No hay que desestimar la importancia de esta tácita complicidad. La innegable influencia que tenía el parecer del papa sobre buena parte de la opinión pública italiana hubiera hecho que cualquier comentario sobre el ateísmo, la integridad moral o los métodos violentos de Mussolini pesara como una losa en la pretensión de éste de convertirse en el cesar de la nueva Roma.
Consciente de ello, el Duce supo corresponder con extrema generosidad al favor procedente de Roma. Declaró ilegal la ma sonería, subvencionó con fondos públicos algunas instituciones eclesiásticas que estaban al borde de la quiebra y eximió de obligaciones fiscales a la Iglesia y a sus miembros.
El 31 de octubre de 1926, el cardenal Merry del Val, que había sido secretario de Estado con Pío X y mantenía un puesto de privilegio en el Vaticano, declaró públicamente: «Mi agradeci miento también se dirige hacia él [Mussolini], que sostiene en sus manos las riendas del gobierno en Italia. Con su perspicaz visión de la realidad ha deseado y desea que la religión sea respetada, honrada y practicada. Visiblemente protegido por Dios, ha mejorado sabiamente la fortuna de la nación, incrementando su prestigio en todo el mundo».14 A lo que el propio papa apostilló el 20 de diciembre de 1926 que «Mussolini es el hombre enviado por la Providencia».
14. Manhattan, Avro, The Vatican in Worid Politics, C.A. Watts & Co., Limited, Londres, 1949.
En esta aparente complacencia hacia el Duce había mucho más de corrección política que de sincera admiración. En más de una ocasión, el papa había calificado en privado al dictador de «hijo del diablo». Este sentido de la conveniencia era mutuo. Sin variar un ápice lo que pensaba en su fuero interno, el comportamiento externo de Mussolini hacia la Santa Madre Iglesia experimentó un importante giro. El Duce comenzó a acudir a misa, pasó por la vicaría para dar validez eclesiástica a su unión matrimonial e incluso bautizó a sus hijos, renunciando en su nombre, como todo buen padre cristiano, al «diablo y sus obras». En el terreno estrictamente político, esta nueva relación con el Vaticano quedó patente con medidas legislativas, como los impuestos para las parejas sin hijos o la consideración del adulterio como delito penal.
CONVERSACIONES SECRETAS
Así pues, y a pesar del recelo mutuo, existía en aquel momento un clima favorable para la firma de un concordato, tarea que el papa encomendó al cardenal Gasparri. Tras algunas conversaciones, el dictador manifestó su deseo de compensar a la Iglesia con una más que generosa remuneración por la humillación sufrida durante años por los «papas prisioneros». El primer contacto entre ambas partes había acontecido, sin embargo, mucho antes, el 6 de agosto de 1926, cuando Domenico Barone —emisario de Mussolini— se entrevistó secretamente con el doctor Francesco Pacelli —laico adscrito a la Santa Sede y hermano del futuro papa Pío XII, que por aquel entonces era nuncio en Berlín— para hacerle saber el interés de Mussolini por reabrir la «cuestión romana». Pacelli manifestó al enviado del futuro dictador que si realmente estaba dispuesto a negociar, había dos cuestiones que el papa consideraba imprescindibles como punto de partida: el reconocimiento de la posesión de un Estado soberano bajo la autoridad del pontífice y la igualdad jurídica entre matrimonio civil y religioso.
El Duce dio su consentimiento al inicio de las conversaciones bajo estos términos y las reuniones comenzaron a nivel estrictamente confidencial: el jefe del Gobierno había advertido a los participantes de que la menor indiscreción llevaría, de manera in evitable, a la ruptura de las negociaciones y se consideraría aten tatoria contra la seguridad del Estado, condenando al responsable de la filtración (fuera éste seglar o religioso) a ser desterrado de por vida a las islas Lípari. Buena parte del contenido de las reuniones se centró en regatear las condiciones económicas del acuerdo, que en una primera oferta de Mussolini consistía en la donación por parte del gobierno italiano de alrededor de cincuenta millones de dólares en Obligaciones del Estado. Finalmente, esos cincuenta millones se convirtieron en noventa, es decir, 1.750 millones de liras.
La mañana del lunes 11 de febrero de 1929, las calles de Roma se fueron poblando de un gentío murmurante que parecía desafiar lo que estaba siendo uno de los inviernos más fríos de los últimos años. A pesar del celo puesto tanto por el gobierno como por la Santa Sede, buena parte de los romanos sabían que algo importante iba a suceder en el Vaticano. Cuando el Duce descendió de su Cadillac negro estacionado a un costado de la plaza de San Juan, media hora antes del mediodía, le sorprendió encontrar a una muchedumbre expectante que aguardaba su llegada. Un acceso de ira le sobrevino al comprobar que sus órdenes no se habían cumplido fielmente; es posible que incluso se viera tentado de dar media vuelta en uno de sus célebres raptos temperamentales, pero finalmente decidió subir los peldaños de la escalinata del palacio de Letrán, en cuyo interior el papa Pío XI, y casi todos los miembros del gobierno vaticano, le esperaban desde hacía unos minutos.
