Re: El Concilio de Constanza y el Mito de la Sucesión Apostólica.
XXVI Entrega
Falsificaciones
El peor tropezadero de todos los papistas es el canon del Sínodo africano que prohíbe cualquier apelación allende los mares, es decir: a Roma, fue adoptado por Graciano a favor del nuevo sistema mediante una adición que hizo afirmar al Sínodo precisamente lo que negaba. Si el seudo─Isidoro, por un lado llevó a cabo por medio de sus invenciones la anulación de las antiguas leyes prohibiendo a los obispos el traslado de una sede a otra. Graciano, siguiendo a Anselmo y al cardenal Gregorio superó esto mediante un nuevo fraude, concediendo únicamente al Papa el derecho de traslado. Una de sus adiciones más importantes, que es a la vez una evidencia de las amplias divergencias entre la antigua ley de la Iglesia y la nueva, lo constituye el capítulo que elaboró un sistema de persecución religiosa. Mientras hace decir a Gregorio Magno que la Iglesia debería proteger a los homicidas, falsificando para ello un canon citado por Ivo y Burkard; se toma el trabajo, por otro lado, para introducir en una larga serie de cánones la noción de que es ilegal, aún más: un deber, el constreñir a los hombres para que acepten la fe, y eso por todos los medios de coacción física, particularmente por la tortura y la ejecución de los herejes y confiscación de sus propiedades. En esto fue más allá que los canonistas gregorianos. No se olvida de argumentar que Urbano II había declarado que cualquiera que mataba a un excomulgado llevado por el celo de la Iglesia, no era un asesino en ninguna manera, llegando a la conclusión general de que es claro que los
“malos” (todos los que sean declarados como tales por las autoridades de la Iglesia), no solamente deben ser castigados con azotes, sino ejecutados.
Aún podemos encontrar peores cosas en la obra del monje boloñés que, gracias a la Curia, se convirtió en el manual y código canónico de Occidente, para escándalo de la religión y la Iglesia. Y esta mezcla, no simple sino complicada y multiforme, de falsificaciones, era rica en materiales conteniendo el germen de futuros desarrollos, de profundas consecuencias tanto para la vida civil como religiosa de Occidente. Tal es el caso de la idea de herejía que ya entonces fue moldeada como una espada de dos filos, y un verdadero instrumento de dominación eclesiástica. El Papa Nicolás I había afirmado en su carta al emperador Miguel, que el sexto canon del Concilio del año 381 (I de Constantinopla), que distorsionó grandemente, obligaba a tratar a los cismáticos y excomulgados como herejes. Anselmo y Graciano incorporaron esta explicación en sus nuevos códigos; así que al mismo tiempo que la herejía era señalada como una ofensa capital, el término recibió una extensión terrible e ilimitada, ya que todo había sido hecho hasta entonces mediante las falsificaciones para convertir en herejes a todos los que se atrevieran a desobedecer una orden papal, o hablar en contra de una decisión o una doctrina del Papa.
Los primeros gregorianos no sentaron tan claramente, y tan al desnudo como lo hizo Graciano, que el Papa en su ilimitada superioridad a toda ley se halla en igualdad con el Hijo de Dios. Graciano dice que, así como Cristo se sometió a la ley de la tierra, aunque en verdad era Señor de la misma, así el Papa está por encima de todas las leyes de la Iglesia y puede disponer de las mismas a su albedrío, toda vez que derivan toda su fuerza de él solamente. Gracias a la influencia de Graciano, esto se convirtió en la doctrina prevalerte de la Curia, de manera que hasta después de los grandes concilios de Reforma, Eugenio IV, en 1439, contestó al rey Carlos VII, cuando apelaba a las leyes de la Iglesia, que era simplemente ridículo venir al Papa con semejante apelación, ya que es éste el que redime, suspende, cambia o anula estas leyes a su antojo
En los cincuenta años que median entre la aparición de los
“Decretum” de Graciano y el pontificado del más poderoso de los Papas, Inocencio III, el sistema papal, tal como se había convertido en sus tres estadios de desarrollo (mediante las Decretales seudo─isidorianas, la escuela gregoriana y Graciano) se abrió paso el dominio absoluto y total.
Consecuencias posteriores:
De una manera poco encubierta los conceptos de herejía y el derecho de que cualquiera que asesina a un hereje no es un asesino, se establecieron en nuestro pasado Nacional Catolicismo. Así, fueron considerados herejes los incluidos en el llamado contubernio
“Judeo masónico marxista”. El Jefe del Estado y del Gobierno “Nacional Católico” jamás le tembló la mano al confirmar las ejecuciones de los tales herejes. En cuanto a los herejes protestantes fueron cualificados como ciudadanos de segunda sin más derechos que los que la Santa Madre les quisiera conceder, es decir, ninguno.
Cuando el Ministro de Asuntos Exteriores, Fernando M. Castiella planteo en las Cortes Nacional Católicas que los protestantes fueran ciudadanos con los mismos pocos derechos que el resto de españoles, tuvo una fuerte oposición de los Obispos.
Pero la situación derivada del Concilio Vaticano II tenía sus efectos. En Noviembre de 1968, la Revista Mundo Cristiano se preguntaba, en un extenso artículo de portada titulado “Libertad religiosa en España. ¿Somos 32 millones de católicos?” la siguiente cuestión:
España es un país católico…ésta es la definición religiosa de nuestra patria. España tiene desparramados por su piel de toro alrededor de treinta y dos millones de seres humanos. Por definición, habríamos de decir que todos los que habitamos sobre este suelo somos católicos, apostólicos y romanos. Pero el hecho es bien distinto. Solamente doce millones cumplen con el precepto dominical, de los cuales una buena parte reducen su catolicidad a estos cuarenta minutos semanales… ¿Qué pasa con esos veinte millones que ni siquiera acuden a misa los domingos?
En otro artículo del mismo número, comentaba:
“A pesar de que lo de la “España Católica” es una frase que suena muy bien, no parece corresponder a la verdad. En nuestra Patria, según las estadísticas, los católicos practicantes sólo representan un cuarenta por ciento de la población. Con un breve cálculo sobre este tanto por ciento, llegamos a dos cifras: una de doce millones, en la que incluye a todos los españoles que son más o menos consecuentes con su fe y cumplen por lo menos con el precepto dominical; y otro de veinte millones, que es el recuento de los que desconocen a Dios o que, a pesar de conocerlo, no mantienen ninguna relación Él. Veinte millones es mucha gente. Demasiada”.
La actual población de nuestro país sobrepasa los 40 millones y el aumento de la defección de los bautizados católicos sobrepasa con creces el 80%.
Otra cuestión que ha llamado poderosamente la atención de propios y extraños está en el proyecto de la próxima Constitución Europea. El Vaticano se ha quejado que no haya la más mínima referencia a las “raíces cristianas” de nuestro Continente.
No se lo que el Vaticano entenderá por “raíces cristianas”. Pero puede que los “padres constitucionales” teman que cualquier Papa les diga que “él es el que redime, suspende, cambia o anula las leyes a su antojo”
Si se adoptara conforme a los principios luteranos de la Reforma sería peyorativo y discriminatorio para parte de Alemania, para Austria, Italia, Bélgica, Francia, España y Portugal. Claro que también me pregunto si mayoritariamente les importa un bledo.
Las consecuencias del pasado, quieran o no, llegan hasta nuestros días.