EL ESPÍRITU SANTO (II)
Pronunciada en Jerusalén, termina lo que quedaba acerca del Espíritu Santo. La lectura se toma de la Primera epístola a los Corintios: «Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro palabra de ciencia...» (I Cor 12,8 ss.)(1).
Nos detendremos en puntos fundamentales del Nuevo Testamento
1. En la catequesis precedente ofrecimos, en cuanto lo permitieron nuestras fuerzas, una pequeña parte de los testimonios referentes al Espíritu Santo. En la presente, en cuanto se nos permita, tocaremos, si Dios quiere, lo que nos queda, es decir, lo referente al Nuevo Testamento. Ya entonces, para no excedernos en el hablar, pusimos límites a nuestra tarea —pues nunca se acabaría de hablar del Espíritu Santo— y ahora daremos cuenta de una pequeña parte de lo que resta. No pretendemos ingenuamente cubrir lo poco que diremos con la multitud de lo que puede extraerse de la Escritura. Tampoco utilizaremos hoy razonamientos e invenciones humanas—no debe hacerse—, sino que nos bastará traer a la memoria las sentencias de la Sagrada Escritura. Es el procedimiento más seguro según el bienaventurado apóstol Pablo, que dice «... de las cuales también hablamos(2), no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales» (1 Cor 2, 13). Hacemos cosas semejantes a los viandantes y navegantes, los cuales, teniendo en mente la meta de un larguísimo camino, se apresuran adrede, pero acostumbran, por la limitación humana, a detenerse en las distintas ciudades y puertos.
Un solo Dios Padre, un solo Hijo, un solo Espíritu Santo
2. Pues aunque se han dado divisiones a la hora de disputar acerca del Espíritu Santo, él permanece no obstante indiviso, puesto que es único y el mismo. Igualmente cuando hablábamos del Padre, mencionábamos, por un lado, el sumo y único poder de su persona, y por otro, cómo se llamaba «Padre» y «Todopoderoso» y, además, creador de todas las cosas(3) pero esta distribución de las catequesis no significaba una división de la fe. Era único también el propósito de la piedad y de nuestra religiosidad cuando hablábamos del Hijo unigénito de Dios, cuando enseñábamos tanto lo que se refiere a su divinidad como lo que atañe a su humanidad. De este modo cuando distribuíamos en cuestiones diversas lo que había que decir acerca de nuestro Señor Jesucristo, predicábamos una fe indivisa en él. Así, pues, también ahora, aun habiendo dividido las catequesis acerca del Espíritu Santo, es una fe indivisa en él la que anunciamos. Pues el Espíritu Santo es uno y el mismo, pues «todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1 Cor 12,11), pero él permanece sin división. Pues no hay otro Paráclito que no sea el Espíritu Santo, pero es único e idéntico aunque con diversas denominaciones: vivo y subsistente(4), que habla y actúa. Es santificador de todas las criaturas dotadas de razón que Dios ha hecho por medio de Cristo, los ángeles y los hombres.
Diversas denominaciones, pero un solo Espíritu
3. Pero que no crean algunos, por su ignorancia y por la diversidad de denominaciones del Espíritu Santo, que se trata de espíritus diversos, y no de uno único e idéntico, el único que existe. Por ello, la Iglesia Católica, que vela por tu seguridad, transmitió en la confesión de fe que creyésemos «en un único Espíritu Santo Paráclito, que habló por los profetas»: para que pudieses darte cuenta de que ciertamente las denominaciones pueden ser muchas, pero Espíritu Santo sólo hay uno. De aquellas muchas denominaciones os hablaremos ahora de algunas.
La relación del Espíritu Santo al Hijo y al Padre
4. Se llama Espíritu según lo que hemos leído: «Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría» ( 1 Cor 12,8). Y se le llama Espíritu de Verdad, según lo que dice el Salvador: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad...» (Jn 16, 13). También se le llama Paráclito, como también dijo: «... porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (16, 7). Y que se trata de una única y misma realidad, a la que se denomina con nombres diversos, se explica claramente por lo que inmediatamente diré. Pues ya se dijo que el Espíritu Santo y el Paráclito son el mismo. Pero está igualmente dicho que son lo mismo el Paráclito y el Espíritu de la verdad: «(Y yo pediré al Padre) y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (14, 16-17). Y también, «cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad» (15, 26). Se le llama Espíritu de Dios, como está escrito: «He visto al Espíritu que bajaba... sobre él» (Jn 1, 32), y, a su vez: «Todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). También se le denomina Espíritu del Padre, como dijo el Salvador: «No seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará por vosotros» (Mt 10, 20). Y también Pablo: «Doblo mis rodillas ante el Padre» (Ef 3, 14) y, más abajo: «... para que os conceda... que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu» (3, 16). Se le llama también Espiritu del Señor, como dice Pedro: «¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba el Espíritu del Señor?» (Hech 5, 9). Igualmente se le llama Espíritu de Dios y de Cristo, como Pablo escribe: «Más vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece» (Ro». 8, 9). Se le llama asimismo Espíritu del Hijo de Dios, como está dicho: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4). Y se le menciona también como Espíritu de Cristo, como ha quedado escrito: «... procurando descubrir a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el Espíritu de Cristo» (I Pe 1, 11). Y también: «... gracias a vuestras oraciones y a la ayuda prestada por el Espíritu de Jesucristo» (Flp 1, 19).