Ni la guardia fascista, ni los carabinieri, ni la Guardia Suiza es taban allí. Todo se había organizado de la manera más discreta posible para no llamar la atención. Elegantemente vestido de cha qué, Mussolini ascendió hasta el segundo piso, donde le esperaba el cardenal Gasparri, con quien cruzó un prolongado apretón de manos. Gasparri había tenido que abandonar la cama y todo el acto, unido a lo inclemente del tiempo, iba a ser una verdadera ordalía física para el anciano cardenal.15 No obstante, por nada del mundo iba a perderse la firma, aunque ello le costase la vida, ya que con aquel acto culminaba toda su carrera diplomática. Estaba previsto que la ceremonia se prolongase varias horas, pero el público que aguardaba en el exterior y el precario estado de salud de Gasparri —que tuvo que permanecer sentado durante todo el acto— la redujeron a unos meros cuarenta y cinco minutos.16 La lectura de las actas no comenzó hasta las doce en punto. Tras las firmas, el cardenal obsequió a Mussolini con la pluma de ave con mango de oro que había servido para rubricar el acuerdo. El líder fascista la aceptó complacido: «Será para mí uno de los mejores recuerdos que haya merecido».
15. «Vatican at Peace with Italy After Long Quarrel», San Francisco Chronicle, 12 de febrero de 1929.
16. Cortesi, Arnaldo, «Pope Becomes Ruler oí a State Again», The New York Times, 12 de febrero de 1929.
El tratado se componía de tres apartados principales, aparte de varios anexos y otras disposiciones; el primero, el concordato, regulaba las relaciones entre la Iglesia y el gobierno italiano. En él, se devolvía al Vaticano la completa jurisdicción sobre las organizaciones religiosas en Italia. El catolicismo pasaba a ser la religión oficial del Estado italiano, prohibiendo que otras confesiones religiosas pudieran hacer proselitismo en el país y el gobierno asumía pagar el salario de los sacerdotes con cargo a los presupuestos nacionales. El segundo apartado, el Tratado de Letrán propiamente dicho, establecía la soberanía del Estado Vaticano, con el que automáticamente se establecían relaciones diplomáticas. Aparte del recinto vaticano se concedía a la Santa Sede soberanía sobre tres basílicas de Roma (Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo), la residencia de verano del papa (el palacio de Castelgandolfo) y varias fincas por toda Italia. Finalmente, estaba la «Convención Financiera», que de un plumazo llevaba a la Santa Sede de la miseria a la riqueza.
Al día siguiente de la firma, en una rueda de prensa. Pío XI sin tetizó mejor que nadie el alcance del tratado que se había firmado:
«Mi pequeño reino es el más grande del mundo». El fervor que le vantó el acuerdo fue tal que incluso la mesa en que había sido ru bricado comenzó una gira mundial para ser venerada como si de una reliquia se tratara.17 El manto de misterio que se tendió sobre la dilatada negociación sólo pudo ser descorrido con lentitud tras la ceremonia de Letrán. Se supo entonces que el texto del acuerdo había sido impreso en el Vaticano por operarios a los que se mantuvo prisioneros hasta días después del 11 de febrero, y que el papa había corregido personalmente todas las pruebas de imprenta: «Hay casos en que la presencia o ausencia de una coma —le comentó a Gasparri— puede modificar todo el contenido».
17. Considine, John J., «Historie Scene in the Lateran Palace», The Catholic Advócate, Brisbane, Australia, 18 de abril de 1929.
Aquel contenido era tan importante que su trascendencia traspasaba con mucho las diminutas fronteras del Estado Vaticano. Tanto es así que en dos lugares muy alejados del mundo había dos personajes que estaban particularmente atentos a los términos del tratado por razones que nada tenían que ver con el cristianismo. En Alemania, un Adolf Hitler que comenzaba a ser algo más que el jefe de una pandilla de agitadores escribía en el periódico del partido nazi:
«El hecho de que la curia haya hecho las paces con el fascismo muestra que el Vaticano confía en las nuevas realidades políticas mucho más de lo que lo hizo en la antigua democracia liberal, con la que no pudo llegar a un acuerdo [...]. El hecho de que la Iglesia católica haya llegado a un acuerdo con la Italia fascista prueba más allá de toda duda que el mundo de las ideas fascistas está más cerca de la cristiandad que del liberalismo judío o incluso el ateísmo marxista».18
En Estados Unidos, el banquero Thomas William Lamont, uno de los principales agentes de la banca Morgan, estaba mucho menos interesado en las consecuencias políticas del tratado que en los noventa millones de dólares que llevaba aparejados. A fin de cuentas. Pío XI era un viejo amigo de la casa Morgan. Siendo monseñor Ratti prefecto de la Biblioteca Vaticana, el que más tar de se convertiría en papa gestionó la restauración de una valiosa colección de manuscritos coptos propiedad de J. Pierpoint Mor gan.19 Aquellos pergaminos pasarían a ser una de las piezas más preciadas de la mítica «biblioteca negra» del millonario.
18. Hitler, Adolf, Volkischer Beobachter, 22 de febrero de 1929.
19. Chernow, Ron, The House o f Morgan: An American Banking Dynasty and the Rise of Modern finance, Grove Press, Nueva York, 2001.
Comenzaba una época en que las obras del diablo iban a ser salpicadas con agua bendita.
Te ayudo TOBI