CAPÍTULO PRIMERO
NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD
DE LUTERO
El 10 de Noviembre de 1483, a las once de la noche, en Eisleben dio a
luz Margarita Ziegler, esposa de Juan Lutero, minero de Moehra, un
niño que fue bautizado al día siguiente en la iglesia de San Pedro del
mismo pueblo, y recibió el nombre de Martín. Nació el pequeño Martín
en circunstancias especiales porque habían ido sus padres a Eisleben
poco tiempo antes de que viniera al mundo tal hijo. La humilde casa en
que nació, se ve aún hoy en Eisleben. Sobre la puerta hay un busto del
Reformador, alrededor del cual se lee la inscrpción siguiente:
La palabra de Dios es la enseñanza de Lutero:
por eso no perecerá jamás
Hoy se emplea dicha casa como escuela para los niños pobres de
Eisleben; en ninguna parte mejor podía y debía establecerse un centro
de enseñanza, que allí donde nació el que más tarde, con su reforma,
había de dar tanto impulso a la ciencia, y especialmente a la pedagogía.
Cuando en este edificio tan sencillo, y en la hora silenciosa de la
media noche, la pobre madre dió a luz aquella criatura, ¿quién hubiera
pensado entonces que este niño, hijo de padres tan pobres, habría de
libertar un día a más de la mitad del mundo, de las tinieblas en que
estaba sumergido, y con el poder de la Palabra de Dios haría vacilar el
trono de los papas? Pero éste es el camino ordinario de la Providencia:
los principios y los instrumentos son muy humildes, pero el fin es
glorioso. Dios, para hacer grandes cosas, se sirve generalmente de
hombres humildes y de poca nombradía. El reformador de Suiza,
Zuinglio, nació en la choza de un pastor de los Alpes; Melanchton, el
teólogo de la Reforma, en la tienda de un armero, y Lutero en la choza
de un minero pobre.
Su padre, que era natural de Moehra, pequeño pueblo de Turingia,
trasladó, medio año después del nacimiento de Martín, su domicilio a
Mansfeld, tres horas distante de Eisleben. Allí, en un hermoso valle
donde serpentea el río Wipper, se deslizó también suavemente la
infancia de Lutero; allí recibió la primera instrucción. Al principio, sus
padres se encontraron en tal estado de pobreza que la madre recogía
leña y la llevaba a las espaldas para venderla y poder ayudar al sostén de
sus hijos. El pequeño Martín la acompañaba muchas veces, y ayudaba en
esta humilde faena. Pero poco a poco mejoraron las circunstancias. Dios
bendijo el trabajo del padre de manera que más tarde llegó a tomar en
arriendo dos hornos de fundición en Mansfeld; y ya en 1491 le eligieron
sus conciudadanos concejal del Ayuntamiento.
Hallándose Juan Lutero en esta posición más desahogada, tuvo
ocasión de cultivar la amistad de los que entonces eran tenidos por
sabios, los eclesiásticos y maestros, a quienes con frecuencia convidaba
a su mesa, y con quienes conversaba sobre las cosas del saber humano.
Tal vez estas conversaciones, oídas por Martín desde sus más tiernos
años, excitaron en su corazón la ambición gloriosa de llegar algún día a
ser un hombre docto.
Como personas piadosas, educaron los padres a Martín desde la
niñez en el santo temor de Dios; usaban con él, al estilo de aquellos
tiempos, de bastante severidad, en términos que le tenían muy
amedrentado. El mismo dice: Mi padre me castigó un día de un modo
tan violento, que huí de él, y no quise volver hasta que me trató con
más benignidad. Y mi madre me pegó una vez por causa tan leve como
una nuez, hasta hacer correr la sangre.
A pesar de esta severidad de sus padres, Lutero los tuvo siempre
en la mayor estima porque sabía que habían procurado sólo su bien.
Melachton dice de la madre de Lutero que era una, mujer a la cual todas
las otras podían y debían tomar como ejemplo y dechado de virtud.
Martín dedicó más tarde a su padre un libro sobre la ‘disciplina de los
conventos’, y quiso perpetuar la memoria de sus padres poniendo sus
nombres en el formulario de matrimonio bajo la fórmula: «Juan,
¿quieres tomar a Margarita por tu esposa legítima.?», dando así un
testimonio público de su amor filial. El padre murió el 29 de Mayo de
1530, y Lutero se entristeció mucho de su muerte. Estaba a la sazón
ausente de Wittemberg en el Castillo de Coburgo, donde permaneció
mientras se celebraba la dieta de Augsburgo; y su esposa Catalina le
envió entonces, para consolarle, el retrato de su pequeña hijita,
Magdalena, la cual murió pocos años después. Margarita no pudo
sobrevivir mucho tiempo a la pérdida de su esposo. Un año después
pasó ella también a la patria mejor. Su gran hijo estaba a la hora de su
muerte también lejos de ella; trabajos importantes le impedían hacer un
viaje largo para acudir al lado de su querida madre; pero no por eso
olvidó sus deberes de hijo. Cuando tuvo noticia de la enfermedad de su
madre y comprendió que seria la última, quiso consolarla por una carta,
ya que no le era posible hacerlo de palabra.
