Re: Ahí le duele...
Re: Ahí le duele...
La tercera de ABC de hoy:
CONSPIRACIONES
Por SERAFÍN FANJUL Catedrático de Literatura Árabe U.A.M.
BASSAM Tibi es un sirio que, naturalmente, vive en Alemania. Uno de los rarísimos árabes con capacidad autocrítica no puede permitirse el lujo de residir en su propio país pues, amén de la libertad de expresión, perdería la vida. Su libro La conspiración no constituye una mera denuncia de unos u otros gobiernos sirios, árabes o musulmanes, sino el desvelamiento descarnado de algo omnipresente en el discurso político, en la fraseología periodística, en los sentimientos de victimismo sistemático que estructuran cualquier pensamiento de los árabes sobre sí mismos: la idea de la conspiración permanente y eterna contra ellos, en lo chico y en lo grande. Al-Mu´amarah es la palabra más repetida en la prensa árabe junto con el nombre (con foto diaria incluida en primera plana) del tirano de turno en el país que sea: del Golfo al Océano, todos iguales. Por supuesto que el vocablo suele ir acompañado por varios adjetivos fijos: imperialista, colonialista, sionista... Siempre idénticos clichés, fórmulas inalterables y manidas de rapsodas malos. La conspiración cósmica -visión paranoica y escapista de las propias responsabilidades- se centra en hechos del pasado o en conflictos reales del momento, interpretando a su conveniencia de modo unilateral y plano fenómenos complejos en los cuales las responsabilidades históricas, desde luego, no caen de un solo lado. «Nos colonizaron porque éramos colonizables», oí decir a una profesora marroquí en cierta ocasión, con gran escándalo de los demás árabes presentes. Significaba reconocer que algo «hicimos» mal: en realidad, «hicieron nuestros antepasados», con lo cual el reparto de cargas y culpas históricas comienza a volverse más equitativo y asumible por los cerebros pensantes de Occidente, que algunos hay.
Muy al contrario, la tónica dominante en nuestros países, gracias a la asunción acrítica de lo políticamente correcto, va por otros derroteros, fluctuando en la tenue frontera entre la autocrítica irrenunciable y el masoquismo ciego que otorga la razón al adversario por constituir en el fondo una decisión más cómoda: evita documentarse y pensar, en la inteligencia, o la esperanza absurda, de que nunca será el autocrítico quien cargue con las culpas y las consecuencias, destinadas a abstracciones lejanas o próximas (el Imperio español, el imperialismo americano, la conspiración sionista, la antiglobalización) o a personas (los Reyes Católicos, Felipe II, Bush o Aznar, siempre otros). La idea de la conspiración que nos llega de la otra orilla empieza a prender en ésta, pero no respecto a los de enfrente, sino contra nosotros mismos.
Y, sin embargo, en la ribera sur del Mediterráneo -frontera nada imaginaria-, hace años que anidan y se alientan deseos de desquite, de venganza y de imponer el Islam como religión universal, basándose en hechos del pasado -y por tanto irreversibles- pero cuya utilidad como guía es nula, y en la «conspiración occidental» arriba mencionada. Una agresividad acomplejada y hostil que, en el caso de España, ha tardado en manifestarse (lo que ha tardado en haber comunidades musulmanas numerosas) pese a nuestra condición de frontera, como lo eran y lo son Yugoslavia, Israel, Chechenia o las Repúblicas ex soviéticas del centro de Asia, o Filipinas, Timor, las Molucas o Nigeria. Por no eternizar el despliegue del mapa. Pero líbrenos Dios de pensar en una segunda conspiración de los mil millones de musulmanes contra nosotros. No parece razonable tal exageración, pero sí lo es la exigencia a nuestras autoridades, las actuales y, sobre todo, a las venideras -tan dada como es la progresía al multiculturalismo angelical-, la adopción de medidas serias para controlar al islamismo en nuestro país, no mediante remiendos folclóricos de inutilidad bien probada como la promoción de foros de encuentro, simposios variopintos, diálogos interculturales y otros festejos, o con la creación de un Consejo Islámico (más burocracia que pagaremos y ofrecerá buenos pesebres a los «mediadores»: está cantado y por eso lo proponen), sino a través de un conjunto de medidas legislativas, policiales, administrativas y culturales que favorezcan la integración en plazos prudentes. Y sabiendo de antemano que nunca nos ganaremos la voluntad de los renuentes a la integración: uno de los asesinos detenidos por el 11-M había colgado un crespón negro en su tienda el mismo día del atentado. Es imposible discernir quiénes son sinceros y quiénes no en sus condolencias, y los españoles estamos hartísimos de este género teatral; por consiguiente, sólo valen los hechos, por ejemplo no fomentando la endogamia y el control de los individuos dentro de las comunidades islámicas, o sea, justo lo contrario de lo acaecido hasta la fecha con los recién venidos. Porque los meros signos externos nada demuestran: los asesinos de Madrid, como los de Nueva York, aparentemente participaban de gustos, costumbres, entretenimientos «occidentales»: es la taqiya u ocultamiento de los verdaderos sentimientos religiosos, algo admitido y promovido en el Islam cuando el musulmán está rodeado de infieles y se ve forzado a simular lo que no siente; en nuestro caso, tan obligado a colocar bombas en los trenes como el asesino etarra a disparar contra la nuca de un concejal de Málaga.
