Re: Derechos de los homosexuales
La Creación nos dotó de instintos para un propósito. Sin ellos no seríamos seres humanos completos. Si el ser humano no se esforzara por su seguridad personal, ni hiciera ningún esfuerzo para cosechar sus alimentos o construir su hogar, no sobreviviría. Si no se reprodujeran, la Tierra no estaría poblada. Si no existiera el instinto social, si a los seres humanos no les importara la compañía de sus semejantes, la capacidad de vivir no existiría. Así, estos deseos, de relación sexual, de seguridad material, emocional y de compañía, son perfectamente justos y necesarios y, ciertamente, son dones de Dios.
Sin embargo, estos instintos, tan necesarios para nuestra existencia, nos dominan e insisten en dominar nuestras vidas. Nuestros deseos sexuales, de seguridad material y emocional y de obtener una posición importante en la sociedad, a veces, nos tiranizan. Cuando los deseos naturales del hombre se descoyuntan le ocasionan graves dificultades. No hay ser humano, por más bueno que sea, exento de esto. Puede decirse que casi todos los problemas emocionales, son casos de instintos mal encauzados. Cuando esto sucede, nuestro "activo" natural, que son los instintos, se convierten en riesgos físicos y mentales.
Supongamos que una persona antepone a todo, el deseo sexual. En tal caso, este apremio imperioso puede destruir sus oportunidades para lograr su seguridad material y económica y su posición en la sociedad. Otro puede desarrollar tal obsesión por su seguridad económica que no quiere hacer nada más que acumular dinero. Si va al extremo, puede convertirse en un avaro y en un solitario que se priva hasta de su familia y amigos.
La búsqueda de la seguridad no siempre se manifiesta en términos de dinero. Muy a menudo vemos al ser humano asustado, que se empeña en depender de otra persona más fuerte que lo guíe y proteja. Este ser débil, al no poder enfrentarse a las responsabilidades de la vida con sus propios recursos, no crece nunca, la desilusión y el desamparo son su destino. Con el tiempo, sus protectores huyen o mueren y queda solo y atemorizado.
También hemos visto hombres y mujeres a los que el poder los hace perder la cabeza, que se dedican a mandar a sus semejantes. Estas personas, a menudo, desperdician las oportunidades que se les presentan de lograr una legítima seguridad y la felicidad de su hogar. Cuando un ser humano se vuelve el campo de batalla de sus instintos, nunca tendrá tranquilidad.
Si temperamentalmente estamos en el lado depresivo, estamos propensos a ser abrumados por el sentimiento de culpabilidad y repugnancia de nosotros mismos. Nos revolcamos en ese fango de sentimentalismo originando de ello un placer deformado y doloroso. A medida que perseguimos esta melancólica actividad, podemos sumirnos en tal grado de desesperación, que llegamos a creer que el olvido es la única solución posible. Aquí hemos perdido todo sentido de perspectiva y, desde luego, y por consiguiente, de humildad.
Si, por otra parte, nuestra manera de pensar natural se inclina hacia el fariseísmo o la grandiosidad, nuestra reacción será la opuesta.
Vamos a adoptar una relación universalmente conocida de los principales defectos humanos, los siete pecados capitales: el orgullo, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. El orgullo no encabeza esta relación por mera casualidad, porque el orgullo nos conduce a la costumbre que tenemos de tratar de justificar todos nuestros actos y, siempre inducidos por nuestros temores conscientes o inconscientes, es la causa principal de la mayor parte de las dificultades humanas, y el principal obstáculo al verdadero progreso. El orgullo nos induce a interponernos a nosotros, o a los demás, exigencias que no se pueden cumplir sin pervertir o hacer mal uso de los instintos con que Dios nos ha dotado. Cuando la satisfacción de nuestros instintos sexuales y de seguridad se convierten en el único objetivo de nuestras vidas, el orgullo hace acto de presencia para justificar nuestros excesos.
Todos estos defectos generan miedo, una enfermedad del alma por sí sola. A su vez, el miedo genera otros defectos de carácter. El miedo irrazonable a que nuestros instintos no se satisfagan nos impulsa a codiciar bienes ajenos (avaricia), al deseo inmoderado de satisfacciones sexuales (lujuria) y de poderío, a enfadarnos cuando las exigencias de nuestros instintos se ven amenazadas (ira), a ser envidiosos cuando los anhelos de otros se llevan a cabo, mientras que los nuestros no (envidia). Comemos, bebemos y arrebatamos más de lo que necesitamos por el temor de que no nos toque suficiente (gula). Y con genuina alarma ante el trabajo, permanecemos indolentes. Flojeamos y lo dejamos todo para después y, a lo máximo, trabajamos a a la mitad de nuestra capacidad y a regañadientes (pereza). Estos miedos son la polilla que devora sin cesar la base de cualquier clase de vida que tratamos de edificar.
Los doce pasos.
Las bendiciones del Padre para tod@s.