Hemos querido insertar íntegra esta carta, que se ha conservado
providencialmente entre sus obras, porque en ella se revelan los
sentimientos de aquel hombre a quien sus adversarios pintan con los
rasgos y colores de un monstruo.
Mi querida madre:
He recibido la carta de mi hermano Jacobo sobre vuestra
enfermedad, y en verdad siento mucho no poder estar con vos
personalmente, como son mis deseos. Dios, Padre de todo consuelo, os
dé por su santa palabra y su Espíritu una fe firme, gozosa y agradecida,
para que podáis vencer esta necesidad, como todas, con bendición, y
gustar y experimentar que es mucha verdad lo que él mismo dice:
“Confiad, porque yo he vencido al mundo.” Yo recomiendo vuestro
cuerpo y alma a su misericordia. Amén. Piden por vos todos vuestros
nietos y mi Catalina. Unos lloran, otros cuando están comiendo dicen: la
abuela está muy enferma. La gracia de Dios sea con vos y con nosotros.
Amén. El sábado después de la Ascensión, 1531. Vuestro querido hijo,
Doctor Martín Lutero.
Confiando firmemente en esta misericordia divina a cuyas manos el
hijo lejano la había encomendado, partió de este mundo. El mismo
pastor de Eisleben, que había oído de los desfallecidos labios de los
padres de Lutero la confesión de su fe; que había dado la última
bendición, tanto a Margarita como a su esposo difunto, escuchó también,
quince años después como el Reformador moribundo “el querido
hombre de Dios” invocaba por última vez el nombre del Señor.
Pero volvamos a la niñez de Lutero.
Cuando llegó a la edad en que debía empezar su instrucción, sus
padres invocaron sobre él la bendición de Dios y le enviaron a la
escuela. Tampoco allí encontró una disciplina suave ni atractiva. En más
de una ocasión su maestro le castigó varias veces en un día, y cuando
Lutero lo refiere añade: “Bueno es castigar a los niños, pero es lo
principal amarlos”. Sin embargo, sus adelantos en la escuela eran
grandes, y pronto aprendió los diez mandamientos, el credo, el
padrenuestro, himnos, salmos, oraciones y lo demás que en aquellos
tiempos se enseñaba en las escuelas.
El padre de Lutero quería hacer de él un hombre docto, de lo cual el
talento singular y la aplicación extraordinaria del muchacho le permitían
abrigar esperanzas muy fundadas. Así que cuando Martín cumplió once
años su padre le envió a Magdeburgo, donde existía un famoso colegio.
Allí empezó el Señor a preparar el espíritu de I.utero para la obra
grande a que le tenía destinado. Joven, alegre y vivo, era al mismo
tiempo dado a la piedad y a las prácticas religiosas, y frecuentaba con
mucho interés, el año irgue permaneció en Magdeburgo, los sermones
enérgicos que allí predicaba Andrés Proles, provincial de los agustinos,
sobre la necesidad de reformar la religión y la Iglesia. Estos discursos
fueron quizá los que sembraron en el ánimo de Lutero las primeras
semillas de la idea de la Reforma. Después de haber estudiado allí un
año, se trasladó, con el consentimiento de sus padres, a Eisenach,
esperando que los parientes de su madre que allí moraban le ayudarían a
su sostenimiento.
Los parientes en nada se cuidaron del adolescente; y como su padre
era entonces todavía muy pobre, el joven Martín se vio obligado, según
las costumbres de aquellos tiempos, a ganar su pan, en unión de otros
pobres escolares cantando de puerta en puerta. Y más de una vez los
pobres muchachos recibían, en lugar de dinero o pan, malas palabras y
reproches. Pero una mujer piadosa y bastante rica, la esposa del
ciudadano de Eiscnach, Conrado Cotta, había fijado su atención, ya hacia
tiempo en Martín, y le recibió en su casa generosamente, prendada de la
piedad que el joven mostraba en sus cantos y oraciones. Las crónicas de
Eisenach la llaman la piadosa Sunamita, en recuerdo de la que en
antiguos tiempos recogió en su casa al profeta Eliseo. Así pudo Martín
dedicarse de lleno al estudio, sin que le distrajeran los cuidados de la
vida, y lo hizo con tanta aplicación y celo, que realizó grandes progresos
en todas las ciencias. Como la señora de Cotta amaba mucho la música,
Martín aprendió a tocar la flauta y el laúd, y la acompañaba cantando con
su bella voz de contralto.
