La suerte de Cossa cambió cuando Segismundo, emperador electo, consiguió obligarle a convocar un concilio para «reducir el número de papas de conformidad con el Evangelio». Debía reunirse en la ciudad amurallada de Constanza, al sur de Alemania, en la frontera con Suiza. En pocos meses, su población aumentaría de seis mil a dieciséis mil habitantes y más tarde se duplicaría.
Cuando el clero se congregaba en gran número, la prudencia aconsejaba elegir una localidad cercana al agua —lago o río— para deshacerse de los cadáveres. El lago de Constanza acogió más de quinientos mientras duraron las sesiones del concilio; también el Rin ocultó muchos secretos. Otro requisito era que el lugar de reunión fuese suficientemente espacioso para dar acomodo al gran número de prostitutas que, por experiencia, sabía que los requerimientos del clero eran más urgentes que los de los militares y pagaba precios más interesantes. En los momentos culminantes del concilio, se calcularon en doce mil las rameras presentes en Constanza, que prestaban sus servicios a todas horas del día.
El día de Todos los Santos de 1414, Juan XXIII, pirata afectado de reumatismo, de cuarenta y ocho años de edad, revestido de oro, ofició la misa y pronunció el sermón de la inauguración oficial del concilio general. Fue una asamblea muy concurrida, a la que acudieron trescientos obispos y trescientos teólogos de primera línea, además de los cardenales de las tres obediencias.
Huss, rector de la Universidad de Praga, a quien Segismundo había concedido un salvoconducto, fue arrestado inmediatamente por orden de Cossa y encarcelado. Fue una advertencia para todos, en particular para el papa Benedicto (llamado Benefictus, es decir, «Paparrucha») y el papa Gregorio (llamado Errorius, es decir, «Errata»).
Juan XXIII se había arriesgado al cruzar los Alpes y entrar en territorio imperial, pero contaba con los votos suficientes como para sentirse seguro. En aquel momento, al igual que en otras ocasiones, había más obispos italianos que de todas las otras nacionalidades juntas. Pero el fracaso de sus esperanzas se concretó cuando el concilio decidió votar no individualmente sino por naciones. Su mayoría desapareció al instante y descubrió que eran tres a uno en su contra. A primera hora de la mañana de Navidad, llegó Segismundo y le ordenó que renunciara.
Cossa adivinó de inmediato el contenido de su auto de procesamiento, un extenso catálogo de sus fechorías redactado con maligna precisión. Las «madames» que regían todos los prostíbulos de la cristiandad deberían de haber testificado en su contra. Cuando llegaron a sus oídos las exigencias, sobre todo de los ingleses, que debía ser quemado y lo que debería hacerse con él, aceptó renunciar con tal que los otros papas hiciesen lo mismo. Acto seguido, disfrazándose de palafrenero, abandonó Constanza al anochecer. Sin papa no había concilio, debió de pensar. En el grupo de cardenales que se unió a él en su escondite de Schaffhausen, a cincuenta kilómetros de distancia, se encontraba Oddo Colonna. Un destacamento de guardias imperiales le obligó a regresar para hacer frente a la situación.
Entretanto, el concilio había asumido toda la autoridad. En su cuarta y quinta sesiones pergeñó una declaración unánime de fe que ha obsesionado a la Iglesia católica desde entonces.
El santo Concilio de Constanza... declara, primero, que está legalmente constituido bajo la advocación del Espíritu Santo, que está establecido como concilio general representando a la Iglesia católica y, por lo tanto, recibe la autoridad inmediata de Cristo; todos los creyentes de cualquier rango y condición, incluyendo el papa, están obligados a obedecer al concilio en materia de fe, dando por finalizado el cisma y comenzando la reforma de la Iglesia de Dios en su cabeza y en sus miembros.
