Re: Tormento eterno: La evidencia irrefutable
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Bien ahora no me eches la culpa a mi por ser esquitzofre3nicosito - en mi divan no vas a reposar para recibir gratis psicoterapia... no... ya es tarde y manana es un LARGO dia de trabajo para mi...
El hecho que soy tan visionera es porque siempre tengo visiones --- de la tele? - Bien ahora no se....hasta recien pense estar en el Cielo y ahora me doy cuenta que solo ere por ser ignorante... pero feliz el que lo es como dicen filosoficamente... o mejor: todo lo que es bueno lo es menos lo malo.
en fin.... que reposes... y a ver si algun dia vas a resusitar mas cuerdo...

y tus humildes aportaciones brillaran con la presencia de Cristo (algun dia)...
1 de abril de 2012
La traición necesaria
El duro camino para recuperar la confianza
(Thinkstock)
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Por Samadhi Yaisha / Especial El Nuevo Día
“En ciertos momentos de nuestras vidas, la traición es fundamental para el despertar de nuestras almas”.
“Te sentiste traicionada”. Las palabras de aquella ministro le daban explicación a los sentimientos con los que había batallado durante más de ocho meses. Yo no me había atrevido a ponerles ese nombre. Sin embargo, cuando ella lo describió así, entendí por qué me costaba tanto trabajo perdonar.
Ello también explicaba mi extraño comportamiento con algunas personas que iba conociendo, incluyendo mis nuevos compañeros de trabajo. Las sonrisas y los ofrecimientos de abrazos me resultaban sospechosos, sobre todo si las personas proyectaban ser amigables y felices. Me carcomía la duda de si detrás del abrazo habría un golpe de mala suerte. Y si alguien más me repetía la desgastada cinta de que “todo pasa por una razón”, estaba lista para darle con un bate de hule por la cabeza. Aquella frase se había convertido en un cliché imposible. “¡Claro que todo ocurre por una razón!”, respondía. “¡La razón es que hay gente que se equivoca!”
Comencé a evitar cualquier contacto físico y las conversaciones cotidianas. Cada vez que alguien me daba una palmada en la espalda en señal de bienvenida se desataba en mi cuerpo una incontrolable reacción de adrenalina que no podía evitar. Igual ocurría si alguien hablaba justo detrás de mí: mi sistema nervioso emitía señales de peligro. Una enfermera me comentó que parecían síntomas de estrés postraumático.
La soledad y la comida
Me sentía sola en la ciudad, en medio del invierno más duro que había ocurrido allí en 30 años, aterrorizada de cometer algún error que provocara una despedida de mi nuevo trabajo, como pasó con el anterior.
Pese a mis esfuerzos por no refugiarme en la comida, la disciplina se quebrantó. En poquísimas semanas engordé ¡cuatro tallas! Los mahones tamaño fideo que había comprado en India porque todo lo demás me quedaba grande pasaron a la parte de atrás del clóset. Vestía el pantalón más ancho que tenía, pero ya comenzaba a quedarme pequeño. Todavía usaba el abrigo de invierno pese a que se asomaba la primavera.
Era una manera no verbal de dejar saber a los demás: no se acerquen. Me avergonzaba esta etapa y buscaba disfrazarla en mis diarios para no tener que escribirla, para no admitir que había perdido tiempo y dinero en limpiezas emocionales y espirituales en India y en el mar para regresar a las obsesiones incurables de comida y codependencia, esta vez manifestada en aislamiento.
Regresaba al miedo, a una batalla campal con una enemiga que no estaba en la comida ni en los demás: era yo misma, la personalidad vieja que se negaba a desaparecer y se aferraba como un traje elástico que me quemaba la piel. Ya no veía la comida como una rival con semblante peligroso. Al contrario, era rica, amigable y cómoda. No tenía que pasar trabajo para conseguir azúcar, la droga más accesible, barata y de más extensa distribución. Ella tampoco me iba a rechazar, no me iba a dejar, y sobre todo, perpetuaba la ilusión de que podría controlarla. La comida se convirtió en terreno seguro para descansar.
