INTRODUCCIÓN
Tertuliano, uno de los teólogos cristianos más importantes de finales del siglo II y comienzos del III, fue, que se sepa, la primera persona en interpretar las setenta semanas de Daniel 9 según un punto de vista mesiánico, como si se aplicasen a Jesucristo (véase The Prophetic Faith of Our Fathers, tomo 1, pp. 260-261). Pese a que al final de sus días abrazó teorías quiliastas y montanistas, y, por ello, no es considerado precisamente como un santo por la Iglesia Católica, lo cierto es que este personaje aportó elementos significativos a la teología católica. Así, por ejemplo, insistió mucho en que, contra los herejes, debía prevalecer el criterio de la sucesión apostólica. Por otra parte, aunque reconocía que el sábado había sido bendecido por Dios, entendía que el reposo del séptimo día era exclusivamente judío y que había constituido un elemento de carácter temporal. Como puede verse, estas y otras opiniones de Tertuliano han tenido una enorme repercusión en la posterior teología de la Iglesia Católica.
La noción de Tertuliano de que las setenta semanas tengan algo que ver con Jesucristo tuvo amplísima aceptación en todos los ámbitos cristianos hasta fechas no muy lejanas, aunque, a partir del fiasco millerita, únicamente parece hallar acogida en círculos minoritarios. Curiosamente, teorías similares a las de Tertuliano se han usado desde hace mucho en ámbitos judíos ultraortodoxos no para promover el mesianismo de Jesucristo, sino para sustentar un peculiar calendario de la antigüedad basado en la noción de la fiabilidad matemática de las propias setenta semanas y unas ciertas premisas interpretativas que dan por inamovibles. Aunque también existen ciertas diferencias de opinión al respecto, según entienden tales círculos judíos, las setenta semanas llegan al año 70 d.C. con la destrucción de Jerusalén y del segundo templo por los romanos. Dado que postulan que las setenta semanas deben entenderse como hebdómadas (un concepto común en la antigüedad entre pueblos tan dispares como los romanos, los griegos, los babilonios y los propios hebreos, tal como atestiguan autores tan poco judíos como Censorino o Aristóteles), o periodos de siete años, esos judíos ultraortodoxos afirman que el comienzo de esas setenta hebdómadas habría sido lo que ellos denominan el año 419 A.E.C. (“antes de la era común”, por no llamarla “cristiana”). ¿Qué pasó, según ellos, en ese año 419 A.E.C.? Pues nada más y nada menos que la destrucción del primer templo por parte de los babilonios. Dado que, según la historia “secular” este hecho ocurrió el año 586 a.C., existe una discrepancia de 167 años entre esos cómputos judíos ultraortodoxos y la historia conocida, años que, sencillamente, se han “evaporado”. Se los suele denominar “años perdidos”, o, en inglés, missing years.
Como puede apreciarse, la obcecación y la utilización de razonamientos descabellados para tales cálculos no es una metodología precisamente reciente. La versión definitiva del millerismo, brote final del historicismo, utilizó fraudulentamente las supuestas fechas “inamovibles” 457 a.C., 408 a.C., 27 d.C., 31 d.C. y 34 d.C. como si fuesen, respectivamente, la promulgación de un decreto persa para reconstruir Jerusalén, la finalización de la construcción de “algo” en Jerusalén (nunca han sido muy explícitos los historicistas en cuanto a esta fecha), el bautismo de Jesucristo, su crucifixión y el apedreamiento de Esteban (al comienzo, los cálculos de Miller para las últimas tres fechas era ligarmente diferente, pues, en realidad, partía del año 33). Supuestamente, según los historicistas, las setenta semanas tienen algo que ver con alguna de tales cosas, o con todas ellas.
