Capítulo 4: Sobre el magisterio infalible del Romano Pontífice
Aquel primado apostólico que el Romano Pontífice posee sobre toda la Iglesia como sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, incluye también la suprema potestad de magisterio. Esta Santa Sede siempre lo ha mantenido, la práctica constante de la Iglesia lo demuestra, y los concilios ecuménicos, particularmente aquellos en los que Oriente y Occidente se reunieron en la unión de la fe y la caridad, lo han declarado.
Así los padres del cuarto Concilio de Constantinopla, siguiendo los pasos de sus predecesores, hicieron pública esta solemne profesión de fe: «La primera salvación es mantener la regla de la recta fe... Y ya que no se pueden pasar por alto aquellas palabras de nuestro Señor Jesucristo: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" [Mt 16,18] estas palabras son confirmadas por sus efectos, porque en la Sede Apostólica la religión católica siempre ha sido preservada sin mácula y se ha celebrado la santa doctrina. Ya que es nuestro más sincero deseo no separarnos en manera alguna de esta fe y doctrina, ...esperamos merecer hallarnos en la única comunión que la Sede Apostólica predica, porque en ella está la solidez íntegra y verdadera de la religión cristiana»[ Fórmula del Papa Hormisdas, 11 de agosto de 515] .
Y con la aprobación del segundo Concilio de Lyon, los griegos hicieron la siguiente profesión: «La Santa Iglesia Romana posee el supremo y pleno primado y principado sobre toda la Iglesia Católica. Ella verdadera y humildemente reconoce que ha recibido éste, junto con la plenitud de potestad, del mismo Señor en el bienaventurado Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, cuyo sucesor es el Romano Pontífice. Y puesto que ella tiene más que las demás el deber de defender la verdad de la fe, si surgieran preguntas concernientes a la fe, es por su juicio que estas deben ser definidas»[ De la profesión de fe del Emperador Miguel Palaeólogo, leída en el segundo Concilio de Lyon, sesión IV, 6 de julio de 1274].
Finalmente se encuentra la definición del Concilio de Florencia: «El Romano Pontífice es el verdadero vicario de Cristo, la cabeza de toda la Iglesia y el padre y maestro de todos los cristianos; y a él fue transmitida en el bienaventurado Pedro, por nuestro Señor Jesucristo, la plena potestad de cuidar, regir y gobernar a la Iglesia universal»[ Concilio de Florencia, sesión VI.].
Para cumplir este oficio pastoral, nuestros predecesores trataron incansablemente que el la doctrina salvadora de Cristo se propagase en todos los pueblos de la tierra; y con igual cuidado vigilaron de que se conservase pura e incontaminada dondequiera que haya sido recibida. Fue por esta razón que los obispos de todo el orbe, a veces individualmente, a veces reunidos en sínodos, de acuerdo con la práctica largamente establecida de las Iglesias y la forma de la antigua regla, han referido a esta Sede Apostólica especialmente aquellos peligros que surgían en asuntos de fe, de modo que se resarciesen los daños a la fe precisamente allí donde la fe no puede sufrir mella [San Bernardo, Carta 190 (
Tratado a Inocencio II Papa contra los errores de Abelardo ) (PL 182, 1053D)]. Los Romanos Pontífices, también, como las circunstancias del tiempo o el estado de los asuntos lo sugerían, algunas veces llamando a concilios ecuménicos o consultando la opinión de la Iglesia dispersa por todo el mundo, algunas veces por sínodos particulares, algunas veces aprovechando otros medios útiles brindados por la divina providencia, definieron como doctrinas a ser sostenidas aquellas cosas que, por ayuda de Dios, ellos supieron estaban en conformidad con la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas.
Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe. Ciertamente su apostólica doctrina fue abrazada por todos los venerables padres y reverenciada y seguida por los santos y ortodoxos doctores, ya que ellos sabían muy bien que esta Sede de San Pedro siempre permanece libre de error alguno, según la divina promesa de nuestro Señor y Salvador al príncipe de sus discípulos: «Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y cuando hayas regresado fortalece a tus hermanos» [Lc 22,32].
Este carisma de una verdadera y nunca deficiente fe fue por lo tanto divinamente conferida a Pedro y sus sucesores en esta cátedra, de manera que puedan desplegar su elevado oficio para la salvación de todos, y de manera que todo el rebaño de Cristo pueda ser alejado por ellos del venenoso alimento del error y pueda ser alimentado con el sustento de la doctrina celestial. Así, quitada la tendencia al cisma, toda la Iglesia es preservada en unidad y, descansando en su fundamento, se mantiene firme contra las puertas del infierno.