Más denominaciones del Espíritu Santo
5. Además encontrarás otras muchas denominaciones del Espíritu Santo. Pues se le llama Espíritu de santificación, como está escrito: «Según el Espíritu de santidad» (Rm 1, 4)(5). También se le llama Espíritu de adopción, como dice Pablo: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15). Igualmente se le llama Espiritu de revelación, según está escrito: «... os conceda (el Dios de nuestro Señor Jesucristo) espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente» (Ef 1, 17). También se le menciona como Espíritu de la Promesa, como se dice en el mismo lugar: «En él también vosotros, tras haber... creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa» (1, 13). Se le llama también Espíritu de gracia, cuando a su vez, dice: «el que... ultrajó al Espíritu de la gracia» (Hebr 10, 29). Y también se le denomina con otras muchas denominaciones del mismo modo. Oíste claramente también en la catequesis precedente que a él en los Salmos se le llama a veces «bueno» y, a veces, «generoso» (51, 14). Y en Isaías se le ha llamado «espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor» (Is 11, 2). De todo lo cual se deduce, tanto de lo anterior como de lo que hemos dicho ahora, que realmente son distintas las denominaciones, pero el Espíritu Santo es uno y el mismo, vivo y subsistente, siempre presente juntamente con el Padre y el Hijo. No es proferido mediante palabras por la boca o los labios del Padre o del Hijo, ni mediante ninguna expiración ni tampoco es echado al aire, sino que subsiste en sí mismo(6), hablando y actuando él mismo, dispensador y santificador. No es dispensación con desgarro, sino en la concordia, y es la única que da la salvación, la cual procede —como ya dijimos—, del Padre, el Hijo y Espíritu Santo. Quiero que recordéis lo que hace poco dijimos(7) y que claramente os deis cuenta de que no se trata, en la Ley y los Profetas, de un Espíritu y de otro distinto en los Evangelios y en los Apóstoles. Sólo hay un único e idéntico Espíritu Santo, que inspiró las Sagradas Escrituras tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
El Espíritu Santo hizo posible la concepción virginal de María
6. Este es el Espíritu Santo que vino a Santa María Virgen. Pues como se trataba de engendrar a Cristo, el Unigénito, la fuerza del Altísimo la cubrió con su sombra y el Espíritu Santo, acercándose hasta ella (cf. Lc 1, 35), la santificó para esto, para que pudiese tener en su interior a aquel por quien todo fue hecho. No tengo necesidad de muchas palabras para que entiendas que esta gestación estuvo libre de toda mancha y contaminación, pues ya lo aprendiste (cf. cat. 12, núm. 25). Gabriel es quien a ella le dijo: soy mensajero y pregonero de lo que ha de suceder, pero yo no participo en la operación. Pues aunque sea arcángel, soy conocedor de mi orden y de mi oficio. Yo te anuncio la alegría, pero no es por gracia mía por lo que darás a luz: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
El Espíritu Santo en Isabel, Zacarías y Simeón
7. Este Espíritu Santo mostró su eficacia en Isabel. Pues no sólo actuó con las vírgenes, sino también entre cónyuges con tal que se trate de un matrimonio legítimo. «E Isabel quedó llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41) y profetizó. Y la preclara sierva dijo de su Señor: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (1, 43). Pues Isabel la llamó bienaventurada (1, 45). Lleno del mismo Espíritu, también Zacarías, padre de Juan, profetizó diciendo cuántos bienes causaría este Unigénito, añadiendo además que Juan sería, por su bautismo, precursor suyo. También Simeón el justo fue advertido por el Espíritu Santo de que no vería la muerte antes de contemplar al Mesías del Señor y, recibiéndolo en sus brazos, dio testimonio públicamente en el Templo en lo que a él le tocaba (cf. Lc 2, 25-35).
Juan Bautista y el Espíritu Santo
8. Juan, por su parte, que había sido lleno por el Espíritu Santo desde el seno de su madre (Lc 1, 5), fue santificado en orden a bautizar al Señor, no porque él comunicase el Espíritu sino porque anunciaba al que sí lo comunicaba. Pues dice: «Yo os bautizo con agua para conversión; pero el que viene detrás de mí... él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3, 11). «En fuego», ¿por qué? Porque en lenguas de fuego tuvo lugar el descenso del Espíritu Santo. Acerca de lo cual dice el Señor con alegría: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!».
El Espíritu Santo en el bautismo de Jesús
9. Este Espíritu Santo descendió al ser bautizado el Señor (Mt 3, 16) para que no quedase oculta la dignidad del que se bautizaba, según lo que dice Juan: «El que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquel sobre quién veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo (Jn 1, 33). Pero mira lo que dice el evangelio: «Se abrieron los cielos». Abiertos por la dignidad del que descendió. Dice: «Se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él». (Mt 3, 16). Se trataba de un descenso por su propia iniciativa(8). Pues era conveniente, como algunos han interpretado, que las primicias y los dones del Espíritu Santo, que se otorgan a los bautizados, se mostrasen en primer lugar en la humanidad del Salvador, que es quién tal gracia confiere(9). Descendió en forma de paloma —como dicen algunos, pura, inocente y sencilla—, cooperando con sus oraciones en favor de los nuevos hijos y del perdón de sus pecados, mostrando así la imagen y el ejemplo(10). De este modo se había predicho, en forma misteriosa, que el Mesías habría de manifestarse de esa manera. Pues en el Cantar de los Cantares se exclama acerca del Esposo: «Sus ojos como palomas junto a arroyos de agua» (Cant 5, 12)(11).