En cuanto a estas pretensiones de los pocos historicistas que quedan, puede señalarse, sucintamente, lo siguiente:
● No se conoce ningún decreto promulgado en el año 457 a.C. que autorice la reconstrucción de Jerusalén. Es más, tal decreto no podría haber existido, puesto que en el año indicado Jerusalén no precisaba de reconstrucción, por llevar ya más de medio siglo en pie (Hag. 1:1-4).
● No se conoce ningún acontecimiento digno de mención que ocurriese en Jerusalén en el año 408 a.C., de modo que hay una total indefinición en cuanto a cómo se podría haber cumplido nada en ese año.
● No hay ningún motivo para sospechar que Jesucristo se bautizase en el año 27 d.C. (pese a lo afirmado en el tomo 5 del CBA, una fecha tan temprana no casa bien con Luc. 3:1).
● No consta que ni el 14 ni el 15 de Nisán del año 31 d.C. haya sido viernes, de modo que no es muy viable encajar en esa fecha la semana de la Pasión descrita por los historicistas.
● No resulta obvio que el apedreamiento de Esteban ni la conversión de Saulo de Tarso hayan ocurrido en el año 34 d.C.
Por ello, la pretensión historicista de que lo anterior constituye una secuencia cronológica de precisión pasmosa es irrisoria. Con la misma “metodología” se podría trasladar la secuencia a cualquier otra época, al puro arbitrio del “intérprete”, quedando todo exactamente igual de “bien” confirmado “matemáticamente”.
Por otra parte, la propia noción de que los números de la Biblia sean susceptibles de uso en operaciones aritméticas simples (sumas) es sumamente dudoso. Aunque, ciertamente, los historiadores expertos en la cronología del antiguo Cercano Oriente (Thiele, Martínez Rancaño, etc.) pueden lograr explicar todos o la mayoría de los números relativos a la monarquía hebrea, dichos números no pueden sumarse de forma lineal, pues hay imbricaciones, correspondientes a corregencias y fenómenos similares. Por otra parte, tanto en esos números correspondientes a la época de la monarquía como en muchos otros (incluidos los referentes a la sepultura de Jesús), los hebreos contaban a menudo de forma inclusiva. Por ello, hasta los historicistas entienden que “tres días y tres noches” puede querer decir “poco más de un día”.
Esto, que es tan sencillo y tan obvio en el terreno histórico, se vuelve intocable e innegociable para los adventistas a la hora de trasladarlo al terreno profético. Ahí entienden que “2300 tardes y mañanas” significa, nada más y nada menos, “2300 años” (!), y que las setenta semanas (desglosadas en el texto hebreo de Daniel como 7+62+1) son lineales y consecutivas, en nada semejantes a los números habituales, por ejemplo, de la monarquía. Curiosamente, no manifiestan el mismo empeño en ciertas profecías perfectamente conocidas. Por ejemplo, Jeremías predijo que sus paisanos servirían al rey de Babilonia setenta años, al fin de los cuales volverían (25:11, 12; 29:10). La forma de calcular esos setenta años en círculos cristianos, incluidos los historicistas, suele usar dos puntos de partida y dos puntos de llegada, y parece que, en general, se consideran ambos igual de válidos. Por una parte, se parte de 605 a.C., fecha del primer ataque babilonio contra Jerusalén, y se llega a aproximadamente el año 538 o 537 a.C., cuando volvieron los primeros repatriados en tiempos de Zorobabel, según la orden de Ciro. Se trata de setenta años en números redondos, pero no exactos. El segundo cómputo parte de 586 a.C., fecha de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, y llega al año 516 a.C., cuando se inauguró el segundo templo en los días de Darío Histaspes. En este caso sí son setenta años de manera mucho más precisa.