Pero ya que en esta misma época cuando la eficacia salvadora del oficio apostólico es especialmente más necesaria, se encuentran no pocos que desacreditan su autoridad, nosotros juzgamos absolutamente necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el Hijo Unigénito de Dios se digno dar con el oficio pastoral supremo.
Por esto, adhiriéndonos fielmente a la tradición recibida de los inicios de la fe cristiana, para gloria de Dios nuestro salvador, exaltación de la religión católica y salvación del pueblo cristiano, con la aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos como dogma divinamente revelado que:
El Romano Pontífice, cuando habla
ex cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o costumbres como que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables.
[
Canon]
De esta manera si alguno, no lo permita Dios, tiene la temeridad de contradecir esta nuestra definición: sea anatema.
Dado en Roma en sesión pública, sostenido solemnemente en la Basílica Vaticana en el año de nuestro Señor de mil ochocientos setenta, en el decimoctavo día de julio, en el vigésimo quinto año de Nuestro Pontificado.
Dada la importancia de esta definición, vale la pena analizar sus fundamentos. Vamos por partes:
“Aquel primado apostólico que el Romano Pontífice posee sobre toda la Iglesia como sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, incluye también la suprema potestad de magisterio. Esta Santa Sede siempre lo ha mantenido, la práctica constante de la Iglesia lo demuestra, y los concilios ecuménicos, particularmente aquellos en los que Oriente y Occidente se reunieron en la unión de la fe y la caridad, lo han declarado.”
Según la declaración del Vaticano I, la posesión por parte del obispo de Roma de la suprema potestad del magisterio es algo que ha sido sostenido siempre por la sede romana, demostrado por la práctica constante de la Iglesia y declarado por los concilios ecuménicos. Si uno toma seriamente estas palabras, la “suprema potestad del Magisterio” debe hallarse fácilmente reflejada en la literatura patrística y en los cánones conciliares. Sin embargo, no ocurre tal cosa.
Desde luego, la sede episcopal de Roma tuvo, al menos desde fines del siglo I, una preeminencia que se basaba tanto en el hecho de corresponder a una Iglesia grande y establecida en la capital del Imperio, como al martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo allí. Y, especialmente a partir del siglo V, con León Magno, los obispos de Roma adquirieron mayor autoridad y extendieron su influencia. Sin embargo, una cosa es el primado de honor que nunca le fue negado, y la autoridad correspondiente, y muy otra es que la Iglesia Católica Antigua reconociese una “suprema potestad de Magisterio” (para no hablar de infalibilidad) a la sede romana en sentido amplio o a su obispo en particular.
Evidencia aducida de Concilios Ecuménicos
A continuación está una lista de los siete primeros concilios ecuménicos, que son reconocidos tanto por la Iglesia de Roma como por las Iglesias de Oriente:
1. Primer Concilio de Nicea (325)
2. Primer Concilio de Constantinopla (381)
3. Concilio de Éfeso (431)
4. Concilio de Calcedonia (451)
5. Segundo Concilio de Constantinopla (553)
6. Tercer Concilio de Constantinopla o Trullano (680-681)
7. Segundo Concilio de Nicea (787)
Si se observa esta lista que se extiende por más de cuatro siglos, llama de inmediato la atención que el primer concilio general que se cite a favor de la doctrina propuesta sea del siglo IX. Que entonces se creyese en la infalibilidad del obispo de Roma no probaría ni remotamente que tal noción fuese una creencia constante y universal de la Iglesia antigua. Pero además, como mostraré a continuación, ni siquiera puede demostrarse tal cosa en una fecha relativamente tan tardía.