El Arca de Noé, la paloma, el bautismo, el Espíritu Santo(12)
10. Según algunos, una imagen de esa paloma venía ofrecida en parte por aquella de la que se cuenta en la historia de Noé (Gén 8, 8 ss.). Pues en aquellos tiempos llegó a los hombres, a través de la madera y el agua, la salvación y el comienzo de la nueva humanidad. La paloma volvió a Noé al atardecer, llevando un ramo de olivo (Gén 8, 11). Así, dicen, fue el Espíritu Santo quien descendió en realidad junto a Noé, el cabeza de esa nueva humanidad. El (el Espíritu Santo) es el que hizo una unidad de las voluntades y el genio de los linajes diversos. De esta diversidad de intereses eran imagen las distintas naturalezas de los animales encerrados en el arca. Y después que él (Cristo) llegó, los lobos espirituales pastan juntamente con las ovejas, porque la Iglesia apacienta al ternero y al toro junto al león (Is 11, 6; 65, 25). Hoy día vemos que los príncipes del mundo son guiados y enseñados por los hombres de la Iglesia. Por tanto descendió, como algunos interpretan, una paloma inteligible en el momento del bautismo. Así mostraba que era el mismo el que por el leño de la cruz otorga la salvación a los que creen y el que, al atardecer(13), habría de traer la salvación mediante su muerte.
El mismo Jesús habla del Espíritu Santo y lo promete a los Apóstoles (14)
11. Y de estas cosas hay que hablar también bajo otro aspecto. Es necesario oír las palabras del Salvador sobre el Espíritu Santo. Pues dice: «El que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5). Y sobre que esta gracia viene del Padre dice: ¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Jn 11, 13). Y también señala que Dios ha de ser adorado en Espíritu: «Pero llega la hora, y ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que lo adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4, 23-24). Y también: «Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios...» (Mt 12, 28), y poco después, en lo que se sigue: «Por eso os digo: todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este siglo ni en el otro» (12, 31-32). Y asimismo dice: «Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está» (Jn 14, 16-17). Y también dice: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (14, 25-26). Y dice: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí» (15,26). También: «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito... y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (16, 7-8). Y a su vez, en lo que sigue: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (16, 12-15). He leído expresiones del mismo Unigénito, de modo que ya no prestes atención a palabras humanas.
El don parcial del Espíritu Santo, ya el mismo día de la resurrección
12. Otorgó el don del Espíritu Santo a los apóstoles. Pues está escrito: «Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidas"» (Jn 20, 22-23). Esta es la segunda vez que se insufló el Espíritu, puesto que la primera (Gén 2, 7)(15) había quedado oscurecido por los pecados voluntarios. Ahora se cumplió lo que está escrito: «Ascendió soplándote a la cara, librándote de la aflicción» (Nah 2, 2 LXX) . ¿De dónde «ascendió»? De los infiernos(16). El evangelio narra, en efecto, que, después de su resurrección, sopló Jesús sobre ellos (Jn 20, 22). Realmente les da su gracia en este momento, pero la otorgará después con mayor abundancia. Es como si les dijera: estoy en condiciones de dárosla ahora, pero el recipiente no puede recogerla. Recibid por ahora la gracia que podáis, pero esperad una más amplia. «Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto» (Lc 24, 39). Ahora «recibidla» en parte; más tarde, íntegramente, y seréis completamente portadores de ella. Pues el que «recibe», a menudo sólo tiene en parte lo que se le concede. Pero el que se reviste, se cubre completamente con la estola. No temáis—dice—las armas del diablo y sus dardos, pues seréis portadores de la fuerza del Espíritu Santo. Acordaos de lo que anteriormente decíamos, que no es el Espíritu Santo el que se divide, sino la gracia que él confiere.
La venida del Espíritu en Pentecostés
13. Ascendió, pues, Jesús a los cielos y cumplió su promesa. Pues les había dicho: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (Jn 14, 16). Estaban sentados a la espera de la venida del Espíritu Santo. «Al llegar el día de Pentecostés» (Hech 2, 2), aquí, en esta ciudad de Jerusalén —en realidad, es algo que nos afecta, pues no hablamos de lo que a otros les sucedió, sino de los dones que se nos han concedido a nosotros—, cuando era, digo, Pentecostés, estaban sentados y llegó del cielo el Paráclito: custodio y santificador de la Iglesia, rector de las almas, guía de los arrojados a las olas y a la tempestad, luz de los perdidos, árbitro de los que combaten y corona de los vencedores.
La venida del Espíritu penetra en el interior del alma
14. Y descendió para revestir de su poder y bautizar a los apóstoles. Dice el Señor: «Vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hech 1, 5). No es que la gracia se haya dividido o se dé sólo en parte, sino que es una fuerza íntegra y que se ha derramado totalmente. Pues así como el que es bautizado por inmersión queda rodeado de agua por todas partes, así los bautizados en el Espíritu se encuentran totalmente envueltos de él. Por otra parte, el agua se derrama de modo externo al cuerpo, pero el Espíritu penetra y bautiza al alma escondida sin que nada se le oculte. ¿De qué te asombras? Toma el ejemplo de la materia, débil y humilde, pero que puede ser útil a los más sencillos. El fuego, al penetrar en el interior del hierro, todo lo convierte en fuego y hace que hierva el metal frío, comenzando así a brillar lo que era negro y oscuro. Pues bien, si el fuego, una realidad material, al introducirse en el interior del hierro, actúa ahí sin encontrar obstáculos, ¿por qué te asombras de que el Espíritu Santo penetre en el interior del alma?
