Intentaré ahora compartir mis propias impresiones y observaciones, discutibles, por cierto:
La persona que se acerque a un Salón del Reino por primera vez recibe una favorable impresión, mayormente por la amable forma que es recibido, inusual en las demás iglesias protestantes donde apenas es un número más de los que ocupan un asiento y un bolsillo o cartera que será compelido a abrirse generosamente.
Si anteriormente ha recorrido otras iglesias de denominaciones varias, aquí le agradará que no es aturdido con la estridencia de la banda de música; que la gente no parece enloquecerse como en otros lugares que hablan al unísono una jerigonza sin sentido; gritan, ríen, gimen, lloran, saltan y se acuestan en el piso. También, que ni se mencione el dinero.
Caso que la persona llegue padeciendo de cualquier clase de enfermedad o trastorno mental, por insignificante que sea, a poco de bautizarse y congregarse, irá experimentando sensible mejoría.
Son muchos los factores positivos que se combinan para ejercer una saludable influencia inicial: un ámbito religioso (hay oración, canto y enseñanza bíblica) pero sin el misticismo y fanatismo de otros lados, sino un ambiente donde reina paz y tranquilidad.
Los concurrentes están todos muy bien vestidos, pero no con lujos sino con discreción y prolijidad.
No se percibe un culto al hombre (pastor, músicos, cantantes, etc.) sino que los que dirigen lo hacen como un servicio, con modestia.
Es cierto que la conferencia suele ser habitualmente bastante monótona, pero corre con la ventaja de no pretender llevarse por delante a los oyentes con gritos, órdenes e imprecaciones.
Los rostros apacibles y felices regalando sonrisas a uno y otro lado surten un efecto decisivo en personas habituadas a ver las caras pintadas de enojo o amargura.
Nunca nadie se sintió tan bien tratado. En su hogar, lugar de estudio o trabajo, o en el vecindario, jamás recibió un trato tan amable y cordial, como si por fin él o ella realmente le interesara a alguien.
En las iglesias evangélicas que visitaba, el individuo que llegaba sólo parecía importar en la medida de lo que pudiera llegar a aportar. Aquí por primera vez se sentía como alguien realmente valioso que parecía concitar el interés y atenciones de los demás.
La sensación de pertenencia a un grupo o comunidad unido y fraternal, le hacía disfrutar de un clima como el pintado en las portadas de las revistas: verde césped, flores, árboles frutales y un cielo azul y soleado, como si ya se estuviese en el reino milenial. ¿Qué más se podría esperar? “¡De acá no me voy más!” diría más de uno, y con toda razón.
A todo lo anterior hay que agregar lo que no es menos importante. La visitación casa por casa le permitía probar si los conocimientos que había aprendido sobre cómo razonar con un ateo, católico o protestante, prevalecían contra cualquier argumento que el ama o dueño de casa pudiera aducir.
Para su inicial y grata sorpresa, comprobaba que la gente no sabía por qué no creía o que era lo que realmente creía. Aunque el nuevo “testigo” no hubiera siquiera acabado la enseñanza primaria, ahora se sentía todo un maestro o profesor de teología, pues sus visitados no conseguían rebatirle y a lo sumo se excusaban de no poder seguir atendiéndoles. Incluso, el maltrato recibido por algunos vecinos, venía a comprobar la veracidad de lo que se le había advertido: recibirían persecución.
Recapitulando, cualquier persona que hubiera llegado con algún trastorno mental, aunque más no fuera depresión y angustia, ahora ya estaba olvidado de su estado anterior y en óptimas condiciones para aconsejar a otros. Hasta acá vamos bien y con viento en popa.