Y sin embargo, mi voz interior decía que sí podría superar esos sentimientos, el último pedrusco para mi liberación. Buscaba desesperada la puerta de salida, intuyendo que, si no avanzaba a despojarme del rencor, la sombra ganaría sobre la luz que luchaba por salir de mi piel.
Un relato inspirador
Escribir y meditar eran mi tabla de salvación. Todos los días hacía una lista de nombres para ponerlos en oración. Mientras más resentimiento tenía, más arriba iban en la lista y con más vehemencia escribía, sacándole fuego al lápiz. Luego, aquel papel se enfriaría en una capilla donde había gente meditando en silencio 24 horas al día. Repetí el ejercicio por meses.
En esto de entender mi proceso estaba cuando escuché nuevamente a Mary Morrissey, una exministro de Oregon. Mary pasó de una vida de éxitos como portavoz de temas espirituales, de sentarse junto con el Dalai Lama, viajes constantes y reuniones con ejecutivos corporativos a que todo desapareciera rápidamente debido a los malos manejos económicos del ministerio que ella y su entonces esposo, un CPA, lideraban.
Cuando comenzó a enterarse a cuenta gotas de que su casa tenía una segunda hipoteca, había cuentas onerosas y deudas impensables en la iglesia, todo se vino abajo: su trabajo, su casa y su matrimonio.
El libro que utilizó para atravesar ese tramo fue “La noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz, escrito en siglo 16, el cual narra las penurias del alma que atraviesa el fuego de purificación para estar con el Amado, y “por qué en ciertos momentos de nuestras vidas, la traición de algún tipo es necesaria para el despertar de nuestras almas”, abundó Morrissey.
“¿Acaso Jesús no pensó correctamente y por eso Judas lo traicionó?... ¿O se trataba de una historia más trascendental? Sí había una historia más trascendental: Jesús pudo demostrar la autoridad del ‘Yo Soy’ sobre cualquier condición, incluso sobre la muerte misma. En tu vida y la mía, el contenido de la historia es diferente, pero la oportunidad (de resucitar, crecer espiritualmente) será la misma. Para algunos de ustedes puede ser el que alguien les haya roto el corazón y se haya ido con otra persona. Para otros será un diagnóstico de salud de ellos mismos o un ser amado”, continuó.
Me bebía sus palabras con la sed desértica que tenía por entender por qué la vida que tenía había desaparecido. Y encontré en el libro de San Juan de la Cruz, la analogía del madero consumido por el fuego “echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene.... y, yéndole a secar poco a poco, le va sacando a luz... viene a transformarle en sí y a ponerle tan hermoso como el mismo fuego”.
El libro apuntaba los obstáculos más difíciles de quienes atraviesan la noche oscura: impaciencia e ira; precisamente lo que más uno hace cuando se resiste a que todo se acabe.
Mary explicaba que la noche oscura es parte del currículo de nuestro aprendizaje en la Tierra.
“No se trata de si va a ocurrir o no, si no de cuándo”, comentó.
Lo primero que hacemos es intentar todo lo posible para que no nos ocurra (“Aparta de mí este cáliz”). Cuando descubrimos que nuestro poder personal no es suficiente para ahuyentarla, nos rendiremos a ella para utilizarla como impulso para nuestro despertar (“Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”). Una vez esa rendición ocurre, sobrevienen sentimientos de liberación y alivio, y la extraña sensación de que no queremos que se acabe el aprendizaje que vino a traernos: más conciencia y capacidad.
Según la interpretación metafísica de Morrissey, Jesús entendía este principio, y por eso su actitud en la cruz fue de aceptación. “Si ésta es la condición (la cruz), voy a utilizar esto para crecer. Incluso desde este lugar, voy a perdonar” (“Perdónalos, porque no saben lo que hacen”), concluyó.
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