Originalmente enviado por: Luis Fernando
Primer discurso: 30 de diciembre 1869.[1]
En una breve introducción, Strossmayer destacó su manera sincera de hablar y de presentarse abiertamente, solicitando a los presentes que lo escuchasen con aquel espíritu de amor, que predicaban San Pablo y San Agustín. Al mismo tiempo anunció que iba a referirse al esquema propuesto sobre la constitución dogmática relativa a la doctrina católica y, luego, entraría en el contenido y la forma de la proposición[2]. Strossmayer conocía bien el Reglamento conciliar y resultaba para él claro que el Papa había determinado que las decisiones y los cánones del Concilio habrían de ser publicados en la siguiente forma: “Pius episcopus…, sacro approbante Concilio” (Pío obispo. . . con aprobación del Concilio), pero no obstante se atrevió a demostrar que le habría correspondido mejor otra forma más conforme con la tradición eclesiástica. La doctrina sobre las relaciones entre el Papa y la totalidad de los obispos, así como las necesidades de la Iglesia y el cristianismo contemporáneo, habría resultado más visible y más clara como el papel esencial desempeñado por los obispos al lado del Papa. Es especialmente digno de mención que Strossmayer expresamente puntualizara “collegium episcoporum” y los derechos de este “colegio de obispos” en la administración y la doctrina de la Iglesia. La insistencia de Strossmayer en esta mención de “colegio de obispos” parecía, hace cien años, a la mayoría de los padres conciliares y a los especialistas en teología como algo no muy claro, superfluo, incluso rebelde, porque la primacía y la infalibilidad del Papa protegían suficientemente a la Iglesia, a sus sacerdotes y a los fieles en su totalidad. Pero en tiempos del Concilio Vaticano II, el colegio episcopal y, después del Concilio, el sínodo de obispos católicos que se reúna de vez en cuando bajo la guía del Pontífice son ya instituciones que denotan significativos dentro de la Iglesia y en el mundo. Esta es ya por sí sola una justificación suficiente de la idea y los anhelos de Strossmayer así como de su entusiasmo, manifestado al defender la idea del colegio episcopal.
Al destacar la unidad y el necesario consenso del Papa y de la totalidad de los obispos en las decisiones conciliares y en toda la labor del Concilio, Strossmayer corroboraba no sólo la plegaria de Cristo en la última cena por la unidad de los apóstoles y sus sucesores hasta el fin del mundo en beneficio de la Iglesia, sino que proponía la modificación de términos en el espíritu del primer Concilio de Jerusalén, cuando las decisiones fueron tomadas bajo la siguiente rúbrica: “Visum est Spiritui Sancto et nobis…” (“Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…”) -Hechos 15, 28‑. Strossmayer afirmó que San Pedro ostentaba la primacía sobre los obispos, pero que la resolución fue llevada a cabo en nombre de todos los apóstoles, que tenían el deber y el derecho de predicar el Evangelio y fortificar a la naciente Iglesia en su propio nombre de otra autoridad, incluso de la más alta.
En favor de su propuesta, invocaba el moderno espíritu laico que trata de buscar soluciones a problemas generales en una forma de colaboración común. Cierto que la Iglesia no es una institución civil y democrática, que debería guiarse por votación de sacerdotes y feligreses como lo hacen los ciudadanos en los Estados constitucionales, pero Strossmayer menciona solamente el caso para ilustrar mejor su idea, acerca la concordancia y la unidad existentes entre el Papa y el episcopado. Invocaba también el Concilio tridentino que formuló sus resoluciones en nombre del Concilio entero y no sólo en nombre del Papa con la aprobación del Concilio, como se había previsto en el Reglamento del Vaticano I. Strossmayer subrayaba que el Concilio tridentino, su doctrina y la terminología han pasado ya a su sangre, y a la de toda la Iglesia, adentrándose igualmente en las escuelas teológicas, en los libros y en la vida práctica de la Iglesia. Por eso no alcanzaba a ver por qué debería abandonarse esa forma tridentina e introducir una nueva. Su propuesta era la de atenerse a aquélla.
Cuando, después de una breve polémica con los partidarios del Reglamento, expresó su deseo de que el Papa asistiese no sólo a las sesiones solemnes del Concilio sino también a las ordinarias y de trabajo, Strossmayer empezó por exponer su tercer argumento para el cambio de tal proposición, pero los presidentes del Concilio, cardenales De Luca y Capalti, cortaron abruptamente su intervención sin mucha consideración a sus palabras. Capalti aclaró que el Papa personalmente había determinado aquel artículo y que, en consecuencia, no había lugar para la discusión sobre un eventual cambio, ya que ello constituiría una ofensa a los restos de San Pedro en cuya basílica se celebraba el Concilio. La segunda razón que mencionó el presidente era la de que según la tradición de los Concilios, cuando los preside el Papa, son aquéllos los que formulan sus conclusiones en su nombre. Al pronunciar estas palabras. Capalti hizo un signo para que continuase su discurso y en el salón del Concilio se oyeron voces de aprobación para los presidentes[3].
