La valoración de la literatura pseudónima en el
Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento invita al
pluralismo
Hoy escribe Antonio Piñero
La última aclaración plusible del fenómeno de la pseudonimia, tal como expusimos en
la nota anterior, podría llevarnos a pensar que los desconocidos autores de esta
literatura “paulina” o “apostólica” no eran profesionales de la mentira ni sentían
remordimientos de conciencia al escribir una obra a todas luces falsa desde el punto de
vista de hoy.
Aunque cueste comprenderlo hoy día, es posible que no pretendieran por lo general
engañar positivamente a sus lectores –o al menos no siempre— forjando una autoría
que es a todas luces “falsa”, según nuestro modo de juzgar. Estaban convencidos de que
el escrito que adscribían a Pablo o Pedro, por ejemplo, se había compuesto en el mismo
espíritu de aquél, y podía atribuírsele. Por tanto, no se podría juzgar con criterios del
siglo XXI –es decir, emplear la dicotomía “falso/auténtico” sin matices— este
fenómeno literario de la “pseudonimia”.
Mas para la crítica literaria moderna tener conciencia de que un escrito concreto no
procede de la mano del Pablo o Pedro auténticos, sino que es una obra pseudónima es
un instrumento valiosísimo que debe aprovechar para emitir un juicio matizado sobre
su valor. No es lo mismo una carta auténtica de Pablo que una de sus seguidores. La
constatación de la no autoría paulina ayuda a establecer el desarrollo y la evolución de
la Gran Iglesia, tanto en su ideología como en su organización durante el gtiempo de la
composición del Nuevo Testamento.
Al ser el Nuevo Testamento muy plural en su ideología, invita a la pluralidad de
cristianismos.
Al ser el Nuevo Testamento un conjunto de obras de enfoques diferentes, no es de
extrañar que el lector crítico detecte entre ellas tensiones y divergencias teológicas,
incluso contradicciones. Cada obra, o a veces bloques de obras, presentan su propia
opción ideológica.
Así, por ejemplo, hay un abismo entre la concepción de la fe de las Epístola a los
gálatas y romanos y la de la Epístola de Santiago; o se perciben muchas diferencias,
casi insalvables, entre las imágenes de Jesús de los tres primeros evangelios y la del
Evangelio de Juan.
Igualmente el pensamiento sobre la Iglesia, el matrimonio, o el retorno de Jesús como
mesías y juez final (la “parusía”) no es el mismo, ni mucho menos, en las cartas
auténticas de Pablo y en las compuestas en su nombre por sus discípulos (p. ej., las
Epístolas Pastorales).
El ejemplo de la cristología es paradigmático y lo hemos expuesto en otras
cocasiones: si hay algo serio, en lo que debería haber unidad en el Nuevo Testamento
es cómo se concibe a Jesús como Cristo, cómo mesías: ¿desde cuándo tiene esa
función? ¿Desde algún momento de su vida terrena? ¿Desde toda la eternidad?
Pues bien, no hay una cristología unitaria, ni mucho menos, en el Nuevo
Testamento, sino hasta contradictoria o incompatible la una con la otra.
Resumimos: la evolución de la cristología fue rápida e impresionante: de Jesús, puro
hombre, se pasó a la figura de un hijo de Dios consustancial y preexistente. La
cristología más elemental está representada en el discurso de Pedro en el primer
Pentecostés, Hch 2,32.36. En esta concepción Jesús es durante su vida un hombre
normal y sólo después de su muerte y resurrección por Dios es incorporado por Éste al
ámbito de lo divino. El Evangelio de Marcos adelanta este momento de incorporación:
en el bautismo la voz divina declara a Jesús “Hijo de Dios”. Jesús no pertenece ya al
nivel divino desde su muerte y resurrección sino antes, desde su bautismo. Los
evangelios de Mateo y Lucas efectúan otro adelanto: Jesús es Hijo de Dios desde su
concepción milagrosa: Mt 1-2 y Lc 1-2. El Evangelio de Juan adelanta aún más
cronológicamente la divinidad de Jesús: éste es el Logos eterno que existe desde el
principio. Ese Logos es Dios: Jn 1,1.
Y lo mismo ocurre en la ética. Un mero ejemplo de dos concepciones antagónicas
distantes entre sí unos pocos decenios, o menos: la postura ante el matrimonio. Para
Pablo, en 1 Cor 7, el matrimonio es un “mal menor”; mejor es casarse que abrasarse en
la impureza; el Apóstol no lo condena, pero desearía que “todos fueran célibes como
él”, para librarse de engorrosos problemas y para dedicar todo el tiempo y energías “ a
las cosas del Señor”.
Por el contrario, en las epístolas deuteropaulinas, en concreto en Efesios se lee:
“Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su
mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás a su propia carne, sino que la
alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia… Por esto dejará el hombre a su padre…
Gran misterio es éste que yo aplico a Cristo y a la Iglesia” (5,28-32).
Y sobre todo 1 Tim 5,14:
“Quiero que las mujeres se casen, críen hijos…”
y 1 Tim 2,15:
“Con todo la mujer se salvará por la crianza de los hijos si permaneciera en la fe…”.
La distancia en la concepción es máxima.
Al Nuevo Testamento se le puede aplicar también lo que dicen los rabinos de la Biblia
hebrea: “Setenta caras tiene la Biblia”. “La Biblia es como una cueva de ladrones:
que en ella cada uno puede encontrar lo que quiera”. Si a algo invita la pluralidad del
Nuevo Testamento es a la pluralidad de las confesiones. Ello explica que según Goffrey
Parrinder en el año 2000 había en el mundo unas 500 confesiones o denomianciones
cristianas…, y eso que todas ellas –como hemos dicho también- proceden muy
probablemente de un único tronco común de entre los tres posibles, o más: la
interpretación paulina de la muerte y resurrección de un Jesús divinizado como
expiación vicaria y sustitutoria que redime en potencia los pecados de la humanidad
entera.
Concluiremos pronto
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com