EL TRASFONDO DE LA BULA UNAM SANCTAM
La famosa Bula, fechada el 18 de noviembre de 1302, establece en términos inequívocos que someterse al Papa es absolutamente necesario para la salvación. Su autor fue Benedicto Gaetani, más conocido como Bonifacio VIII, papa entre 1294 y 1303.
Durante el siglo XIII, el papado devino la presa más codiciada por las familias nobles romanas. Tras la muerte del papa Nicolás IV en 1292, siguió un intervalo de dos años durante los cuales los cardenales, en cuyas manos caía con exclusividad la elección desde 1179 (III Concilio de Letrán, Canon I), no lograban ponerse de acuerdo. La razón es que dos familias, los Colonna y los Orsini, se disputaban el codiciado trono, pero las fuerzas estaban muy equilibradas y ninguna lograba prevalecer. Gaetani, un prominente jurista que había sido hecho cardenal por Nicolás IV, persistía en una actitud neutral no por convicción, sino porque alentaba la esperanza de que al no poder prevalecer ni los Colonna ni los Orsini, optasen por un candidato de compromiso, que no podía ser otro que él.
En teoría, los cardenales debían proceder a la elección de un nuevo papa con premura. Algunas décadas antes, el intervalo de acefalía de tres años (1268-1271), que siguió a la muerte de Clemente IV y precedió a la elección de Gregorio X, tuvo un final violento cuando los ciudadanos de Viterbo arrancaron el techo del palacio episcopal donde estaban reunidos los cardenales y forzaron la decisión. Para evitar futuras dilaciones, Gregorio X (1271-1276) había establecido normas según las cuales los cardenales debían reunirse en cónclave en un intervalo no mayor de diez días luego de la muerte del Papa, y ser sometidos a progresivas restricciones alimentarias hasta tanto llegasen a una decisión. Sin embargo, tales normas por cierto no se cumplían un par de décadas después. Ni siquiera la ofuscada visita del rey francés de Nápoles conmovió a los cardenales.
El escándalo que representaba la acefalía de la Iglesia de Roma se reflejaba en protestas de toda índole, e incluso en profecías y anuncios de juicio. El decano de los cardenales, Latino Malabranca, declaró haber recibido una de esas profecías, que anunciaba el castigo divino sobre los cardenales si no elegían pronto un papa. Benedicto Gaetani dijo con sarcasmo “Supongo que es una de las visiones de vuestro Pedro de Morone”.
Pedro de Morone o Murrone era un octogenario muy admirado por su ascetismo y santidad, fundador de una orden monástica, que vivía recluido en las montañas. Malabranca respondió a la burla del cardenal Gaetani : “En efecto, es una verdadera revelación que Dios ha hecho a este santo. Es un hombre a quien los dones del Espíritu Santo han hecho el más digno de gobernar a los creyentes”. La evocación de los hechos de la vida del ermitaño encendió al indolente cónclave, hasta un clímax cuando Malabranca exclamó: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, elijo al hermano Pedro de Morone”. Algunos cardenales añadieron de inmediato su voto, dando los dos tercios necesarios, y los demás, incluso Gaetani, se unieron poco después para una elección unánime el 5 de julio de 1294.
Correspondía que los cardenales comunicasen la decisión al elegido, que habitualmente estaba muy cerca, si no en la misma habitación . Pero Pedro de Morone habitaba en una gruta en las montañas de Nápoles, y allí debieron marchar primero los enviados de la Curia y luego los propios cardenales ya que, si bien Pedro había aceptado ser papa luego de considerable resistencia, se rehusaba salir de su propio territorio con rumbo a Roma. Gaetani se resistió al principio; exclamó: “Id con vuestro santo, pues yo no iré con vosotros, ¡ni permitiré que el Espíritu Santo me engañe más sobre él!”