El acontecimiento de Pentecostés en Hech 2
15. Y para que no se ignorase la grandeza de la gracia que venía, sonó como una trompeta celeste: «De repente vino del cielo un ruido como de una ráfaga de viento impetuoso» (Hech 2, 2), que daba así una señal de la venida de aquel que concede a los hombres «obtener con violencia el Reino de Dios» (cf. Mt 11, 12). Y hacía que los ojos viesen unas lenguas de fuego y que los oídos oyesen el sonido. Y «llenó toda la casa en la que se encontraban» (Hech 2, 2). Aquella casa se convirtió en el receptáculo de una onda inteligible. Los discípulos estaban sentados en el interior y se llenó toda la casa. Fueron bautizados, «sumergidos»(17) del todo. de acuerdo con la promesa (cf. Hech 1,5). Se revistieron en el alma y en el cuerpo de un vestidura divina y saludable. «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (2, 3). Recibieron un fuego que no abrasaba, sino que era saludable y que, destruyendo las espinas de los pecados, devolvió al alma su brillo y su esplendor. Este es el que pronto habrá de venir a vosotros. Y mientras corta y retira vuestros pecados, que son como espinas, hará resplandecer en mayor medida el fondo de vuestra alma y os dará la gracia, como entonces la dio a los apóstoles. Se posó sobre ellos bajo la apariencia de unas lenguas de fuego, como queriendo redimir sus cabezas con diademas espirituales en forma de lenguas de fuego. En anterior ocasión, una espada de fuego impedía la entrada al paraíso (Gn, 03-24). Ahora, una lengua de fuego que procuraba la salvación devolvió aquella gracia.
El don de lenguas
16. «Y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hech 2, 4). El galileo Pedro y Andrés hablan la lengua de los persas o los medos. Juan y los demás apóstoles hablaban en cualquier lengua a gentes que provenían de pueblos diversos. Pues no es ahora cuando ha comenzado a reunirse de todas partes una multitud de gente extranjera, sino que ello sucedió ya desde aquella época. ¿Dónde se encontrará un maestro tan grande que sólo con el ejemplo enseñe a sus oyentes sin haber éstos aprendido previamente su lengua? Muchos años se emplean, mediante la gramática y las demás artes, para sólo aprender a hablar correctamente en griego. Y no todos, sin embargo, lo hablan del mismo modo. Tal vez un rhétor(18) consigue hablar hermosamente, pero quizá no un gramático. Y un experto en gramática desconoce tal vez las materias filosóficas. Pero el Espíritu Santo enseñó a la vez muchas lenguas que aquellos hombres no habían aprendido nunca. Esto es realmente una gran sabiduría y una fuerza de Dios. ¿Puede acaso compararse una incultura de tantos años por parte de aquellos con la energía múltiple e inaudita de las lenguas?
El asombro de los creyentes
17. Se produjo estupor en la multitud de los que estaban escuchando (Hech 2, 6), una confusión diferente a la confusión que provenía del mal y que se había producido en Babel (cf. Gén. 11, 7-9). Pues en aquella se produjo, con la confusión de lenguas, una división de espíritus y voluntades cuando se concibió un proyecto opuesto a Dios(19). Pero aquí los pensamientos de la mente fueron reparados y llamados a la unidad, pues eran intereses piadosos los que estaban de por medio. Por los mismos medios por los que se produjo la caída, se produjo también la conversión. De ahí que se admirasen diciendo: «¿Cómo cada uno de nosotros les oímos?» (Hech 2, 8). No tiene nada de extraño que lo ignoréis, pues también Nicodemo desconocía la llegada del Espíritu, y a él le fue dicho: «El Espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3, 8). Y si alguna vez oigo su voz, desconozco de dónde viene. ¿Cómo podré explicar su persona?
El Espíritu Santo es como el vino nuevo de la nueva Alianza
18. «Otros en cambio decían riéndose: "¡Están llenos de mosto!" (Hech 2, 13)». Decían la verdad pero en plan de burla. Pues se trataba de un vino verdaderamente nuevo: la gracia de la nueva Alianza. Este era un vino realmente nuevo(20), de una viña inteligible, que a menudo, según los profetas, ya había dado fruto y que germinó en el Nuevo Testamento. Pues del mismo modo que, tomando un ejemplo gráfico, la viña permanece siempre la misma, pero según el cambio de las estaciones produce siempre frutos nuevos, así, aún permaneciendo siempre el Espíritu como él es, del mismo modo que manifestó a menudo su fuerza en los profetas, decidió ahora algo nuevo y admirable. Ya anteriormente llegó la gracia a los Padres, pero ahora lo hace en mayor medida. Pues ellos recibían realmente una participación en el Espíritu Santo. Pero en esta ocasión(21) fueron bautizados (en él) íntegra y plenamente.
Se cumplen la promesa del Espíritu por Jesús y la profecía de Joel
19. Mas Pedro, que tenía el Espíritu Santo, era plenamente consciente de lo que tenía y dijo: «Judíos y habitantes todos de Jerusalén», que predicáis a Joel pero desconocéis las Escrituras, «no están estos borrachos, como vosotros suponéis» (Hech 2, 14-15). Pues están ebrios, pero no como vosotros pensáis, sino según lo que está escrito: «Se sacian de la grasa de tu Casa, en el torrente de tus delicias los abrevas» (Sal 36, 9). Están ebrios con sobria ebriedad, la que destruye el pecado y da vida al corazón, completamente distinta a la borrachera del cuerpo. Pues ésta provoca que olvidemos las cosas que sabemos, pero aquella otra otorga incluso el conocimiento de las cosas desconocidas. Están ebrios de vino de la vid inteligible, él que dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5). Y si a mí no me creéis, entended por la misma circunstancia de tiempo lo que digo. «Pues es la hora tercia del día» (Hech 2, 15). El (Cristo) había sido crucificado a la hora tercia, como dice Marcos (15, 25). Ahora también(22) envió la gracia. Pues no son distintas aquella gracia y ésta, sino que el que había sido crucificado y se había comprometido, cumplió así su palabra. Si optáis por aceptar este testimonio, oíd lo que dice: «Es lo que dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu...» (Hech 2, 16-17; cf.Joel 3, 1-5). Pero derramaré quiere decir una donación copiosa, pues Dios «da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano» (Jn 3, 34-35). Y le dio la potestad de conceder la gracia del Espíritu Santísimo a quienes desee. «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas» (Hech 2, 17)...» y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu» (2, 18; cf.Joel 3, 1-2). El Espíritu Santo no hace acepción de personas, pues no busca dignidades sino la piedad del alma. Ni los ricos se endurezcan ni pierdan el ánimo los pobres, sino que simplemente se prepare cada uno para recibir la gracia celestial.
