Re: Los adventistas de séptimo día creen que...
Les invito a leer Hechos de los Apóstoles capítulo 7
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La IASD cree que :"....dice el Señor ; ¿o cuál es el lugar de mi reposo? ¿No hizo mi manó todas estas cosas? (Versículo 50)
Al llegar Esteban a este punto, se produjo un tumulto entre los oyentes. Cuando relacionó a Cristo con las profecías y habló de aquel modo del templo, el sacerdote rasgó sus vestiduras, fingiéndose horrorizado." ("Hechos de los Apóstoles" página 82. Elena White)
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Ofrezcan con un ESCRITO ESTÁ capitulo y versículo de la Biblia donde diga:"el sacerdote rasgó sus vestiduras, fingiéndose horrorizado"
Respondo: Eso no tiene nada de extraño, si entiendes el concepto bíblico.
Lee por favor: "En los comienzos de su ministerio, Cristo había dicho: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré." En el lenguaje figurado de la profecía, había predicho así su propia muerte y resurrección. "Mas él hablaba del templo de su cuerpo ." Juan 2: 19, 21 Los judíos habían comprendido estas palabras en un sentido literal, como si se refiriesen al templo de Jerusalén. A excepción de esto, en todo lo que Jesús había dicho, nada podían hallar los sacerdotes que fuese posible emplear contra él. Repitiendo estas palabras, pero falseándolas, esperaban obtener una ventaja. Los romanos se habían dedicado a reconstruir y embellecer el templo, y se enorgullecían mucho de ello; cualquier desprecio manifestado hacia él habría de excitar seguramente su indignación.
En este terreno, podían concordar los romanos y los judíos, los fariseos y los saduceos; porque todos tenían gran veneración por el templo. Acerca de este punto, se encontraron dos testigos cuyo testimonio no era tan contradictorio como el de los demás. Uno de ellos, que había sido comprado para acusar a Jesús, declaró: "Este dijo: Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo." Así fueron torcidas las palabras de Cristo. Si hubiesen sido repetidas exactamente como él las dijo, no habrían servido para obtener su condena ni siquiera de parte del Sanedrín. Si Jesús hubiese sido un hombre como los demás, según aseveraban los judíos, su declaración habría indicado tan sólo un espíritu irracional y jactancioso, pero no podría haberse declarado blasfemia. Aun en la forma en que las repetían los falsos, testigos, nada contenían sus palabras que los romanos pudiesen considerar como crimen digno de muerte.
Pacientemente Jesús escuchaba los testimonios contradictorios. Ni una sola palabra pronunció en su defensa. Al fin, sus acusadores quedaron enredados, confundidos y enfurecidos. El proceso no adelantaba; parecía que las maquinaciones iban a fracasar. Caifás se desesperaba. Quedaba un último recurso; había que obligar a Cristo a condenarse a sí mismo. El sumo sacerdote se levantó del sitial del juez, con el rostro descompuesto por la pasión, e indicando claramente por su voz y su porte que, si estuviese en su poder, heriría al preso que estaba delante de él. "¿No respondes nada? --exclamó,-- ¿qué testifican éstos contra ti?"
Jesús guardó silencio. "Angustiado él, y afligido, no abrió su boca: como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca ."Isaías 53: 7.
Por fin, Caifás, alzando la diestra hacia el cielo, se dirigió a Jesús con un juramento solemne: "Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, Hijo de Dios."
Cristo no podía callar ante esta demanda. Había tiempo en que debía callar, y tiempo en que debía hablar. No habló hasta que se le interrogó directamente. Sabía que el contestar ahora aseguraría su muerte. Pero la demanda provenía de la más alta autoridad reconocida en la nación, y en el nombre del Altísimo. Cristo no podía menos que demostrar el debido respeto a la ley. Más que esto, su propia relación con el Padre había sido puesta en tela de juicio. Debía presentar claramente su carácter y su misión. Jesús había dicho a sus discípulos: "Cualquiera pues, que me confesare delante de los hombres, le confesaré yo también delante de mi Padre que está en los cielos." Mateo 10:32. Ahora, por su propio ejemplo, repitió la lección.
Todos los oídos estaban atentos, y todos los ojos se fijaban en su rostro mientras contestaba: "Tú lo has dicho." Una luz celestial parecía iluminar su semblante pálido mientras añadía: "Y aun os digo, que desde ahora habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo."
Por un momento la divinidad de Cristo fulguró a través de su aspecto humano. El sumo sacerdote vaciló bajo la mirada penetrante del Salvador. Esa mirada parecía leer sus pensamientos ocultos y entrar como fuego hasta su corazón. Nunca, en el resto de su vida, olvidó aquella mirada escrutadora del perseguido Hijo de Dios.