Strossmayer se excusó luego cortésmente declarando que nada había dicho que pudiera ofender los derechos de la Sede apostólica y del Papa. Repitió también las palabras de Bossuet: que antes permitiría que su lengua se paralizase que decir algo contra la Santa Sede. Advirtió en seguida que las Actas del Concilio quedarían para la posterioridad, la cual fácilmente podría ver que Strossmayer nada dijo o hizo contra el Papa o la Santa Sede. Aclaró su ideal sobre el Concilio estableciendo que las decisiones debían ser formuladas unánimemente y con el consenso de todos los padres conciliares, para que la Iglesia aparezca así ante el mundo como una firme falange de guerra, como un castillo en la altura, firme en el amor y la obediencia para el bien de todos los pueblos cuando el mundo no encuentra paz ni concordia y sigue siendo la víctima de guerras, conflictos y litigios.
Al referirse al contenido del proyecto, Strossmayer le reconoce más cultura escolar que sentido para la vida práctica y las necesidades de las generaciones contemporáneas. Propone Juego modificarlo en el sentido de que el estilo debería ser más vivo y más adaptado a la concepción moderna; deberían omitirse los nombres de los grandes heresiarcas, por carecer de relevancia y ser ya desconocidos para muchos. Acentúa que el hombre moderno necesita que se le presenten las doctrinas eclesiásticas siempre renovadas y en forma breve y clara. Tanto más cuanto que el enemigo no trata de atacar una u otra institución o la verdad eclesiástica, sino que su objetivo es erradicar del alma humana toda la creencia religiosa. Esta campaña antirreligiosa se lleva a cabo especialmente en los diarios y los libros. Por eso propone concretamente que se modifique la agenda de acuerdo con la experiencia y las indicaciones de los obispos de las grandes ciudades, donde se desarrolla la lucha enfurecida contra la religión.
Como Strossmayer miraba proféticamente lejos en el futuro, se puede desprender especialmente que su propuesta tendía a que se eliminasen del texto los términos y expresiones groseros e injustos como: anticristo, vergüenza, lástima, maldito, odio, ateísmo monstruo de errores, peste, cáncer y otras palabras semejantes, descorteses y ofensivas.
En lugar de ellas y por ser inconvenientes propone usar las de Cristo crucificado, el Galileo piadoso, buen pastor, padre misericordioso, que aceptaba siempre en su seno al hijo pródigo y arrepentido. Cristo había tratado piadosamente a la samaritana cerca de la fuente de Jacobo. Así la Iglesia, al condenar los errores, debe permanecer como madre de los pueblos y de las generaciones, debe sentir el amor y la comprensión hasta con los extraviados. Aunque la Iglesia condena los errores, ama a los extraviados y, con el amor los vence y reconquista para la unidad.
A pesar de que los presidentes conciliares tenían motivos de procedimiento para oponerse a Strossmayer, su aprecio personal, gracias a su serena y consecuente conducta en el Concilio, creció no sólo en la oposición, que era una minoría, sino también en las filas de la mayoría, sin mencionar el aplauso en su honor y su renombre en la prensa mundial y entre los opositores de todo el mundo más adelante[4]. Después de este discurso de Strossmayer, el obispo de Orleans, Mons. Dupanloup, declaró: “Le Concile a trouvé son homme” (El Concilio ha encontrado a su hombre). Durante la tarde de aquel mismo día se presentaron los obispos de América y de Francia para felicitar a Strossmayer, de quien ‑dijeron‑ se enorgullecía su patria, Croacia. En los días siguientes hubo críticas a los presidentes que le cortaron la palabra durante su discurso.
Ya antes de terminarlo, los padres conciliares estaban divididos en una mayoría y una minoría a causa de si era ésta, o no, la oportunidad para una definición dogmática de la infalibilidad. El dilema había sido ya discutido vivamente antes del Concilio entre los católicos y los cristianos separados. Strossmayer figuraba entre los que se oponían a la infalibilidad dogmática, pero la oposición quedó en minoría.
Segundo discurso: 7 de febrero de 1870.