Ante la multitud de datos, reduciremos nuestras pretensiones
20. Son muchas las cosas que hemos tratado hoy y quizá estén fatigados los oídos. Pero quedan todavía muchas cosas y para concluir la enseñanza sobre el Espíritu Santo serían necesarias una tercera e incluso más catequesis Pero concédasenos la venia de todo ello, pues se nos echa ya encima la fiesta de la Pascua. Por consiguiente, hoy todavía hablaremos de ello, pero no podremos mencionar todo lo que hay en el Nuevo Testamento. Y es que nos quedan muchos datos de los Hechos de los Apóstoles, según los cuales la gracia del Espíritu Santo actuó eficazmente en Pedro y también en todos los demás apóstoles. Hay otras muchas cosas en las epístolas católicas y en las catorce epístolas de Pablo, de las que ahora intentaremos deshojar algunas pocas, como tomándolas de un prado inmenso, con la finalidad de traerlas a la memoria.
La fuerza de las palabras de Pedro. Curación del paralítico. Ananías y Safira
21. Pues en la fuerza del Espíritu Santo, por voluntad del Padre y del Hijo, «Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz» (según aquello: «Clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén», Is 40, 9) y en la red espiritual de sus palabras captó «unas tres mil almas» (Hech 2, 41). En todos los apóstoles actuaba una gracia tan intensa que muchísimos de los judíos—que habían crucificado al Mesías—creían y se hacían bautizar en nombre de Cristo, y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles y en las oraciones (cf. Hech 2, 42). Y en una ocasión en que, por la misma fuerza del Espíritu Santo, Pedro y Juan, a la hora nona, habían subido al templo a orar, sanaron a uno que estaba en la Puerta Hermosa, cojo desde el seno de su madre, hacía cuarenta años (3, 110). Así se cumplía lo dicho: «Entonces saltará el cojo como un ciervo» (Is 35). Con la red espiritual de su enseñanza creyeron aquel día cinco mil (Hech 4, 4) y declararon convictos de error a los jefes del pueblo y a los sumos sacerdotes. Y ello, no en virtud de su propia sabiduría, pues eran iletrados e ignorantes, sino por la eficacia del Espíritu. Pues está escrito: «Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo...» (Hech 4, 8 ss.). Y fue tanta la gracia del Espíritu Santo que se obró por los doce apóstoles en los que habían creído, que éstos eran un solo corazón y una sola alma, pero era común el uso de sus bienes. Pues los que poseían entregaban religiosamente el valor de sus posesiones y ninguno entre ellos pasaba necesidad. Ananías y Safira, que intentaron engañar al Espíritu Santo, hubieron de soportar un castigo adecuado (5, 1-11).
El vigor del Espíritu Santo
22. «Por mano de los apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo» (5, 12). Y tanta gracia del Espíritu había sido derramada sobre los apóstoles que, aunque eran sencillos, producían temor (pues había quienes no se atrevían a unirse a ellos, aunque el pueblo los alababa). Pero se les añadían «muchedumbres de hombres y mujeres que creían»... «hasta tal punto que incluso sacaban los enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que, al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos. También acudía la multitud de las ciudades vecinas a Jerusalén trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos; y todos eran curados» (5, 15-16; cf. 5, 13) por la fuerza del Espíritu Santo.
Prendimiento y liberación de los apóstoles
23. En otra ocasión los doce apóstoles, arrojados —por anunciar a Cristo—a la cárcel por los príncipes de los sacerdotes, fueron sacados de allí de noche por el Angel(23) en contra de lo que se hubiera podido esperar. Y llevados desde el templo al tribunal hasta ellos(24), les reprendieron hablándoles valientemente de Cristo. Y cuando añadieron que «Dios dio también el Espíritu Santo a los que le obedecen» (Hech 5, 32) y les azotaron con cuerdas, marcharon alegres y no cesaban de enseñar y anunciar la buena noticia de Cristo Jesús (cf. 5, 40-42).
La fuerza del Espíritu Santo en el diácono Esteban
24. Pero la gracia del Espíritu Santo no fue eficaz sólo en los doce apóstoles, sino también en los hijos primogénitos de esta Iglesia a veces estéril. Me refiero a los siete diáconos. Estos fueron elegidos, como dice la Escritura, «llenos de Espíritu y de sabiduría» (Hech 6, 3). Uno de ellos, Esteban, llamado así dignamente por la corona(25), primicia de los mártires, «hombre lleno de fe y de Espíritu Santo» (6, 5), «realizaba entre el pueblo grandes prodigios y señales» (6, 8). Con él entablaban discusiones algunos, «pero no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (6, 10). Atacado con calumnias y llevado a juicio, brillaba con fulgores angélicos. Pues «fijando en él la mirada todos los que estaban sentados en el Sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel». Y después de haber refutado, con una sabia apología de sí mismo, a los judíos, de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, y que siempre se resisten al Espíritu Santo (Hech 7, 51), «vio la gloria de Dios y al Hijo del hombre que estaba en pie a la diestra de Dios». Pero no lo vio por su propio poder, sino que, como dice la Sagrada Escritura, «lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios» (7, 55).