A pesar del estallido inicial de cólera, el cardenal Gaetani terminó, como los demás, compareciendo ante el flamante papa. Pedro, quien tomó el nombre de Celestino, constituía para muchos una esperanza de reforma de una Iglesia mucho más interesada en el poder político y la riqueza que en la cura de almas. Sin embargo, su pontificado fue tan breve como desastroso. Ignorante de la compleja maquinaria de poder, Celestino otorgó beneficios de manera indiscriminada, se le hicieron firmar bulas en blanco, creó nuevos cardenales sobre todo franceses y napolitanos y en poco tiempo originó un caos administrativo. Consciente de su propia incapacidad, concibió la idea de abdicar. Para ello buscó consejo en el experto jurista que era el Cardenal Gaetani. Transcurridos cinco meses de su elección y tres meses de su coronación, el 13 de diciembre de 1294, día de Santa Lucía, Celestino abdicó al trono papal. Pocos días después, tras una breve deliberación, Benedicto Gaetani fue proclamado su sucesor el 24 de diciembre, adoptando el nombre de Bonifacio VIII.
El nuevo papa no tenía la menor intención de permanecer en el territorio hostil de Nápoles, y emprendió en cuanto pudo el viaje hacia Roma, llevándose consigo a Celestino, el cual sin embargo pudo huir hacia las montañas. El disgusto que tal fuga le causó no impidió que Bonifacio continuase los planes de su coronación en Roma, la cual se realizó el 23 de enero de 1295 con una pompa digna de un emperador, mayor que la de cualquiera de sus predecesores. Su corona tenía 48 rubíes, 72 zafiros, 45 esmeraldas y 66 perlas; un gran rubí coronaba el vértice piramidal. Más tarde Bonifacio añadió a la tiara un segundo aro a su corona, como expresión de su pretensión de ostentar a la vez la suma del poder espiritual y temporal. Bonifacio, de elevada estatura e imponente figura, vestía esta pesada corona como parte de su atuendo habitual.
Poco después Celestino fue capturado por los enviados del papa mientras intentaba huir a Grecia. Obligado a comparecer ante Carlos de Nápoles y Bonifacio, el anciano monje pronunció una profecía famosa: “Has entrado como un zorro, reinarás como un león y morirás como un perro”. Bonifacio relegó a Celestino a la fortaleza de Fumone, donde el anciano murió menos de un año después. Entre tanto, Bonifacio anuló las decisiones de Celestino, retirando los privilegios que éste había otorgado.
El nuevo papa se concentró de inmediato en su objetivo fundamental, que era el de consolidar su propio poder y el de su familia. Para ello apeló sin vacilación a la simonía (venta de cargos eclesiásticos) y el nepotismo, u otorgamiento de cargos y prebendas a sus parientes. Con dinero de la Iglesia, el papa emprendió un plan sistemático de compra de tierras para los Gaetani, ocupando para ello la cuarta parte de todos los ingresos habidos durante su reinado. El papa se consideraba a sí mismo como el nuevo César, el nuevo emperador.
“Un contemporáneo y testigo ocular, Giovanni Villani, ha dejado en su Crónica Florentina (Muratori, XIII, 348 ss) un retrato de Bonifacio que el juicioso von Reumont parece considerar muy confiable. Según él, Bonifacio, el más grande canonista de su tiempo, era un hombre de gran corazón y generoso y un amante de la magnificencia, pero también arrogante, orgulloso y severo en sus maneras, más temido que amado, demasiado mundano para su alto oficio y demasiado ávido de dinero tanto para la Iglesia como para su familia. Su nepotismo era abierto. Fundó la casa romana de los Gaetani, y en el proceso de exaltar a su familia trajo sobre sí el efectivo odio de los Colonna y los fuertes hombres de su clan.”
Thomas Oestrich, Pope Boniface VIII, en The Catholic Encyclopedia (1907), vol. 2.
Precisamente fue el robo de un cargamento de oro de la Santa Sede destinado a nuevas compras de tierra para los Gaetani, ocurrido el 3 de mayo de 1297, lo que provocó el inicio del resquebrajamiento del poder de Bonifacio. El perpetrador había sido Esteban, joven e imprudente miembro de la poderosa familia Colonna cuyo poder se había visto menguado por las transacciones papales. Al enterarse Bonifacio convocó de inmediato a los dos cardenales Colonna, Jacobo y Pedro, para que compareciesen ante él.