A causa de las disputas de jurisdicción entre el obispo de Roma y el patriarca Focio de Constantinopla, el emperador Basilio el Macedonio (867-886) convocó un concilio ecuménico. El emperador acordó con el papa, a la sazón Adriano II (867-872) que los legados de éste presidieran el concilio, y que la asamblea firmase una declaración reconociendo el primado del obispo romano, llamada
Liber satisfaccionis. La parte pertinente de este documento dice:
Primordial salud es guardar la regla de la recta fe y no desviarse en modo alguno de las Constituciones de los Padres. Y pues no puede pasarse por alto la sentencia de nuestro Señor Jesucristo que dice: «Tú eres Pedro ...» (etc), tal como fue dicho se comprueba por la experiencia, pues en la Sede Apostólica se conservó siempre inmaculada la religión católica ... [siguen anatemas] ... Mas aceptamos y aprobamos también las epístlas todas del bienaventurado papa León, que escribió sobre la religión cristiana, como antes dijimos, siguiendo en todo a la Sede Apostólica y proclamando sus constituciones todas. Y por tanto, espero merecer hallarme en una sola comunión con vosotros, la que predica la Sede Apostólica, en la que está la íntegra, verdadera y perfecta solidez de la religión cristiana; prometiendo que en adelante no he de recibir entre los sagrados misterios los nombres de aquellos que están separados de la comunión con la Iglesia Católica, es decir, que no sienten con la Sede...
(Denzinger # 171-172)
Dos cosas deben notarse de esta declaración. La primera es que no presenta de manera explícita de la autoridad propia del obispo de Roma, ya que se refiere a la “Sede Apostólica” . En segundo lugar, aun si se admite que tal autoridad está implícita en la declaración, es innegable que el documento no dice una palabra acerca de la infalibilidad del obispo romano. La razzón es obvia: en el siglo IX nadie creía que ningún obispo pudiese ser infalible, como lo indica el aún reciente ejemplo de Honorio, obispo de Roma condenado por herejía en el siglo anterior por el III Concilio de Constantinopla.
Por si esto fuera poco, el documento que el Vaticano I invocó como primer testigo de la creencia universal y contante en que la “suprema potestad del Magisterio” residía en los obispos de Roma fue “aprobado” en circunstancias en extremo dudosas. No fue sometido a consideración para su debate y votación en el concilio, sino impuesto a los obispos como un requisito para poder participar. El obispo Joseph Hefele, máxima autoridad católica del siglo XIX en la historia conciliar, observó:
Todos los obispos griegos tuvieron que suscribir esta fórmula para ser admitidos en el concilio. Pero luego se arrepintieron de haberlo hecho y robaron el documento con las firmas. Ignoro la fuerza demostrativa que pueda tener tal aprobación a favor de la infalibilidad papal.
Citado por August Hassler, Cómo llegó el papa a ser infalible. Fuerza y debilidad de un dogma. Barcelona: Planeta, 1980; p. 115.
La asistencia a este concilio IV de Constantinopla fue escasa; llegó a reunir poco más de cien obispos. La asamblea reafirmó la autoridad de las tradiciones eclesiásticas, el culto a las imágenes y la independencia del concilio con respecto al poder secular (declaración más bien formal). El canon 21 –ó 13 en el texto griego- insiste en que ningún poder secular puede deshonrar ni destituir a ningún patriarca, “y principalmente al santísimo Papa de la antigua Roma, luego al Patriarca de Constantinopla, luego a los de Alejandría, Antioquía y Jerusalén...”
El concilio reconoció expresamente el primado de honor de Roma, pero al mismo tiempo estableció de manera no menos clara
la superioridad del concilio ecuménico sobre la sede romana:
Ahora bien, si se hubiere reunido un Concilio Universal y todavía surgiere cualquier duda y controversia acerca de la Santa Iglesia de Roma, es menester que con toda veneración y debida reverencia se investigue y se reciba solución de la cuestión propuesta, o sacar provecho, o aprovechar; pero no dar temeraria sentencia contra los sumos pontífices de la antigua Roma.
Denziger 341
En resumen,
no hay evidencia aquí ni alusión a la infalibilidad de la Sede romana ni mucho menos a la infalibilidad personal de su obispo. Pero no concluye aquí el problema.
A la hora de buscar alguna clase de apoyo, por flaco que fuese, para su doctrina, a los obispos infalibilistas del Vaticano I olvidaron de buen grado que
el IV Concilio de Constantinopla entró a la lista occidental de asambleas ecuménicas por la trastienda. En Constantinopla se lanzó un solemne anatema contra Focio, el patriarca de Constantinopla caído en desgracia. Pero un nuevo giro de la situación política restauró a Focio en el patriarcado en 877 y el nuevo obispo de Roma, Juan VIII (872-882)
declaró nulo el Concilio IV Constantinopla y lo borró de las lista de los ecuménicos. Como consecuencia, durante dos siglos en Roma no se tuvo por ecuménico a este Sínodo, a pesar de haber sido presidido por los legados papales.