Andando los tiempos, cuando un hijo de Conrado Cotta fué a
estudiar a la Universidad de Wittemberg, siendo ya Lutero un doctor
renombrado, éste le sentó a su mesa, acordándose y agradeciendo de
esta manera lo que los padres del estudiante habían hecho con él en su
juventud. Recordando muchas veces la caridad de aquella mujer, decía:
“Nada hay más dulce en la tierra que el corazón de una mujer en que
habita la piedad”. Y hablando sobre los jóvenes, que más tarde, en
Alemania, buscaban su sostén de aquella manera, decía: “No
despreciéis a los muchachos que piden cantando por las puertas panem
propter Deum (pan por amor de Dios); yo también he hecho lo mismo: es
verdad que más tarde me ha sostenido mi padre con mucho amor en la
Universidad de Erfurt, manteniéndome con el sudor de su rostro; pero
como quiera, yo he sido mendigo, y ahora, por medio de mi pluma, he
llegado a tal situación, que no quisiera cambiar de fortuna con el mismo
gran turco. Hay más: aun cuando amontonasen todos los bienes, no los
tomaría a cambio de lo que tengo; pero no hubiera llegado al punto en
que me hallo, si no hubiera ido a la escuela y hubiera aprendido a
escribir.
En el año 1501, los padres de Martín le enviaron a la Universidad
de Erfurt y costearon su carrera con el producto de su trabajo en
Mansfeld. Aquí también se aplicó mucho a sus estudios; sus maestros le
tenían en mucha estima, y pronto sobrepujó a la mayor parte de sus
discípulos. Contaba entonces dieciocho años, y no solamente pensaba en
el desarrollo de sus facultades, sino que tenía también muy presente a
Aquel de quien viene la fuerza y la bendición para toda obra. Aunque era
un joven alegre y jovial, siempre empezaba por las mañanas su trabajo
con oraciones fervientes y asistiendo a la iglesia. Toda su vida llevó este
refrán como lema: «Haber orado bien, adelanta en más de la mitad el
trabajo de estudiar.
Pero Dios tenía reservada una misión especial para aquel joven
diligente y piadoso, y pronto empezó a prepararle para ella. El debía
abrir al mundo el libro de los libros, la Sagrada Escritura, y el Señor le
ayudó para que la conociera pronto. Debe tenerse en cuenta que en
aquel tiempo la Biblia era un libro desconocido para el vulgo. Millones y
millones de cristianos morían sin haber visto un ejemplar. Las causas
eran varias. Apenas se había inventado la imprenta, y en su
consecuencia, casi todos los libros eran todavía manuscritos, y el precio
de ellos exorbitante. Una Biblia en aquella época costaba una suma casi
equivalente a mil pesetas. Otra de las causas era que había muy pocas
Biblias escritas en lengua vulgar; la mayor parte lo eran en hebreo,
griego y latín. Y aun cuando algunas veces este libro se encontrase
escrito en el idioma del país, los fieles, sin embargo, no podían leerlo,
porque la Iglesia lo tenía prohibido. No querían los papas que el pobre
pueblo, leyendo la Biblia se apercibiese de las enseñanzas erróneas con
que se había desfigurado y obscurecido el Evangelio puro y sencillo de
Cristo.
Así se comprenderá la alegría que inundó el corazón del joven
estudiante, cuando un día revolviendo libros en la biblioteca de la
Universidad de Erfurt, se encontró con una Biblia latina. Hasta entonces
había creído que los Evangelios y las Epístolas que se leían todos los
domingos y días festivos en la iglesia, constituían por sí solos toda la
Sagrada Escritura. Ahora abre la Biblia y, ¡oh maravilla!, encuentra
tantas páginas, tantos capítulos y libros enteros, de cuya existencia no
tenía la más remota idea. Su espíritu se estremeció de placer; estrechó
el libro contra su corazón, y con sentimientos que no se pueden
imaginar, presa de una excitación indescriptible, lo leyó página por
página.
Una de las primeras cosas que llamaron su atención fué la historia de
Ana y del joven Samuel (1º Samuel). Su alma se inundó de placer cuando
leyó que aquel niño fué dedicado al Señor por toda su vida; cuando
saboreó todas las bellezas del cántico de Ana y vió cómo el joven
Samuel creció y se educó en el templo ante los ojos de Dios. Toda esta
historia inunda su alma de sentimientos hasta entonces desconocidos,
cual un descubrimiento nuevo. Su deseo y oración continua era ésta:
¡Ojalá que Dios me deparase un día un libro tan precioso! Desde
entonces frecuentó mucho más la biblioteca, para recrear su corazón con
el tesoro que allí había encontrado.