Jacobo y Pedro se demoraron hasta asegurarse de que el oro sería restituido. Pero Bonifacio, furioso, exigió además que Esteban le fuese entregado y que los Colonna se aviniesen a tener guarniciones papales en sus propias ciudades. Tal pretensión era inaceptable, y los Colonna contraatacaron una semana después del incidente, el 10 de mayo, con un manifiesto en el cual se impugnaba la legitimidad de la elección de Bonifacio y se apelaba a un concilio general.
La respuesta del Papa adoptó la forma de una bula, titulada pomposamente In excelso throno. Además de deponer y excomulgar a los dos cardenales Colonna, exigía su inmediata presencia. Los Colonna publicaron aún otro manifiesto ampliando sus acusaciones contra Bonifacio, y éste replicó con otra bula en la que excomulgaba a toda la familia, a la que declaraba hereje y presa legítima de quien la capturase. Como los Colonna continuaban en abierta resistencia, Bonifacio fulminó la excomunión contra ellos, y pocos meses después convocó una cruzada contra la familia rebelde.
Durante los siguientes meses, los Colonna fueron combatidos con notable ferocidad hasta que, unos meses más tarde, se vieron empujados hacia su último reducto, la ciudad de Palestrina, donde la defensa quedó al mando del veterano Giovanni “Sciarra” Colonna, quien no en vano llevaba su apodo (Sciarra = Pendenciero). Ante un sitio que amenazaba prolongarse por tiempo indefinido, Bonifacio siguió el conejo de “promete mucho, cumple poco” y la ciudad capituló.
Bonifacio envió al joven Esteban a peregrinar. Devolvió la libertad, aunque no los cargos, a los cardenales Colonna. Poco después, ordenó la destrucción sistemática de la ciudad de Palestrina. La ciudad, que había sido la sede de un obispado desde antiguo, era tenida por uno de los siete pilares de la Iglesia de Roma. En ella había un palacio cuya construcción se atribuía a Julio César, y los Colonna habían reunido allí un tesoro incalculable de obras de arte que tornaba la ciudad en un extraordinario museo. La orden papal era inaudita, pero se cumplió. Palestrina fue arrasada, con la sola excepción de la iglesia. Para completar la obra, Bonifacio la hizo arar y llenar los surcos con sal, al mejor estilo de los generales romanos.
Ante esta afrenta, los Colonna se rebelaron nuevamente, ante lo cual Bonifacio los excomulgó y se vieron obligados a exiliarse. Varios de ellos hallaron protección en la corte del rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, quien tenía sus propios pleitos con Bonifacio. Entre tanto, el poder de Bonifacio se veía fortalecido por la derrota de los Colonna y además porque, aprovechando las diferencias internas de los florentinos, había logrado que la poderosa ciudad de Florencia quedase en manos de sus aliados.
Por lo pronto, adoptando una costumbre imperial romana, decidió recibir el comienzo del nuevo siglo con un Jubileo (costumbre que continúa hasta hoy), proclamado en una bula del 22 de febrero de 1300. La multitud de peregrinos que se agolpaba en Roma trajo consigo una buena cantidad de dinero y proveyó a Bonifacio la oportunidad de gloriarse de su poder. Según los cronistas de la época, “el Vicario de Cristo, el dueño del mundo, apareció varias veces ante los peregrinos con vestiduras imperiales y había exclamado: «¡Soy César, soy emperador!».”
Aunque en la política exterior el papa no había tenido grandes sobresaltos, e incluso había mediado exitosamente entre Francia e Inglaterra, existía una tensión manifiesta entre él y Felipe IV el Hermoso, rey de Francia desde 1285. Y, como en el caso de la lucha iniciada contra los Colonna, en esta pugna de poder había un problema de dinero.