En el diácono Felipe. Conversión del eunuco etíope
25. En la misma fuerza del Espíritu Santo, también Felipe, en el nombre de Cristo, expulsaba en alguna ocasión, en una ciudad de Samaria, espíritus inmundos que daban fuertes gritos. Y curó a paralíticos y cojos, y convirtió a Cristo a una gran multitud de aquellos que habían creído (Hech 8, 4-8). Habiendo bajado a ellos Pedro y Juan, les hicieron, por la imposición de las manos, partícipes del Espíritu Santo (8, 14-17). De lo cual fue merecidamente privado sólo Simón Mago (18-24). En otro momento, llamado por el Ángel del Señor a ponerse en camino a causa de aquel piadosísimo eunuco etíope (8, 26 ss.), oyó claramente al mismo Espíritu Santo: «Acércate y ponte junto a ese carro» (8, 29). Instruyó al etíope y lo bautizó, y envió así hasta Etiopía el mensaje de Cristo, según lo que estaba escrito: «Tienda hacia Dios sus manos Etiopía» (Sal 68, 32). Y, arrebatado por un ángel(26), anunciaba el evangelio a todas las demás ciudades.
En el apóstol Pablo
26. Del mismo Espíritu Santo estuvo lleno también Pablo, después que fue llamado por Nuestro Señor Jesucristo. Como piadoso testigo de esto tenemos al piadoso Ananías, que se encontraba en Damasco y le dijo a Pablo: «Saúl, hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo» (Hech 9, 17). Y él, que actuó rápidamente, devolvió a los ojos cegados de Pablo el uso de la luz, imprimiendo un sello(27) en su alma. Lo convirtió así en vaso de elección (cf. Hech 9, 15), para que llevase ante los reyes y los hijos de Israel el nombre del Señor que se le había aparecido. Al que antes había sido perseguidor lo convirtió en heraldo y en siervo bueno, que llevó el evangelio desde Jerusalén hasta Iliria; llenó a la Roma imperial con sus enseñanzas y extendió hasta España su voluntad diligente de anunciar el Kerigma(28). Abordó, además, mil tareas y realizó signos y prodigios. Pero de momento baste con lo dicho.
El Espíritu Santo ilumina a Pedro
27. En la fuerza, por consiguiente, del mismo Espíritu Santo, Pedro, príncipe de los apóstoles y encargado de las llaves del reino de los cielos, en Lidda (actual Dióspolis), devolvió la salud en nombre de Cristo al paralítico Eneas (9, 32-35). Y en Joppe levantó de entre los muertos a Tabita (9, 36-37), que se dedicaba a hacer buenas obras. Y estando en la parte más alta de la casa, en un éxtasis, vio el cielo abierto y que bajaba como un gran lienzo, en el que había numerosas figuras y animales, de modo que no se pudiera decir que nadie, aunque fuese griego, fuera vulgar o inmundo (10, 14-16). Llamado por Cornelio, oyó (Pedro) claramente del mismo Espíritu Santo: «Ahí tienes unos hombres que te buscan. Baja, pues, al momento y vete con ellos sin vacilar, pues yo les he enviado» (10, 19-20). Y para explicar con más claridad que también los que creen de entre los gentiles son hechos partícipes de la gracia del Espíritu Santo, al llegar Pedro a Cesárea y enseñar lo que se refiere a Cristo, dice la Escritura acerca de Cornelio y de los que estaban presentes: «Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra» (10, 44), de tal manera que los que habían venido con Pedro de entre los circuncisos se asombraban y, estupefactos, decían: «Que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles» (v. 45)(29).
La comunidad de Antioquía y la primera misión de Bernabé y Pablo
28. Y en Antioquía de Siria, ciudad nobilísima, se desarrolló admirablemente el anuncio de Cristo y desde el lugar en que estamos fue enviado a Antioquía, como colaborador de aquella buena obra, Bernabé, «un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe» (Hech 11, 24). Al ver una gran mies de creyentes en Cristo, llevó como ayudante a Pablo desde Tarso a Antioquía. Y como hubiesen reunido una gran multitud en la asamblea, todos instruidos en sus mandatos y congregados allí, sucedió que «en Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos (11, 26). En Antioquía derramó Dios de modo muy abundante el Espíritu. Había allí profetas y doctores (13, 1), con los cuales también estaba Agabo (12, 28). «Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: "Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado" (13, 2). Entonces, tras haberles impuesto las manos, fueron enviados por el Espíritu Santo (cf. 13, 3). Está, pues, claro que el Espíritu que habla y envía, está vivo, tiene subsistencia propia y, como dijimos, actúa con eficacia.
La controversia de Antioquía y el llamado «concilio» de Jerusalén
29. El mismo Espíritu Santo, que, en consenso con el Padre y el Hijo, inspiró en la Iglesia el Nuevo Testamento, nos liberó de las difíciles cargas de la Ley, quiero decir las que se refieren a lo puro e impuro y a los alimentos. Nos liberó de los sábados, de los novilunios y de la circuncisión, las aspersiones y los sacrificios (cf. Rom 8, 2; Hech 15, 10; Hebr 9, 10), las cuales cosas, dadas por un tiempo, eran «una sombra de los bienes futuros» (Hebr 10, 1). Pero cuando ha llegado la verdad, adecuadamente han sido suprimidas. Al suscitarse la controversia en Antioquía por parte de quienes decían que era necesario circuncidarse y observar las normas de Moisés, fueron enviados Pablo y Bernabé. Los apóstoles, que se encontraban entonces en Jerusalén, con todo el bagaje de la ley y de las figuras, liberaron a todo el orbe mediante una carta que escribieron. Pero no se atribuyeron a sí mismos la autoridad de un asunto de tanta envergadura, sino que en la epístola declaran: «Nos ha parecido(30) al Espíritu Santo y a nosotros no imponernos más cargas que estas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza (Hech 15, 28-29). Mediante lo que escribieron dieron a entender abiertamente que, aunque aquello lo habían escrito los apóstoles, que eran hombres, aquello era, sin embargo, un mandato del Espíritu Santo y afectaba al mundo entero. Por todo el mundo, tomándolo consigo, lo llevaron Pablo y Bernabé.