Eneas Sylvius, que un día sería el papa Pío II, escribió: «Apenas nadie duda que el concilio está por encima del papa». ¿Por qué habría de dudarlo alguien? La antigua doctrina de la Iglesia indica que el concilio general tiene la supremacía en cuestiones de fe y disciplina. En base a esta doctrina, más de un papa fue condenado por hereje en los concilios.
Las consecuencias de Constanza fueron importantes. Si el papa está obligado a obedecer a la Iglesia en materia de fe, no puede consentir sin la Iglesia en ser infalible. De hecho, cuando habla con independencia del concilio, el papa puede errar en cuestiones de fe. Esta doctrina fue relegada por los papas medievales como Gregorio VII e Inocencio III por motivos dudosos.
Una vez el concilio hubo afirmado su autoridad sobre el papa, procedió a ejercerla para deponer en primer lugar a Benedicto, quien ya había huido a Peñíscola.
El siguiente era Juan XXIII. Estaba resuelto a no renunciar. Los padres del concilio convinieron en que él era el papa legítimo, pero la Iglesia era más importante que el papado. Los cargos que se habían presentado contra él fueron reducidos de cincuenta y cuatro a cinco. Tal como observa Gibbon en The Decline and Fall: «Los cargos más escandalosos se suprimieron; el vicario de Cristo sólo fue acusado de piratería, homicidio, violación, sodomía e incesto». Era un hecho bien conocido que, desde que se había convertido en vicario de Cristo, el único ejercicio que había practicado había sido la cama. Es significativo que Juan XXIII fuera absuelto del cargo de herejía, probablemente porque nunca demostró suficiente interés por la religión como para ser señalado como heterodoxo. Hasta ese momento, la única acusación considerada suficientemente grave para deponer a un pontífice era la herejía. Cossa fue depuesto porque no se había comportado como debía hacerlo un papa.
El 29 de mayo de 1415, los sellos pontificios de Juan XXIII fueron solemnemente quebrados con martillo. Pero un ex papa, como un ex presidente, tiene derecho a cierto trato respetuoso. A pesar de su heroica promiscuidad, sólo fue condenado a tres años de encarcelamiento.
Huss, valeroso, casto, incorruptible, severo adversario de la simonía y del concubinato clerical, tuvo un destino peor. Después de negarle toda defensa legal, procesado por cargos irreales, interrogado por dominicos que no habían leído sus libros ni siquiera en traducción, fue sentenciado a la última pena. Tocado con un alto gorro en el que tres diablillos oscilaban al viento, escoltado por los soldados del conde del Palatinado, fue sacado de la prisión una soleada mañana estival de 1415. Prácticamente toda la ciudad siguió la procesión que inició su andadura en el otro lado del cementrerio, donde se había hecho una fogata con los libros de Huss, y siguió hasta una verde y risueña pradería. Oró por sus perseguidores mientras se encendía la hoguera. Se le oyó decir tres veces consecutivas: «Cristo, tú que eres hijo del Dios viviente, ten piedad de mí», antes de que las llamas avivadas por el viento llegasen a su rostro. Sus labios siguieron articulando algunas oraciones hasta que expiró sin un gemido. Para evitar que fuese honrado como un mártir, sus cenizas fueron esparcidas en el Rin. Obviamente, era más pecaminoso afirmar, como lo hicieran Huss y el Nuevo Testamento, que, tras la consagración, a la Eucaristía debía seguir llamándosela «pan», que ser un codicioso, homicida e incestuoso papa que engañó a la Iglesia en casi todo.
Finalmente, Gregorio XII, ya nonagenario y hastiado, convocó al concilio que había estado en sesión permanente desde hacía meses, y ofreció su renuncia. Cumplimentadas estas formalidades, se prescindió de los tres papas. La cristiandad podía volver a respirar.
