¿Tiene el creyente el deber de involucrarse en la política de su país?
¿Tiene el creyente el deber de involucrarse en la política de su país?
¿Tiene el creyente el deber de involucrarse en la política de su país?
Tal como está planteada la pregunta del epígrafe bastaría contestar con un simple NO; ya que no se pregunta si “puede” sino que ese “tiene el deber” lo compromete al cumplimiento de un mandato que no hallamos en la Biblia.
Además, habría que precisar en este caso el alcance del involucrarse, pues más allá del orar por las autoridades y estar sujetos a ellas como enseña Pablo, en los países donde el voto es obligatorio, como el mío (Uruguay, y lo haremos el mes próximo), parece bastar con que el creyente cumpla con lo dispuesto, pues si le falta convicción para elegir alguna lista de candidatos, siempre le queda la opción de votar en blanco, lo cual también es válido.
El ejemplo del Señor huyendo al monte cuando le buscaban para hacerle rey, y su declaración de que su reino no es de este mundo, parece ser también un fuerte disuasivo para cuantos fuimos llamados a reinar juntamente con Él.
Podríamos pensar en Adán y Eva como los primeros políticos de la historia,
dada la potestad de dominio universal que les fue encomendada (Gn.1:28), pero cuando quisieron tomar el mando en independencia de Dios, fueron también los primeros políticos fracasados, avergonzados y desterrados.
Hasta acá el lado negativo de la cuestión; pero de poco sirve cerrarse herméticamente sin considerar al menos la posibilidad que hubiera algún aspecto positivo que pudiera llevar a algún auténtico cristiano a dedicarse a la carrera política.
Aunque los precedentes bíblicos sean escasos, bastaría el caso de José en
Egipto para inspirar a más de cuatro de nuestros buenos hermanos. La inteligencia y sabiduría que Dios le dio, no solamente benefició a los egipcios, sino que en la providencia divina también sirvió para preservar a la descendencia de Abraham del hambre en Canaán.
Nos es fácil a los creyentes criticar a los políticos; ¿pero qué tal si los hubiese cristianos de pura cepa, diligentes, honestos, insobornables y transparentes? También criticamos (¡y con razón!) el deterioro social en áreas tan importantes como la justicia, la seguridad, la salud y la educación, pero no vemos mal que tengamos hermanos profesionales como abogados, policías, médicos y maestros. Cada cual en su propio campo de labor, cumpliendo a conciencia su cometido, es un contribuyente al bien comunitario de una ciudad o del país, y de paso adorna la doctrina de nuestro Salvador con su buen testimonio.
Entonces, no debería verse mal que cualquier joven de nuestras iglesias
tuviera una especial vocación para estudiar aquellas ciencias y artes que hacen a la política, y así servir a la nación en un terreno jamás visto con buenos ojos por los misioneros, ancianos y predicadores.
Pero como decimos ésto, también deberíamos decir lo otro: que no harían bien aquellos que recibieron dones para servir en la obra de Dios como evangelistas o entre las iglesias como maestros y expositores bíblicos, en aprovechar ahora de su talento, elocuencia y demás capacidades para cambiar el ministerio al que fueron llamados por la carrera política como algo más promisorio. La misma Historia de la Iglesia nos muestra que cuando grandes hombres de Dios incursionaron en política fracasaron lastimosamente, para vergüenza del Evangelio, ensombreciendo sus por demás espléndidas biografías; basta recordar los ejemplos de Lutero, Calvino y Zuinglio.
Una vez que ya tenemos al hermano genuinamente vocacional para lanzarse a la arena política surge el problema de a cual partido debe integrarse, pues en nuestros sistemas democráticos la ciudadanía no vota a un candidato aislado, sino dentro de la lista de un partido legalmente reconocido como tal. Y acá el problema es muy serio, pues aunque se nos ha convencido que en nuestras elecciones libres y republicanas elegimos a nuestros representantes en el Parlamento o Congreso, en realidad cada senador y diputado está representando sus propios intereses, los de su familia, amigos y conocidos, y de su sector político. El bien del ciudadano común, de la comunidad y de la propia nación únicamente aparece durante la campaña política, y a la hora de legislar sólo cuando también coinciden aquellos intereses particulares y prioritarios. Esta es la situación ideal para todo legislador, pero pocas veces se presenta durante su gestión parlamentaria.
En mi país, un edil se convirtió y me consultó en cuanto a si podría seguir
militando en la política. Inmediatamente le contesté que sí, siempre que lo hiciera con buena conciencia y sin transgredir los mandamientos de nuestro
Señor. Entonces me relató lo siguiente: - En cierta ocasión un edil del partido político opositor propuso un proyecto que yo voté muy satisfecho. Luego, la bancada de mi partido me reprochó por deslealtad al haber contribuido con mi voto a que se aprobara el proyecto de los contrarios. Aduje entonces que la propuesta era muy buena porque beneficiaría en gran manera a nuestra ciudad. Me dijeron que precisamente por eso mismo debía haberlo votado en contra, pues ahora quedaría marcado en la historia que ese partido había sido el gestor de tan brillante idea, lo que sería luego usado para publicitar sus futuras campañas políticas. Me dieron a entender muy claramente que si ya no estaba dispuesto a votar juntamente con la bancada, entonces la ética exigía que debía entregar mi banca para ser reemplazado por mi suplente respectivo. Siendo así las cosas, obviamente que el edil convertido no pudo continuar y renunció a su cargo en la Junta Departamental.
Entonces, la única solución que queda en pie es la de fundar un nuevo partido político que ponga la Biblia junto a la Constitución, y cuyos candidatos sean ciudadanos dignos y cristianos ejemplares.
Pues ya de entrada tropezamos con un pequeño gran inconveniente: ¿quién lo votará?
Si pensamos que la gran mayoría de nuestros hermanos, no será así: todos saben que desde Diótrefes en adelante todos cuantos contrajeron el síndrome del “liderazgo” jamás pararon hasta ser nicolaítas de hecho aunque nunca confesos. Los mayores abusos, arbitrariedades e injusticias cometidas han ocurrido en las iglesias, siendo más sutiles y refinadas en su crueldad, cuanto más fuese la ostentación que hiciesen de fundamentalismo bíblico.
Si pensamos que la gente del mundo podría hacerlo, dado el general respeto que suelen profesar a los cristianos evangélicos, tampoco ya es así. Demasiados Pastores y Apóstoles truchos han aparecido enturbiando la otrora
buena imagen que se tenía de los evangélicos. Por supuesto que ellos saben que no todos son igual, pero que si pocas fueron las moscas caídas en la sopa, la generalidad de los comensales la siguió sirviendo como si no pasara nada.
Los propios inconversos podrían muy bien aplicarnos como requisitos a los
políticos los que Pablo daba para los obispos (1Ti.3:5), de esta manera: - Pues los que no saben gobernar su propia iglesia, ¿cómo cuidarán de la nación?
Creo que en vez de catapultar a nuestros buenos hermanos a la política, lo
que mejor podríamos hacer es orar y testificar a los políticos, pues en la medida que Dios los convierta podremos ver un mayor acierto en la conducción del gobierno en nuestros países.
Y si alguno abriga todavía alguna nostalgia por la carrera política, recuerde que la carrera cristiana es la que no para hasta alcanzar el mayor éxito jamás
imaginado: “Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono”
(Ap.3:21).
Probablemente mis opiniones puedan no estar lo atinadas que desearía, pero es mi contribución al tema y estoy bien dispuesto a atender correcciones.
Ricardo Estévez Camona.
[email protected]
Montevideo, Uruguay.