La fuerza del Espíritu en los viajes misioneros de Pablo
30. Llegados a este punto de mis palabras, ruego de vuestro amor que me concedáis la venia. Se lo suplico también al Espíritu Santo que habitaba en Pablo, si no me es posible que lo logre todo, tanto por mi debilidad como por la propia fatiga de vosotros que estáis oyendo. Pues, ¿cuándo he explicado dignamente sus hazañas admirables en nombre de Cristo y por obra del Espíritu Santo? Lo sucedido en Chipre con el mago Elimas (Hech 13, 5-12) o la curación del tullido en Listra (14, 8-10), y lo de Cilicia (15, 41), Frigia y Galacia (16, 6), Misia (16, 8) y Macedonia (16, 99 ss.). O también lo de la ciudad de Filipos (16, 12 ss.). Me refiero a su predicación y a la expulsión, en nombre de Cristo, de un espíritu de adivinación (16,16-18). También, tras el terremoto, la salvación que se dio por el bautismo al guardián de la cárcel con toda su casa (16, 25-34). Igualmente, lo sucedido en Tesalónica (17, 1 ss.) o su discurso entre los atenienses en el Areópago (17, 22 ss.). O sus trabajos de enseñanza en la ciudad de Corinto y en toda Acaya (18, 1 ss.). ¿Cómo habré de continuar diciendo todo lo que, por medio de Pablo, hizo el Espíritu Santo en Efeso? A él (el Espíritu Santo) lo conocieron, por la enseñanza de Pablo, quienes anteriormente no lo conocían. Pues después de que Pablo les impuso las manos y vino sobre ellos el Espíritu Santo, «se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar» (Hech 19, 6). Y tanta era la gracia del Espíritu sobre él que no sólo el contacto con él producía la salvación, sino que también los pañuelos y los mandiles que se habían separado de él curaban las enfermedades y se retiraban los malos espíritus (Hech 19, 12). Además, los que se habían dedicado a las artes esotéricas «reunieron los libros y los quemaron delante de todos» (19, 19).
31. Paso por encima de lo realizado también en Tróade, en Eutico, que, vencido por el sueño, «se cayó del piso tercero abajo» y «lo encontraron ya cadáver» (Hech 20, 9), pero fue devuelto sano y salvo por Pablo (cf. 20, 10). Paso por alto la profecía que expuso ante los presbíteros de Efeso convocados en Mileto, a los que explicó ampliamente: «Solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que...», etc. (20, 23 ss.). Por las palabras «en cada ciudad» hacía Pablo referencia a las cosas admirables que había hecho en cada lugar y que provenían de la acción del Espíritu Santo: por voluntad de Dios y en nombre de Cristo que hablaba en él. Por la fuerza de este Espíritu Santo, Pablo también venía decidido a esta santa ciudad de Jerusalén, aunque Agabo profetizaba por el Espíritu las cosas que le habían de suceder (cf. Hech 21, 10). Pero él exponía entre los pueblos su doctrina con la confianza de Cristo. Trasladado a Cesarea (23, 23 ss.), sentado en medio de los jueces, ante Félix (24, 10 ss.) o bien ante el procurador Festo o ante el rey Agripa, Pablo, por el Espíritu Santo y con la sabiduría de la gracia vencedora, consiguió que el mismo rey de los judíos, Agripa, dijese: «Por poco, con tus argumentos, haces de mí un cristiano» (26, 28). El mismo Espíritu Santo concedió a Pablo que en la isla de Mileto no resultase herido en absoluto al ser mordido por una víbora y que realizase diversas curaciones con enfermos (Hech 28, 1-9). El mismo Espíritu Santo condujo al antiguo perseguidor como heraldo a la Roma regia. Persuadió a muchos de los judíos que allí vivían a que creyesen en Cristo y a quienes contradecían les hablaba claramente: «Con razón habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías..., etc.» (28, 25)(31).
Pablo mismo estaba lleno del Espíritu Santo
Pero que Pablo estaba lleno del Espíritu Santo, y también los demás apóstoles semejantes a él y a los que después de ellos creen en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo(32), escuchaselo claramente a él mismo que en sus cartas escribe: «Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría», sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder» (1 Cor 2, 4). Y también: «... y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1, 22). Y: «Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a nuestros cuerpos mortales» (Rm 8, 3). Y a su vez, escribiendo a Timoteo, le dice que ha conservado el depósito de la fe (cf. 2 Tim 4, 6-8) «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
El Espítu Santo tiene su propia actuación
33. Y que el Espíritu Santo tiene su propia subsistencia, vive, habla y anuncia lo que ha de suceder es algo que muchas veces ya hemos dicho en las cosas tratadas anteriormente. De modo penetrante escribe Pablo a Timoteo: «El Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe» (1 Tim 4, 1). Esto lo vemos no sólo en los tiempos antiguos, sino en la escisiones de nuestra época, puesto que los herejes enseñan diversos errores que adoptan formas diferentes. Y dice él también: «... que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3, 5). Y a su vez: «Por eso, como dice el Espíritu Santo» (Hebr 3, 7), y: «también el Espíritu Santo nos da testimonio de ello» (Hebr 10, 15). También aclama a los soldados de la justicia diciendo: «Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; siempre en oración y súplica» (Ef 6, 17-18). Y de nuevo: «No os embriaguéis de vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados» (5, 18-19). Y, por último: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros».