Y así damos en la tercera y última conjura, la de los necios, que nos toca muy de cerca. No nos la merecemos, colectivamente no. Que haya caído la lotería a quienes ni siquiera jugaban sólo se explica por el escrupuloso respeto a las formas democráticas de Aznar y su Gobierno. Dicen que las elecciones las desequilibraron los terroristas musulmanes mediáticamente asociados con chiquitos que portaban el móvil en una mano y la litrona en la otra: no es imposible. Triste galardón de un país que antaño presumió de noble y pugnaz (tal vez, más de la cuenta) mientras se enorgullecía por Numancia (¿saben los niños-LOGSE del PSOE qué es eso de Numancia además de un club de fútbol?). Un país que, de rodillas, implora perdón a sus asesinos, les comprende y disculpa, y se apresta feliz a cumplir el papel de Patio de Monipodio del Mediterráneo que nos preparan los ganadores. Eso sí: de sus dos orillas, por aquello del multiculturalismo. Y avergüenza que una parte numerosa de la opinión pública, en vez de centrar su atención y sus condenas en los criminales islámicos -los autores de los casi doscientos asesinatos-, se revuelve contra el Gobierno y su presidente por si informó una hora antes o después sobre las pesquisas en curso, bien que eficazmente pastoreado el rebaño por rabadanes que ahora, como antes, demuestran su insolvencia moral.
Extraño pueblo, que alterna destellos de buen sentido y cordura -como figurar a la cabeza en donaciones de órganos o responder masivamente el pasado día 12- con desistimientos y trapacerías de tendero golfo. Ahora el pretexto para desentenderse del peligro que nos toca -que nos toca de lleno, entérense, por más que se intente ignorar, con tropas o sin tropas en Irak- es la cantaleta de la «guerra ilegal», como si el terrorismo islámico necesitara de razones y la palabra Irak supusiera algo más que una nebulosa. Sólo una descorazonadora amalgama de ignorancia, mala fe y cobardía puede establecer una relación entre la presencia en ese país de un contingentito de soldados españoles y la bestialidad desatada contra nosotros el 11 de marzo. Unos soldados que, hasta la fecha, han sufrido once bajas y a los que se va a agraviar retirándolos de allí sin honor. Los Ejércitos españoles han perdido muchas guerras y se han retirado de los cinco continentes, pero nunca -si la memoria no me falla- de un modo tan infame.
En estas mismas páginas se han publicado excelentes análisis desde los ángulos interior y exterior sobre lo acaecido, sus consecuencias y la catadura moral de quienes se pliegan encantados al chantaje. No repetiré argumentos ya expuestos, pero sí debo recordar que los mayores y más sangrientos crímenes masivos de terrorismo islámicos en sus varias advocaciones (Nueva York aparte) se han producido en Irak y se han dirigido contra la población civil de manera indiscriminada, es decir, contra musulmanes. O en Turquía, país que no autorizó el paso de las tropas americanas hacia Irak. Luego muy poco importa a los asesinos actuar de vengadores justicieros en defensa de los iraquíes. Se patentiza que atacan a Occidente en el punto más débil, un pueblo que se deja amedrentar para disfrutar otra semana más del botellón, lejísimos ya del muy hispánico «me quiebro pero no me dueblo» (¿cuántos muchachitos-LOGSE del PSOE saben qué es Martín Fierro?). ¿Tendría sentido que, a la vista de las matanzas masivas de cristianos en Timor por parte de los musulmanes indonesios, un grupo de suecos cristianos acudiera a Marruecos a vengarse exterminando muslimes a bombazos en los zocos? ¿Qué manera de razonar es ésta? ¿Por qué un sector numeroso de nuestra ciudadanía encubre su inconsecuencia y su pánico culpándonos a nosotros mismos y buscando un chivo expiatorio para su miedo en la cabeza de Aznar?
Y volvamos a los clásicos. José Cadalso, en las tan invocadas -cuando conviene- Cartas Marruecas lo expresa muy claro: «¿Tenéis por cierto que para ser buen patriota baste hablar mal de la patria, hacer burla de nuestros abuelos, y escuchar con resignación a nuestros peluqueros, maestros de baile, operistas, cocineros; y sátiras despreciables contra la nación; hacer como que habéis olvidado vuestra lengua paterna, hablar ridículamente mal varios trozos de las extranjeras y hacer ascos de todo lo que pasa y ha pasado desde los principios por acá?». Han transcurrido más de dos siglos desde que se escribieron esas líneas, pero mutatis mutandis ¿es tan difícil reconocer en ellas a los cocineros, operistas y lánguidos peluqueros de nuestro tiempo, los dispuestos a sacrificar lo que sea -colectivo, nacional, claro- por su beneficio personal estricto?