La ocasión y el motivo de la restauración del IV de Constantinopla a la lista occidental de Concilios Ecuménicos son explicados por Hassler (o.c., p. 115-116) como sigue:
Sólo a fines del siglo XI consiguió el Cuarto Concilio de Constantinopla, gracias a un «error» de los canonistas, reintroducirse gradualmente en la lista de los Concilios Ecuménicos. La nueva concepción del papado, sostenida por Gregorio VII (1073-1085) despertó el interés por este concilio. Además, el Papa encontró en el canon 22 de este Concilio, referente a la investidura de los laicos, el arma más contundente contra el emperador de Occidente. Sin embargo, hasta el siglo XVI no se volvió a utilizar el título de «Concilio Ecuménico VIII” para el Cuarto Concilio Constantinopolitano.
Por lo demás, en el Oriente este concilio
nunca fue reconocido como ecuménico, por lo cual la afirmación del Vaticano I sobre el testimonio a favor de la doctrina de “los concilios ecuménicos, particularmente aquellos en los que Oriente y Occidente se reunieron en la unión de la fe y la caridad” es lisa y llanamente falsa. El profesor Hamílcar S. Alivisatos, de la Universidad de Atenas, señala, por el contrario:
A partir de este punto, los caminos de las dos Iglesias [la de Occidente y la de Oriente] se separan y el Concilio VIII constituye para ellas un objeto de controversia, la una reconociéndolo como auténtico y la otra rechazaando su ecumenicidad. Esta contestación plantea nuevamente la cuestión de la autoridad suprema de la Iglesia. En Occidente, después de los sínodos de Constanza, de Ferrara y de Florencia, esta autoridad se concentra definitivamente en la persona del papa, considerado como infalible. En Oriente, la autoridad absoluta de la Iglesia continúa concentrándose en el Concilio Ecuménico. Ahora bien, la Iglesia de Oriente no acepta como ecuménicos sino los siete primeros concilios ...
Los concilios ecuménicos V, VI, VII y VIIII. En B. Botte et alii, El Concilio y los Concilios. Aportación a la historia de la vida conciliar de la Iglesia. Madrid: Ediciones Paulinas, 1962, p. 152; negritas añadidas.
En conclusión, el primer testimonio aducido a favor de la creencia universal y constante data del siglo IX, de un concilio que no habla de infalibilidad y cuya ecumenicidad fue negada por un papa y sus sucesores durante dos siglos, y nunca admitida en Oriente. Difícilmente pudiera imaginarse un apoyo más débil para una definición dogmática.
El segundo testimonio de la fe constante y universal de la Iglesia es el II Concilio de Lyon (1274), tenido por XIV Ecuménico en Roma. En este sínodo, típico de la Edad Media y por tanto bajo el completo control papal, se les hizo jurar a los orientales una confesión al gusto romano. He aquí lo que escribe el sacerdote e historiador jesuita Hubert Jedin:
El 24 de junio hicieron su llegada los legados griegos: el en otro tiempo patriarca de Constantinopla, Germano, el arzobispo de Nicea y el logoteta (canciller) del emperador. En la cuarta sesión del 6 de julio aceptaron la confesión de fe que se les había impuesto y que contenía el reconocimiento del primado pontificio, la doctrina del purgatorio y el número de siete de los sacramentos y juraron en nombre de su emperador la unión con la Iglesia de Roma. Durante la misa se cantó el credo con el filioque, en latín y en griego. Una vez que así habían confesado los griegos su fe en el filioque, se les permitió conservar el texto tradicional de su símbolo. La unión no tuvo consistencia no sólo porque el emperador se había dejado llevar por motivos políticos y hubo de hallar oposición en el episcopado griego, sino también porque el papa Martín IV (1281-1285) había apoyado los proyectos de conquista en Oriente del rey de Nápoles...
Breve historia delos concilios. Barcelona: Herder, 1963, p. 72-73; negritas añadidas.