Felipe el Hermoso necesitaba dinero para sus luchas contra los grandes señores feudales y, sobre todo, contra Inglaterra. Dado que los nobles estaban exentos y el pueblo ya estaba exprimido al máximo, el rey dirigió su mirada a los grandes monasterios cistercienses, a los cuales comenzó a exprimir. Dado que las abadías dependían directamente del papa, ante éste protestaron. En la Bula Clericis laicos Bonifacio prohibió pagar y recibir impuestos sobre beneficios eclesiásticos sin su autorización. Sin responder la Bula, Felipe contraatacó prohibiendo la exportación de divisas y declaró ilegal la permanencia de extranjeros en Francia. Con esto cortaba el suministro de metálico a Roma y tornaba técnicamente ilegal la permanencia de los legados papales en su territorio. Dado que la medida regia era en extremo perjudicial para Bonifacio, éste moderó las medidas salvando las formas (permitía que el rey “invitase” a los clérigos” a colaborar según las necesidades del reino, y a los monjes “ofrecer” al soberano donaciones monetarias). A su vez Felipe el Hermoso dejó en la práctica sin efecto la prohibición de exportar divisas y de la permanencia de los legados pontificios en Francia.
Aunque la escaramuza pasó, permanecía el problema de fondo de las dos concepciones diferentes de las relaciones entre la iglesia y el estado que Felipe y Bonifacio sustentaban. Un historiador católico resume así la situación:
“El conflicto entre Bonifacio VIII y el rey de Francia, Felipe el Hermoso, nació esencialmente de la mentalidad antitética de los dos protagonistas. El Papa, penetrando por temperamento y por formación de espíritu jurídico, era tremendamente firme e inflexible en sus decisiones y prestaba muy poca atención a las circunstancias históricas concretas que tan mal encajaban en los principios teóricos en los que él se inspiraba. Remedando a Inocencio III y a otros pontífices medievales a los que varios soberanos europeos habían enfeudado sus propios reinos, pretendía Bonifacio ejercer sobre todos los reinos católicos una alta y soberana autoridad, sin caer en cuenta que lo que había sido posible en tiempos de Inocencio III, a principios del siglo XIII, ya no lo era un siglo después. Por su parte, Felipe el Hermoso, muy superior a su rival en el terreno de lo práctico y dispuesto a servirse sin escrúpulos de cualquier medio que le resultase útil, apoyaba su concepción de la autoridad del rey en los principios del derecho romano que desde hacía varios decenios venían siendo estudiados con renovado vigor en las Universidades medievales: quod principi placuit, legit habet vigorem; rex in suo regno est imperator. El soberano en su territorio es independiente de cualquier autoridad sea imperial o pontificia.”
G. Martina: La Iglesia de Lutero a nuestros días. Trad. J.L. Ortega. Madrid: Cristiandad, 1974, 1:43-44.
Si bien Felipe no quiso entrometerse abiertamente cuando la persecución de los Colonna (1297-1298) , pues tenía asuntos más urgentes, esto no significa que hubiera cedido en su posición. Sin embargo, Bonifacio cometió la imprudencia de nombrar legado suyo en París nada menos que al obispo de Pamiers, Bernard de Saisset, quien era hostil al rey. El prelado fue conducido al Consejo de Estado y luego puesto en prisión por orden del rey, bajo la acusación de hablar contra la seguridad del estado e incitar a la insurrección.
El papa restableció la vigencia de la bula Clericis laicos mediante la bula Salvator mundi, y el 10 de noviembre de 1301 publicó otra con el paternal y condescendiente título Ausculta fili, en la cual denunciaba los abusos de la corona contra la Iglesia y convocaba a los obispos franceses y a los juristas de la Universidad de París a un concilio a realizarse en Roma. El tono de la bula era enérgico pero no ofensivo: “No te dejes engañar por nadie que quiera convencerte de que no tienes ningún superior y de que no estás sometido al más alto en la jerarquía eclesiástica. Quien así piensa es loco; quien lo sostiene obstinadamente, un infiel...”