Segismundo, aunque era igual de libertino, estaba empeñado en reformar la Iglesia antes de que fuera elegido un nuevo pontífice, convencido de que nunca podría confiarse en un papa para reformar la Iglesia. Durante siglos, arguyó, el papado no ha estado a la altura de esta tarea. En aquel tiempo, los clérigos castos eran tan escasos que los que no tenían una mujer eran acusados de practicar vicios menos honrosos.
Por desventura, Segismundo no disfrutaba del apoyo del rey de Francia, como tampoco del de Enrique V de Inglaterra, henchido de presunción por su reciente victoria en Agincourt.
El cardenal Otto Colonna, que ya había mostrado su fidelidad a Juan XXIII cuando éste huyó a Schaffhausen, fue elegido sin demora y optó por el nombre de Martín V. Con poco más de cincuenta años, Colonna era un eclesiástico de nacimiento y educación, hijo de uno de los cardenales de Urbano VI, Agapito Colonna. La Iglesia volvía a tener un único papa. No había muchas esperanzas de potenciar la reforma, aunque se hubiese reflexionado mucho en la forma de reconducir al clero.
Dos días después de su elección, el diácono Colonna fue ordenado sacerdote. Era el 13 de noviembre de 1417. Al día siguiente fue consagrado obispo. Una semana después, ya coronado pontífice, extendería sus pies bajo el altar para que fueran besados antes de mostrarse en público montado a caballo. Segismundo y Federico de Brandenburgo llevaron las bridas de su cabalgadura de un lado para otro.
Como Juan XXIII, el único objetivo de Martín era escapar del fausto de Constanza. No tenía ningún interés en reformar la curia o el papado. En efecto, cuando Cossa fue liberado de su cómoda prisión de Heildelberg y se traladó a Florencia, Martín rehabilitó a este confeso homicida y violador, confiándole el obispado de Frascati y nombrándole cardenal deTusculum.
La ansiedad de Martín por encontrar una solución rápida era comprensible. El mayor concilio que jamás se convocara en Occidente había decretado que los concilios generales recibían su autoridad directamente de Cristo. Todos, incluido el papa, estaban sometidos a ellos en cuestiones de fe, en la cicatrización del cisma y en la reforma eclesial. Lo que hacía especialmente delicada su posición era la aceptación unánime de estas cuestiones. Como cardenal, Colonna había votado a favor. Pero la historia enseña que, de forma inexorable, el papado transforma al hombre tan pronto como asciende al solio. Deseaba regresar a Roma donde afirmaría su superioridad sobre el concilio. En otras palabras, quería refutar las mismas bases de su elección. El problema se resumía en que si el papa ocupaba una posición superior en la Iglesia, no era él sino Juan XXIII el sumo pontífice.
Esta tensión tardaría otros cuatrocientos cincuenta años en resolverse. Finalmente, el Concilio Vaticano I declaró que era necesario para la salvación creer en la supremacía e infalibilidad pontificia. El precio de la resolución fue muy alto. El Vaticano I contradecía todo lo expuesto en los concilios previos de la Iglesia y que se había concretado en Constanza. Por ejemplo, con arreglo al Vaticano I, cuando un papa explica ex cathedra, sus definiciones «son irreformables por ellas mismas y no por el consentimiento de la Iglesia». En Constanza se dijo que el papa «está obligado a obedecerle [al concilio] en cuestiones de fe». Por ello, Tomás More, el seglar mejor informado de su tiempo, escribió en 1534 a Tomás Cromwell diciéndole que si bien creía que la primacía de Roma estaba instituida por Dios, «sin embargo, nunca pensé que el papa estuviese por encima del concilio».
¿Qué hubiese ocurrido si el dogma del absolutismo pontificio del Vaticano I hubiera existido antes de Constanza? En este caso, Constanza no se hubiera considerado competente para deponer un papa y la Iglesia podría haber perdurado sumergida en un pontificado trinitario durante siglos. Solamente negando sin más lo que se convertiría en dogma central del catolicismo pudo el concilio general de Constanza salvar a la Iglesia.