Otro caso es el de Ezequiel 4:4-6. Ni siquiera el Comentario bíblico adventista aclara cómo deben computarse los 390 y 40 años de pecado de Israel y Judá. La realidad es que, aunque Ezequiel se tumbó sobre su costado izquierdo 390 días a modo de recordatorio de 390 años de maldad israelita, y, después, 40 días sobre su costado derecho a modo de recordatorio de 40 años de maldad judía, ni siquiera consta que esos años así representados hayan sido originalmente una secuencia continua. No puede demostrarse que los 40 años no estén total o parcialmente incluidos en los 390, y, si no lo estuvieran, tampoco puede demostrarse que los sigan sin solución de continuidad. De hecho, según la cronología de Thiele, el reino de Israel dejó de existir en 723/722 a.C., mientras que comenzó su existencia el año 930 a.C. Según eso, solamente duró 208 años. Según Martínez Rancaño, los límites de la existencia de ese reino son los años 953/952 y 720 a.C., lo que hace un total de 233 años, un cuarto de siglo más que Thiele. Si a tales cifras se añaden, además, 40 años de Salomón, 40 de David, llegaríamos a aproximadamente 300 años. Ni atribuyéndole 40 años a Saúl podemos llegar a 390. La única manera de sumar 390 años para “Israel” durante la monarquía exigiría sumar dos veces algunos años (una por el rey titular y otra por el corregente), traspasar años de Judá a Israel, o añadir años de la época de los jueces. Todo ello una metodología muy poco fiable.
Por otra parte, si los 390 años a los que alude Ezequiel 4 terminan realmente en 722 o en 720, ¿cuándo acaban y cuándo terminan los 40 años del mismo pasaje? Si empiezan en 722 o 720, acaban en 682 a.C., mucho antes de los días de Ezequiel. Por otra parte, si acaban en los días de Ezequiel (el capítulo cuatro corresponde a 592 a.C. según el CBA), entonces habrían empezado en 632 a.C., pero en esa fecha hacía nueve décadas que Israel había dejado de existir.
Vista la indefinición de los números de Ezequiel 4, resulta sumamente llamativo que algunas personas hagan tanto hincapié en la presunta exactitud de los de Daniel 9 siguiendo esquemas lineales que son desconocidos en otras partes de las Escrituras.
(CONTINUARÁ)
Tertuliano, uno de los teólogos cristianos más importantes de finales del siglo II y comienzos del III, fue, que se sepa, la primera persona en interpretar las setenta semanas de Daniel 9 según un punto de vista mesiánico, como si se aplicasen a Jesucristo (véase The Prophetic Faith of Our Fathers, tomo 1, pp. 260-261). Pese a que al final de sus días abrazó teorías quiliastas y montanistas, y, por ello, no es considerado precisamente como un santo por la Iglesia Católica, lo cierto es que este personaje aportó elementos significativos a la teología católica. Así, por ejemplo, insistió mucho en que, contra los herejes, debía prevalecer el criterio de la sucesión apostólica. Por otra parte, aunque reconocía que el sábado había sido bendecido por Dios, entendía que el reposo del séptimo día era exclusivamente judío y que había constituido un elemento de carácter temporal. Como puede verse, estas y otras opiniones de Tertuliano han tenido una enorme repercusión en la posterior teología de la Iglesia Católica.
La noción de Tertuliano de que las setenta semanas tengan algo que ver con Jesucristo tuvo amplísima aceptación en todos los ámbitos cristianos hasta fechas no muy lejanas, aunque, a partir del fiasco millerita, únicamente parece hallar acogida en círculos minoritarios. Curiosamente, teorías similares a las de Tertuliano se han usado desde hace mucho en ámbitos judíos ultraortodoxos no para promover el mesianismo de Jesucristo, sino para sustentar un peculiar calendario de la antigüedad basado en la noción de la fiabilidad matemática de las propias setenta semanas y unas ciertas premisas interpretativas que dan por inamovibles. Aunque también existen ciertas diferencias de opinión al respecto, según entienden tales círculos judíos, las setenta semanas llegan al año 70 d.C. con la destrucción de Jerusalén y del segundo templo por los romanos. Dado que postulan que las setenta semanas deben entenderse como hebdómadas (un concepto común en la antigüedad entre pueblos tan dispares como los romanos, los griegos, los babilonios y los propios hebreos, tal como atestiguan autores tan poco judíos como Censorino o Aristóteles), o periodos de siete años, esos judíos ultraortodoxos afirman que el comienzo de esas setenta hebdómadas habría sido lo que ellos denominan el año 419 A.E.C. (“antes de la era común”, por no llamarla “cristiana”). ¿Qué pasó, según ellos, en ese año 419 A.E.C.? Pues nada más y nada menos que la destrucción del primer templo por parte de los babilonios. Dado que, según la historia “secular” este hecho ocurrió el año 586 a.C., existe una discrepancia de 167 años entre esos cómputos judíos ultraortodoxos y la historia conocida, años que, sencillamente, se han “evaporado”. Se los suele denominar “años perdidos”, o, en inglés, missing years.