Sin embargo, el canciller francés Pierre Flotte distribuyó en París una versión espuria que, si bien en el fondo era por entero fiel al pensamiento de Bonifacio, estaba calculada para enardecer a los franceses: “Bonifacio, obispo y siervo de los siervos de Dios, a Felipe, rey de los franceses. ¡Teme a Dios y obedece sus mandamientos! Sabe que en lo temporal y en lo espiritual nos estás sometido ( Scire te volumnus quod in spiritualibus et temporalibus nobis subes ); tú no tienes la facultad de conceder beneficios y prebendas ... Nos declaramos que las concesiones hechas por tu mano son inválidas ... Consideramos hereje a quien crea lo contrario”. La respuesta de Felipe “a Bonifacio, que se presenta como Papa” decía entre otras cosas “Tu suma necedad debe saber que nos no estamos sometidos a nadie en lo temporal ; quien crea lo contrario, lo tenemos por necio y por loco”. De inmediato puso en vigor la prohibición de exportar dinero y prohibió a los clérigos franceses que fuesen a Roma al concilio convocado por el Papa.
El 10 de abril de 1302 Felipe reunió los Estados Generales (compuestos por la nobleza, el clero y los ciudadanos) en la catedral de Notre Dame y, con la ayuda de sus propios juristas y de miembros de la familia Colonna que formaban ahora parte de su corte, levantó gravísimas acusaciones contra Bonifacio, que incluían simonía, nepotismo, sodomía y otras cosas por el estilo. Los obispos presentes no se atrevieron a replicar, y acabaron aceptando escribirle al papa en los términos que el rey quería, con gran disgusto de Bonifacio que los fustigó acerbamente, “haciendo uso al mismo tiempo, según su costumbre, de no pocas expresiones ofensivas para el orgullo de los eclesiásticos franceses”. .
De todos modos, el Papa, aunque firme en sus pretensiones, adoptó en plan de jurista un tono más conciliador: “Cuarenta años nos hemos ocupado del derecho, y aún no hemos hallado nunca que Dios estableciera dos poderes. No pretendemos tocar la jurisdicción del rey, pero el rey, como cualquier otro cristiano, no puede tampoco negar que nos está sometido en lo que respecta a los pecados”. Pero ya era tarde.
Cuando 4 arzobispos, 35 obispos, 6 abades y varios doctores franceses concurrieron a Roma al concilio convocado para el 30 de octubre, el rey procedió a confiscar sus propiedades. Es en estas circunstancias que el papa Bonifacio publicó la famosa bula Unam Sanctam el 18 de noviembre de 1302.
Este documento produjo aún mayor enojo en el rey, quien sostuvo que “aquel ladrón y asesino, ese hereje y el peor de todos los simoníacos, a quien el mundo acusa de los más horrendos crímenes” no podía constituirse a sí mismo como soberano y juez de la humanidad. El 12 de marzo de 1303 el jurista y reciente canciller Guillermo de Nogaret reiteró las acusaciones contra Bonifacio ante el Consejo de Estado, las que fueron reiteradas con renovada ferocidad por Guillermo de Plasián el 13 de junio: “Bonifacio no cree en la inmortalidad del alma; ha declarado públicamente que preferiría ser un perro, un asno u otro irracional antes que un francés; que no cree en la transubstanciación sacramental y durante la misa vuelve la espalda al altar; tiene un diablo a su servicio que lo aconseja en todas las cosas; trata con hechiceros; hace colocar en las iglesias estatuas de plata con su efigie e induce así a la idolatría a los feligreses; comete simonía; hace asesinar clérigos en su presencia; come carne en los días de vigilia; asesinó a su predecesor Celestino; tiene la culpa de que se haya perdido la Tierra Santa; por todas estas razones es enemigo del rey de Francia, modelo para todos los creyentes, sostén de la cristiandad...”
Friedrich Gontard, Historia de los Papas. Regentes entre el cielo y el infierno. Trad. J. Rovira Armengol. Buenos Aires: Compañía General Fabril Editora, 1961; 1:474).
Por supuesto, había patente exageración tanto en la exaltación de Felipe como en la degradación de Bonifacio. Sin embargo, muchas de las acusaciones no eran infundadas. La simonía y el nepotismo del papa eran bien conocidos, así como su refinada crueldad contra sus enemigos. Y Bonifacio era muy poco prudente en sus comentarios, que eran cuidadosamente registrados por los cronistas; en una ocasión dijo que tenía tantas esperanzas en la vida de ultratumba como el pollo que estaba servido en la mesa; en otra que ir a la cama con una muchacha o un joven era tan inocuo como lavarse las manos.