Evidentemente el papa Gregorio X pudo imponer estrictas condiciones a los orientales porque el emperador Miguel VIII Paleólogo se hallaba en una posición vulnerable y necesitaba desesperadamente el apoyo de Occidente, por lo cual estaba dispuesto a admitir cualquier confesión de fe. Otro historiador jesuita, Joseph Gill, expone claramente la situación:
Todo el mundo sabe que el concilio de Lyon de 1274, si bien pareció prometer a los latinos la unión de las Iglesias, desde su comienzo estaba condenado al fracaso. No hubo más que tres delegados griegos, que aceptaron desde un principio la doctrina del filioque (1): señal evidente de que el emperador Miguel VIII quería comprar por este medio la protección del papa contra las ambiciones orientales de Carlos de Anjou. Hay sin embargo que reconocer que el emperador fue fiel a su palabra hasta su muerte. En cuanto a los tres delegados, no representaban su Iglesia. Aun antes del concilio, el emperador quiso persuadir a ésta que aceptara la unión, pero ésta la rechazó. Era pues normal que, después, ella considerase sin valor el acto de unión firmado por los delegados.
El acuerdo greco-latino en el Concilio de Florencia, en Botte et alii, o.c., p. 221; negritas añadidas.
Además, según el Enchiridion symbolorum de Enrique Denzinger (p. 167, nota), el Credo fue propuesto en 1267 por Clemente IV al emperador, y presentado por este último en el II Concilio de Lyon. En otras palabras, no se trataba en sentido propio de una definición conciliar: no fue discutida ni legalmente proclamada. Y ciertamente nunca fue aceptado por los obispos orientales. Incluso en el supuesto de que hubiese sido aceptada, de poco hubiera valido para la doctrina infalibilista del Vaticano I, ya que el Credo no habla en absoluto de infalibilidad, sino de primacía; en concreto, da derecho de apelación de cualquier causa a la Sede romana, y proscribe la apelación de un juicio emitido por Roma.
En conclusión, un concilio sin participación oficial de la Iglesia oriental, con un credo que fue aceptado por el emperador por motivos políticos, pero nunca por los obispos orientales, y que tampoco habla de infalibilidad, es la segunda mejor evidencia de la universal y contante fe de la Iglesia en la suprema potestad magisterial del obispo de Roma.
El tercer testimonio aducido por los obispos del Vaticano I fue el de Florencia (1438-1445), tenido en conjunto con los de Basilea y Ferrara como XVII Ecuménico por la Iglesia e Roma. Este concilio señaló el triunfo del papado absolutista gregoriano sobre la más antigua concepción conciliar de la autoridad eclesiástica suprema. De nuevo el emperador de Oriente, ahora Juan VIII Paleólogo, y un grupo de obispos orientales habían recurrido al Occidente en busca de ayuda contra los invasores (en este caso turcos) que amenazaban la ciudad de Bizancio. En esta ocasión el papa y el emperador se aliaron para forzar a los obispos orientales a aceptar la primacía de Roma sobre la base de documentos fraguados (las falsas Decretales y otros) que los griegos rechazaban de plano. Finalmente los obispos orientales debieron ceder –aunque algunos resistieron con firmeza- y la mayoría de ellos aceptó un decreto conciliar que afirma el primado universal de la Santa Sede Apostólica y establece al obispo de Roma como sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, al cual le fue dada «plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, como se contiene en las actas de los Concilios Ecuménicos y en los sagrados cánones” (Denzinger # 694).
Como anota Jedin, en realidad los obispos griegos que aceptaron firmar el decreto entendían la última cláusula en sentido restrictivo, en el sentido de su conformidad con los decretos y cánones auténticos que ellos, los griegos, conservaban, y no según los documentos espurios de hechura reciente y producción local que Roma esgrimía en su favor. Por tanto, tal como lo entendían estos hombres tampoco su asentimiento apoyaría las pretensiones papales hechas dogma en el Vaticano I.
Sin embargo, ni siquiera esta salvedad impidió que la delegación griega al Concilio de Florencia fuese recibida como traidora y perjura. De hecho, el decreto motivó un nuevo cisma porque las pretensiones romanas eran escandalosas e inauditas; el Oriente jamás había conocido, ni mucho menos reconocido, semejantes cosas. Va de suyo que los griegos jamás reconocieron el Concilio de Florencia como ecuménico.
A esto se le añade el hecho de que incluso en Occidente se cuestionó la validez del concilio florentino a causa de su escasa representatividad –con una abrumadora mayoría de prelados italianos- y de su desprecio para con las decisiones de sínodos mucho más representativos de la Iglesia occidental, como los de Constanza y Pisa. En Francia no se lo aceptó como ecuménico durante siglos.
Y, desde luego, el desdichado decreto conciliar no dice una palabra acerca de la infalibilidad personal o de oficio del pontífice romano.