Como puede apreciarse, la obcecación y la utilización de razonamientos descabellados para tales cálculos no es una metodología precisamente reciente. La versión definitiva del millerismo, brote final del historicismo, utilizó fraudulentamente las supuestas fechas “inamovibles” 457 a.C., 408 a.C., 27 d.C., 31 d.C. y 34 d.C. como si fuesen, respectivamente, la promulgación de un decreto persa para reconstruir Jerusalén, la finalización de la construcción de “algo” en Jerusalén (nunca han sido muy explícitos los historicistas en cuanto a esta fecha), el bautismo de Jesucristo, su crucifixión y el apedreamiento de Esteban (al comienzo, los cálculos de Miller para las últimas tres fechas era ligarmente diferente, pues, en realidad, partía del año 33). Supuestamente, según los historicistas, las setenta semanas tienen algo que ver con alguna de tales cosas, o con todas ellas.
En cuanto a estas pretensiones de los pocos historicistas que quedan, puede señalarse, sucintamente, lo siguiente:
● No se conoce ningún decreto promulgado en el año 457 a.C. que autorice la reconstrucción de Jerusalén. Es más, tal decreto no podría haber existido, puesto que en el año indicado Jerusalén no precisaba de reconstrucción, por llevar ya más de medio siglo en pie (Hag. 1:1-4).
● No se conoce ningún acontecimiento digno de mención que ocurriese en Jerusalén en el año 408 a.C., de modo que hay una total indefinición en cuanto a cómo se podría haber cumplido nada en ese año.
● No hay ningún motivo para sospechar que Jesucristo se bautizase en el año 27 d.C. (pese a lo afirmado en el tomo 5 del CBA, una fecha tan temprana no casa bien con Luc. 3:1).
● No consta que ni el 14 ni el 15 de Nisán del año 31 d.C. haya sido viernes, de modo que no es muy viable encajar en esa fecha la semana de la Pasión descrita por los historicistas.
● No resulta obvio que el apedreamiento de Esteban ni la conversión de Saulo de Tarso hayan ocurrido en el año 34 d.C.
Por ello, la pretensión historicista de que lo anterior constituye una secuencia cronológica de precisión pasmosa es irrisoria. Con la misma “metodología” se podría trasladar la secuencia a cualquier otra época, al puro arbitrio del “intérprete”, quedando todo exactamente igual de “bien” confirmado “matemáticamente”.
Por otra parte, la propia noción de que los números de la Biblia sean susceptibles de uso en operaciones aritméticas simples (sumas) es sumamente dudoso. Aunque, ciertamente, los historiadores expertos en la cronología del antiguo Cercano Oriente (Thiele, Martínez Rancaño, etc.) pueden lograr explicar todos o la mayoría de los números relativos a la monarquía hebrea, dichos números no pueden sumarse de forma lineal, pues hay imbricaciones, correspondientes a corregencias y fenómenos similares. Por otra parte, tanto en esos números correspondientes a la época de la monarquía como en muchos otros (incluidos los referentes a la sepultura de Jesús), los hebreos contaban a menudo de forma inclusiva. Por ello, hasta los historicistas entienden que “tres días y tres noches” puede querer decir “poco más de un día”.