Mientras Guillermo de Plasián encendía el Consejo de Estado, Guillermo de Nogaret, “Sciarra” Colonna y otros aliados italianos se hallaban en Italia conspirando contra el Papa, quien a la sazón se hallaba en su ciudad natal de Anagni. En agosto, Bonifacio negó bajo solemne juramento las acusaciones publicadas contra él en París, al tiempo que tomaba una serie de medidas disciplinarias contra los franceses, como la exclusión de las elecciones de cuerpos eclesiásticos, la reserva para la sede de Roma todos los beneficios vacantes en Francia y el rechazo de la apelación a un concilio general que no fuese convocado por él mismo. Además amenazó a Felipe con los máximos castigos eclesiásticos a menos que se arrepintiese. En realidad, tenía ya redactada la bula Super Petri solio en la cual excomulgaba al rey francés y liberaba a sus súbditos de toda obediencia al monarca. La bula llevaba la fecha 8 de setiembre de 1303, pero jamás llegó a promulgarse.
El 7 de setiembre de 1303 , al grito de “¡Abajo Bonifacio! ¡Viva el rey de Francia!”, los conspiradores entraron en la ciudad y, sin hallar resistencia más resistencia que la opuesta por los sobrinos de Bonifacio, penetraron en el palacio papal. Hallaron a Bonifacio de pie ante el altar, con su espléndido atuendo y su doble corona, con una cruz y las llaves en sus manos. Poco antes había dicho: “Ya que soy traicionado como el Salvador, y mi fin se aproximal, al menos moriré como Papa.” Evidentemente, entre los muchos defectos del octogenario papa, no se hallaba la cobardía. Nogaret impidió que Colonna matase allí mismo a Bonifacio, ya que tenía órdenes de llevarlo vivo a Lyon.
Sin embargo, tal orden nunca se cumplió, porque los ciudadanos de Anagni, aunque tarde, reaccionaron y expulsaron a los conspiradores, quienes debieron retirarse además por la cercanía de las tropas de los Orsini, fieles a Bonifacio. El papa fue conducido a Roma, pero el episodio había minado las pocas energías que le restaban, y salvo una procesión hacia san Pedro al día siguiente a su retorno, ya no salió de su palacio de Letrán. Murió menos de dos meses después, el 11 de octubre de 1303.
Así acabó sus días el hombre que proclamó como de absoluta necesidad para la salvación que todo se humano le estuviese sujeto. Se había cumplido la profecía de Pedro de Morone: Entró como un zorro, reinó como un león, y murió como un perro.
Como dice la Catholic Encyclopedia:
“Aunque ciertamente uno de los más notables pontífices que jamás ocuparan el trono papal, Bonifacio VIII fue también uno de los más desafortunados. Su pontificado marca en la historia la decadencia de la gloria y poder medievales del papado.”
“La memoria de Bonifacio, curiosamente, ha sufrido mayorente por dos grandes poetas, voceros de un catolicismo ultraespiritual e imposible, Fray Jacopone da Todi y Dante [Alighieri]. El primero fue el «tonto sublime» del amor espiritual, autor del Stabat Mater y principal cantor de los «Espirituales» o franciscanos extremos, puestro en prisión por Bonifacio [por haberse aliado con los Colonna] a quien por tanto satirizó en el vernáculo popular y musical de la península. El segundo era un guibelino, es decir, un antagonista político del papa guelfo a quien, además, atribuía todos sus infortunios personales y a quien por tanto arrastró al tribunal de su propia justicia, pero en conmovedoras líneas de inmortal invectiva cuya maligna belleza siempre turbarán el juicio del lector.”
Thomas Oestrich, Pope Boniface VIII, en The Catholic Encyclopedia (1907), vol. 2.
Bendiciones en Cristo,
Jetonius
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¡Sola Gracia,
Sola Fe,
Solo Cristo,
Sola Biblia,
Sólo a Dios la Gloria!