"Desde ahora --dijo Jesús,-- habéis de ver al Hijo del hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios, y que viene en las nubes del cielo." Con estas palabras, Cristo presentó el reverso de la escena que ocurría entonces. Él, el Señor de la vida y la gloria, estaría sentado a la diestra de Dios. Sería el juez de toda la tierra, y su decisión sería inapelable. Entonces toda cosa secreta estaría expuesta a la luz del rostro de Dios, y se pronunciaría el juicio sobre todo hombre, según sus hechos.
Las palabras de Cristo hicieron estremecer al sumo sacerdote. El pensamiento de que hubiese de producirse una resurrección de los muertos, que hiciese comparecer a todos ante el tribunal de Dios para ser recompensados según sus obras, era un pensamiento que aterrorizaba a Caifás. No deseaba creer que en lo futuro hubiese de recibir sentencia de acuerdo con sus obras. Como en un panorama, surgieron ante su espíritu las escenas del juicio final. Por un momento, vio el pavoroso espectáculo de los sepulcros devolviendo sus muertos, con los secretos que esperaba estuviesen ocultos para siempre. Por un momento, se sintió como delante del Juez eterno, cuyo ojo, que lo ve todo, estaba leyendo su alma y sacando a luz misterios que él suponía ocultos con los muertos.
La escena se desvaneció de la visión del sacerdote. Las palabras de Cristo habían herido en lo vivo al saduceo. Caifás había negado la doctrina de la resurrección, del juicio y de una vida futura. Ahora se sintió enloquecido por una furia satánica. ¿Iba este hombre, preso delante de él, a asaltar sus más queridas teorías? Rasgando su manto, a fin de que la gente pudiese ver su supuesto horror, pidió que sin más preliminares se condenase al preso por blasfemia. "¿Qué más necesidad tenemos de testigos? --dijo.-- He aquí, ahora habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece?" Y todos le condenaron.
La convicción, mezclada con la pasión, había inducido a Caifás a obrar como había obrado.
Estaba furioso consigo mismo por creer las palabras de Cristo, y en vez de rasgar su corazón bajo un profundo sentimiento de la verdad y confesar que Jesús era el Mesías, rasgo sus ropas sacerdotales en resuelta resistencia. Este acto tenía profundo significado. Poco lo comprendía Caifás. En este acto, realizado para influir en los jueces y obtener la condena de Cristo, el sumo sacerdote se había condenado a sí mismo. Por la ley de Dios, quedaba descalificado para el sacerdocio. Había pronunciado sobre sí mismo la sentencia de muerte.
El sumo sacerdote no debía rasgar sus vestiduras. La ley levítica lo prohibía bajo sentencia de muerte. En ninguna circunstancia, en ninguna ocasión, había de desgarrar el sacerdote sus ropas, como era, entre los judíos, costumbre hacerlo en ocasión de la muerte de amigos y deudos. Los sacerdotes no debían observar esta costumbre. Cristo había dado a Moisés ordenes expresas acerca de esto. Levítico 10: 6.
Todo lo que llevaba el sacerdote había de ser entero y sin defecto. Estas hermosas vestiduras oficiales representaban el carácter del gran prototipo, Jesucristo. Nada que no fuese perfecto, en la vestidura y la actitud, en las palabras y el espíritu, podía ser aceptable para Dios. El es santo, y su gloria y perfección deben ser representadas por el servicio terrenal. Nada que no fuese la perfección podía representar debidamente el carácter sagrado del servicio celestial. El hombre finito podía rasgar su propio corazón mostrando un espíritu contrito y humilde. Dios lo discernía. Pero ninguna desgarradura debía ser hecha en los mantos sacerdotales, porque esto 656 mancillaría la representación de las cosas celestiales. El sumo sacerdote que se atrevía a comparecer en santo oficio y participar en el ministerio del santuario con ropas rotas era considerado como separado de Dios. Al rasgar sus vestiduras, se privaba de su carácter representativo y cesaba de ser acepto para Dios como sacerdote oficiante. Esta conducta de Caifás demostraba pues la pasión e imperfección humanas.
Al rasgar sus vestiduras, Caifás anulaba la ley de Dios para seguir la tradición de los hombres. Una ley de origen humano estatuía que en caso de blasfemia un sacerdote podía desgarrar impunemente sus vestiduras por horror al pecado. Así la ley de Dios era anulada por las leyes de los hombres.
Cada acción del sumo sacerdote era observada con interés por el pueblo; y Caifás pensó ostentar así su piedad para impresionar. Pero en este acto, destinado a acusar a Cristo, estaba vilipendiando a Aquel de quien Dios había dicho: "Mi nombre está en él." Éxodo 23:21. El mismo estaba cometiendo blasfemia. Estando él mismo bajo la condenación de Dios, pronunció sentencia contra Cristo como blasfemo.
Cuando Caifás rasgó sus vestiduras, su acto prefiguraba el lugar que la nación judía como nación iba a ocupar desde entonces para con Dios. El pueblo que había sido una vez favorecido por Dios se estaba separando de él, y rápidamente estaba pasando a ser desconocido por Jehová."