Esto, que es tan sencillo y tan obvio en el terreno histórico, se vuelve intocable e innegociable para los adventistas a la hora de trasladarlo al terreno profético. Ahí entienden que “2300 tardes y mañanas” significa, nada más y nada menos, “2300 años” (!), y que las setenta semanas (desglosadas en el texto hebreo de Daniel como 7+62+1) son lineales y consecutivas, en nada semejantes a los números habituales, por ejemplo, de la monarquía. Curiosamente, no manifiestan el mismo empeño en ciertas profecías perfectamente conocidas. Por ejemplo, Jeremías predijo que sus paisanos servirían al rey de Babilonia setenta años, al fin de los cuales volverían (25:11, 12; 29:10). La forma de calcular esos setenta años en círculos cristianos, incluidos los historicistas, suele usar dos puntos de partida y dos puntos de llegada, y parece que, en general, se consideran ambos igual de válidos. Por una parte, se parte de 605 a.C., fecha del primer ataque babilonio contra Jerusalén, y se llega a aproximadamente el año 538 o 537 a.C., cuando volvieron los primeros repatriados en tiempos de Zorobabel, según la orden de Ciro. Se trata de setenta años en números redondos, pero no exactos. El segundo cómputo parte de 586 a.C., fecha de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, y llega al año 516 a.C., cuando se inauguró el segundo templo en los días de Darío Histaspes. En este caso sí son setenta años de manera mucho más precisa.
Otro caso es el de Ezequiel 4:4-6. Ni siquiera el Comentario bíblico adventista aclara cómo deben computarse los 390 y 40 años de pecado de Israel y Judá. La realidad es que, aunque Ezequiel se tumbó sobre su costado izquierdo 390 días a modo de recordatorio de 390 años de maldad israelita, y, después, 40 días sobre su costado derecho a modo de recordatorio de 40 años de maldad judía, ni siquiera consta que esos años así representados hayan sido originalmente una secuencia continua. No puede demostrarse que los 40 años no estén total o parcialmente incluidos en los 390, y, si no lo estuvieran, tampoco puede demostrarse que los sigan sin solución de continuidad. De hecho, según la cronología de Thiele, el reino de Israel dejó de existir en 723/722 a.C., mientras que comenzó su existencia el año 930 a.C. Según eso, solamente duró 208 años. Según Martínez Rancaño, los límites de la existencia de ese reino son los años 953/952 y 720 a.C., lo que hace un total de 233 años, un cuarto de siglo más que Thiele. Si a tales cifras se añaden, además, 40 años de Salomón, 40 de David, llegaríamos a aproximadamente 300 años. Ni atribuyéndole 40 años a Saúl podemos llegar a 390. La única manera de sumar 390 años para “Israel” durante la monarquía exigiría sumar dos veces algunos años (una por el rey titular y otra por el corregente), traspasar años de Judá a Israel, o añadir años de la época de los jueces. Todo ello una metodología muy poco fiable.
Por otra parte, si los 390 años a los que alude Ezequiel 4 terminan realmente en 722 o en 720, ¿cuándo acaban y cuándo terminan los 40 años del mismo pasaje? Si empiezan en 722 o 720, acaban en 682 a.C., mucho antes de los días de Ezequiel. Por otra parte, si acaban en los días de Ezequiel (el capítulo cuatro corresponde a 592 a.C. según el CBA), entonces habrían empezado en 632 a.C., pero en esa fecha hacía nueve décadas que Israel había dejado de existir.
Vista la indefinición de los números de Ezequiel 4, resulta sumamente llamativo que algunas personas hagan tanto hincapié en la presunta exactitud de los de Daniel 9 siguiendo esquemas lineales que son desconocidos en otras partes de las Escrituras.
(CONTINUARÁ)