¡Altos e inescrutables planes del Señor! Aquel libro, así escondido entre
los demás de la biblioteca, fué el que más tarde, vertido por Lutero al
alemán, había de formar la lectura cotidiana de todas clases de la
sociedad alemana, y esparcir en aquel país y en todo el mundo la luz
divina, encendida por Dios mediante los Sagrados escritores, y
sacrílegamente ocultada por los llamados vicarios de Jesucristo y
sucesores del apóstol Pedro.
Poco después contrajo una enfermedad grave y peligrosa, consecuencia
de su asiduo trabajo. Ya había hecho testamento y encomendado su alma
al Señor, cuando le visitó un viejo sacerdote, que le consoló con las
siguientes palabras: Mi querido bachiller, cobra ánimo, porque no
morirás de esta enfermedad. Nuestro Dios hará de ti todavía un hombre
grande, que dará consuelo a muchísimas almas. Porque Dios pone de
vez en cuando su santa cruz sobre los hombros de los que él ama y
quiere preparar para su salvación; y si la llevan con paciencia,
aprenderán mucho en esta escuela de la cruz, En efecto, Lutero recobró
la salud; siguió sus estudios y se graduó en 1505 de doctor en filosofía.
Según la voluntad de su padre, debía estudiar también la jurisprudencia.
Pero Dios lo había dispuesto de otro modo. La Biblia, el peligro en que
la enfermedad le había puesto, y las palabras del viejo sacerdote habían
hecho profunda mella en su corazón, y siempre tenía en la mente aquella
antigua pregunta: “¿Qué es lo que debo hacer para ser salvo?” En
aquellos tiempos la contestación a tal pregunta, era por lo general, la
siguiente: E1 convento con sus oraciones, ayunos, vigilias y otras obras
meritorias es el camino más seguro para el cielo. Así, Lutero abrigó por
mucho tiempo el deseo de entrar en un convento, para satisfacer de esta
manera la voz de su conciencia despierta.
Un día, volviendo de la casa paterna en ‘Mansfeld’ y en el camino, cerca
del pueblo de Stotternheim, le sorprendió una tempestad, y un rayo cayó
cerca de él, causándole tal impresión que fué aquel uno de los
momentos más críticos y decisivos de su vida. Se volvió a Erfurt, agitada
su imaginación con pensamientos y dudas acerca de la salvación de su
alma.
Sólo un convento podía proporcionarle, según creía, la paz que anhelaba
tanto. Su resolución era inquebrantable. Sin embargo, le costaba mucho
romper los vínculos que le eran tan caros. A nadie había comunicado su
propósito. Una noche convidó a sus amigos de la Universidad a una
alegre y frugal cena, en la cual también la música contribuía al solaz de la
reunión; era la despedida que Lutero hacia al mundo. Desde hoy en
adelante ocuparían los frailes el lugar de aquellos amables compañeros
de placer y trabajo; el silencio del claustro substituiría a aquellos
entretenimientos alegres y espirituales; los graves tonos de la tranquila
Iglesia reemplazarían a aquellos cantos festivos. Dios lo exige, y es
preciso sacrificarlo todo por El.
Al fin de la reunión, Lutero, no pudiendo contener los pensamientos
graves que ocupaban su alma, descubrió a los amigos atónitos su firme
propósito. Estos procuraron disuadirle, pero inútilmente. En la misma
noche, tal vez temiendo que otros intentasen detenerle, si supieran su
propósito, sale de su cuarto, deja en él toda su ropa, todos sus libros
queridos, y se guarda sólo a Virgilio y Plauto, porque no tenía todavía la
Biblia; y sin consultar con su padre, en la noche del 17 de Julio de 1505,
llama a la puerta del convento de los agustinos en Erfurt. (Su padre no le
hubiera permitido ciertamente tal paso; y cuando fué sabedor, estuvo
por algún tiempo muy disgustado con su hijo.) La puerta se abre y se
cierra tras él, separándole de sus padres, de sus amigos, de todo el
mundo; y la tétrica comunidad de los monjes le saluda como hermano.
Lutero tenía entonces veintiún años y nueve meses.
Rubianus, uno de los amigos de Lutero en la Universidad de Erfurt, le
escribía algún tiempo después “La Providencia divina pensaba en lo que
debías ser algún día, cuando a tu regreso de ña casa paterna, el fuego
del cielo te derribó, como a otro Pablo cerca de la ciudad de Erfurt, te
separó de nuestra sociedad y te condujo a la secta de Agustín”.
Lutero debía conocer por propia experiencia lo que había de reformar
más tarde; debía aprender además que las buenas obras no pueden dar
al hombre la paz de su alma, sino que el hombre es justificado por la fe en
el Señor Jesucristo sin las obras de la ley. (Rom. 3,28)
www.graciasoberana.com