Se debe aceptar, pues, al Espiritu Santo
34. Por todo lo cual y por otras muchas cosas que no se han mencionado se recomienda vivamente que los hombres acepten la fuerza personal, santificadora y eficazmente activa del Espíritu Santo. Pues me faltaría tiempo para hablar, si quisiera continuar, de lo que queda por decir acerca del Espíritu Santo en las catorce epístolas de San Pablo, en las que él enseñó diversa, íntegra y piadosamente. Pero que se nos conceda el don de la fuerza del Espíritu Santo mismo para que se nos dispensen las cosas que hemos pasado por alto por escasez de tiempo y a vosotros, que estáis escuchando, se os conceda un conocimiento más completo de lo que falta. Quienes entre vosotros sean estudiosos, aprendan estas cosas mediante una más frecuente lectura de la Sagrada Escritura, aunque de las presentes catequesis y de lo que anteriormente tratamos han sacado una fe más firme «en un solo Dios Padre todopoderoso y en nuestro Señor Jesucristo, su Hijo unigénito; y en el Espíritu Santo Paráclito». Pero este término y la denominación «Espíritu» se adoptan muy frecuentemente en la Escritura —pues del Padre se dice: «Dios es espíritu», como está escrito en el evangelio de Juan (4, 24)— y también sobre el Hijo: «El Espíritu ante nuestro rostro, Cristo el Señor», como dice el profeta Jeremías (Lm 4, 20). Y acerca del Espíritu Santo: «Pero el Paráclito el Espíritu Santo» (Jn 14, 26), como se ha dicho. Por tanto, lo que se ha percibido piadosamente en la fe arrincone también el error de Sabelio(33). Pero volvamos ahora a lo que urge y a vosotros os es útil.
El sellará tu alma
Ten cuidado de que no te suceda que, a ejemplo de Simón, te acerques al bautismo con simulación, pero tu corazón no esté buscando la verdad. Nosotros debemos advertírtelo y tú debes precaverte. Dichoso tú, si te mantienes en la fe. Pero si por infidelidad caes, rechaza ya desde este día la infidelidad y revístete de firmes convicciones. Pues cuando se acerque el tiempo del bautismo y vayas a los obispos o a los presbíteros o a los diáconos (en todos los lugares se concede la gracia, tanto en los pueblos como en las ciudades, tanto por medio de incultos como de eruditos, por siervos y por libres, como quiera que no es gracia que viene de los hombres, sino que es un don concedido por Dios por medio de los hombres), tú acércate al que bautiza, pero no detengas tu mente en el aspecto del hombre al que ves, sino acuérdate del Espíritu Santo del que ahora hablamos. Pues él está dispuesto a sellar tu alma y te regalará una señal celestial y divina ante la que tiemblan los demonios, según está también escrito: «En él también vosotros, tras haber... creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa» (Ef 1, 13).
Acercarse con sinceridad para recibir la fuerza del Espíritu
36. Pero él prueba al alma y no arroja las piedras preciosas a los cerdos (Mt 7, 6). Si te acercas con fingimientos, los hombres ciertamente te bautizarán, pero no te bautizará el Espíritu. Pero si te acercas desde la fe, los hombres harán lo que corresponde a lo que se ve con los ojos y el Espíritu Santo concederá lo que no es exteriormente visible. En el espacio de una hora te acercas al examen o a la selección de un importante ejército. Pero si ese tiempo no lo aprovechas, te sobrevendrá un mal incorregible. Sin embargo, si te haces digno de la gracia, tu alma se iluminará y recibirás una luz que no tenías. Cogerás armas terribles para los demonios, de modo que, si no las pierdes, tendrás una señal en el alma y no se te acercará el demonio. Saldrá huyendo de horror, puesto que los demonios se arrojan con el Espíritu de Dios (Mt 12, 28).
37. Si crees, no sólo recibirás el perdón de los pecados, sino que también realizarás cosas superiores a las fuerzas humanas. Y ojalá seas digno también del don de profecía. En tanto recibirás la gracia en cuanto la puedas recibir y no en la medida en que yo digo. Pues puede ser que yo diga cosas pequeñas, pero tú las recibas mayores, pues grande es la fe para obtener cosas. Pero el Paráclito será para ti principalmente guardián y defensor. El Paráclito se preocupará de ti como de su propio soldado, de tus entradas y salidas (cf. Sal 121, 8) y de los que te acechan. Y te ha de dar los dones de toda clase de gracias, si no le contristas por el pecado. Pues está escrito: «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4, 30). ¿Y qué es, pues, queridos, cuidar la gracia? Estad preparados para acogerla y, una vez recibida, no la echéis a perder.
38. Y el mismo Dios de todas las cosas, que habló en el Espíritu Santo por los profetas; que lo envió a los apóstoles el día de Pentecostés en este lugar donde estamos, que os lo envíe también a vosotros y que asimismo por él nos proteja a nosotros, otorgándonos su bien a todos. De este modo, en todo tiempo produciremos los frutos del Espíritu Santo: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál 5, 22-23), en Cristo Jesús Señor nuestro. Por el cual y con el cual, juntamente con el Espíritu Santo, sea gloria al Padre ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.