Por tanto, es claro que este tercer testimonio acerca de la constante y universal creencia en la suprema potestad de Magisterio de los obispos romanos carece, como los dos anteriores, de valor probatorio.
Evidencia aducida de las Escrituras
La argumentación a favor de la infalibilidad incluye solamente dos citas bíblicas, a saber, Mateo 16:18 y Lucas 22:32. A falta de un mejor fundamento, hay que repetir estos textos como una letanía a favor de cualquier prerrogativa que el obispo de Roma reclame para sí.
Debido al simple hecho de que es tan seguro como puede serlo la evidencia histórica que Pedro no fue el primer obispo de Roma, no hay razón para aplicar a los papas los textos que se refieren al príncipe de los Apóstoles. Y aunque así fuera, estos textos tampoco justificarían afirmar la infalibilidad doctrinal del obispo de Roma, ni siquiera en las condiciones restringidas que determinó arbitrariamente el Concilio Vaticano I.
La Iglesia de Roma exije que los textos bíblicos se interpreten conforme al sentir únanime de los Padres. Ahora bien, los textos en cuestión no son citados durante casi los cuatro primeros siglos con una aplicación particular al obispo de Roma; y cuando empiezan a serlo, son consistentemente los obispos de Roma quienes los invocan en su propio favor. Adicionalmente, durante el primer milenio de vida de la Iglesia ningún Padre muestra evidencia de haber considerado estos textos jamás como indicativos de un magisterio infalible del obispo romano.
Otros testimonios
En los «Argumentos tomados del consentimiento de la Iglesia» los obispos del Vaticano I manipularon la historia en un lamentable intento de dar la impresión de que todas las disputas de la Iglesia antigua en asuntos de fe fueron encauzadas a Roma desde el principio. Esto es obviamente falso. A pesar de la importancia de la sede romana, la fe fue defendida a menudo con más firmeza y claridad desde otros sitios, por ejemplo, por Ireneo de Lyon,. Cipriano de Cartago, Atanasio de Alejandría o Agustín de Hipona. No es sino hasta el siglo V que el obispo de Roma, León I Magno, representa la posición ortodoxa en el Concilio de Calcedonia (451). Y aun allí, el escrito de León –que reiteraba lo dicho por Tertuliano más de dos siglos antes- no fue recibido y proclamado como expresión de ortodoxia hasta que hubo sido examinado por los demás obispos.
En segundo lugar, se sugiere que la salvaguarda de la fe fue desde el principio tarea del papa mediante la convocación de Concilios Ecuménicos y otros sínodos, cuando es archisabido que los primeros concilios ecuménicos no fueron ni convocados ni presididos por los obispos romanos, ni se requería necesariamente el asentimiento de éstos (aunque por cierto fuese valioso) para darle validez a las decisiones y formulaciones conciliares.
En tercer lugar , el decreto vaticano declara mendazmente que los Padres han seguido las doctrinas de los pontífices romanos, cuando la verdad es exactamente la opuesta: los papas que conservaron la ortodoxia siguieron las huellas de los Padres. De hecho, la famosa declaración de León básicamente reformula lo dicho por Tertuliano más de dos siglos antes.
Finalmente, el decreto afirma sin demostrar que «el carisma de verdad y fe nunca deficiente fue prometido a Pedro y a sus sucesores» y se define la infalibilidad presuntamente «siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana». Sin embargo, permanece el hecho de que el decreto no proporciona ninguna evidencia patrística ni conciliar de que tal cosa haya sido creída desde el principio, y por el contrario todo indica que la doctrina de la infalibilidad no surge sino hasta bien avanzada la Edad Media, y aún entonces deberán transcurrir muchos años antes de que el papado se la apropie.
Como conclusión general, la presunta infalibilidad que la Iglesia de Roma le adjudica al papa carece de apoyo escritural, patrístico conciliar e histórico. Si alguien ha de creer semejante doctrina, deberá hacerlo sobre la exclusiva autoridad del propio Concilio Vaticano I, y a sabiendas de que dicho sínodo distorsionó gravemente los hechos de la historia para sostenerla.
Bendiciones en Cristo,
Jetonius
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(1) La palabra latina filioque significa “y el Hijo” y se refiere a la fórmula de la doble procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Fue añadida en Occidente al Credo Niceno-Constantinopolitano. Los orientales no admitieron tal adición, y la diferencia fue causa de largas disputas.