Strossmayer pronunció un discurso el 7 de febrero de 1870, refiriéndose, según el orden del día, a la vida y dignidad de los sacerdotes[5]. En él hallaron expresión su experiencia pastoral y su convicción democrática en lo referente a las relaciones del obispo con los sacerdotes. Empezó acentuando la necesidad de destacar en el orden del día conciliar la dignidad elevada y divina del sacerdocio, lo que permitiría con más facilidad deducir de ellas los derechos y deberes de los sacerdotes. Así como los obispos ‑destacó Strossmayer‑ defienden con decisión sus derechos, los sacerdotes merecen la protección paternal y la comprensión por parte de los obispos, puesto que son sus hermanos, cosacerdotes, colaboradores en la viña de Dios. Los sacerdotes ejecutan la mayor parte de la labor de la Iglesia; sin su amor, sin su confianza y adhesión, serían vanos el oficio y los esfuerzos de los obispos. Strossmayer sabía bien por experiencia que los maliciosos tratan de provocar riñas y litigios entre los sacerdotes y sus pastores. Por eso propuso eliminar del proyecto los párrafos sobre los vicios y los fenómenos negativos generales de los sacerdotes del clero francés. Alabó luego a la iglesia francesa por su actividad misionera en todos los rincones del mundo, por su excelente comportamiento en tiempos de persecución, por sus esfuerzos científico-teológicos y por la defensa de la fe en general. No es conveniente tocar las llagas de la Iglesia, si, a la vez no aportamos la medicina, agregó. Posteriormente, agradeció a Dios que la Iglesia en la actualidad no tuviera los vicios que sí en la época del Concilio Tridentino. Si entre un tan gran número de sacerdotes hay también algunos débiles, éstos constituyen excepción, afirmó Strossmayer. A fin de cuentas, hasta el propio San Jerónimo reconoció que también los sacerdotes tenían su debilidades y sus vicios, debiendo hacer penitencia por sus pecados. En el colegio de los apóstoles hubo un traidor, Judas, y Pedro mismo había negado a Jesús.
En los procesos contra los sacerdotes, Strossmayer pedía procedimientos justos y correctos a fin de que el sacerdote se convenciese de que las medidas legales que se le aplicaban eran justificadas. Los maliciosos, por ejemplo, en Austria, destacan que el Concordato disminuye los derechos del emperador, dando a la Iglesia demasiada libertad, mientras por otro lado afirman que el Concordato otorga derechos solamente a los obispos, olvidándose casi por completo de los sacerdotes subalternos. Así procuran crear el descontento en la Iglesia y en el Estado y causar una escisión entre los más altos y los más bajos oficios. Recordó seguidamente su experiencia pastoral: sus sacerdotes le transmitían esa clase de acusaciones, pero él se esforzaba en explicarles con mayor exactitud la utilidad del Concordato tanto para la Iglesia como para el Estado, e incluso para los obispos y los sacerdotes.
En la misma oportunidad Strossmayer recomendó la necesidad del progreso de los sacerdotes en las ciencias profanas y eclesiásticas. Los primeros siglos del cristianismo se reconocía a los cristianos por su amor reciproco, por su hermandad y abnegación hacia el prójimo. En los tiempos modernos la vida del sacerdote debe ser una pagina abierta del Evangelio, para que en ella puedan leer los cultos y les incultos qué son el cristianismo y la Iglesia. Los enemigos contemporáneos de la Iglesia, señalan con el dedo el “oscurantismo” y el “atraso” de los sacerdotes. Por eso Strossmayer, teniendo presente el ejemplo de San Jerónimo. recomienda el estudio de la Biblia, expresa su admiración por los hombres doctos de Francia, especialmente por Ravignan, Lacordaire, Félix, etc., que desean que por todas partes surjan nuevos Ambrosios para convertir a nuevos Agustines y hacerlos protagonistas de las generaciones cristianas. Un reconocimiento especial formula para los obispos alemanes por su empeño en obtener las universidades católicas.
Contra la inundación de la prensa corrompida Strossmayer propone crear la prensa católica, que no sólo debería defender a la Iglesia sino también imbuir a la sociedad contemporánea en los principios cristianos y alentar a la juventud. Los obispos deben dar ejemplo en la propagación de las ciencias católicas. Sin pecar contra la modestia, Strossmayer pudo mencionar todo cuanto hizo por su pueblo croata al fundar la Academia de Ciencias y de Arte en Zagreb e iniciar labor para la organización de la Universidad.
Condenó en la misma ocasión toda actividad comercial de los sacerdotes, que otros conciliares miraban con más tolerancia. El ejemplo del traidor Judas ilumina con clara luz las consecuencias del comercio de los servidores de la Iglesia; por ello está prohibido en América, Francia, Alemania, Hungría y Croacia. Pero al mismo tiempo, Strossmayer condenaba la negligencia de los obispos y de otros dignatarios eclesiásticos en llenar las necesidades materiales de los sacerdotes. Concretamente citó el ejemplo italiano, donde las condiciones en este sentido no son ciertamente dignas de elogio. Pero simultáneamente destacó le preocupación de Benedicto XIII por los sacerdotes de Roma, que debería constituir un ejemplo para el clero de todo el mundo.
Terminó Strossmayer su discurso expresando su descontento por las insuficiencias técnicas del salón del Concilio y por la falta de confianza entre los padres conciliares, pero depositándola en el Espíritu Santo, quien sabe convertir las debilidades humanas en bienes para alcanzar objetivos más altos.
Esta intervención no encontró un eco negativo en el Concilio, ya que fue enteramente dedicada al progreso de los sacerdotes y al mejoramiento de las relaciones entre el clero y el episcopado.
Tercer discurso: 24 de febrero de 1870.
Con su franqueza habitual y ya desde el comienzo de su discurso, expresó su descontento por haberse insertado en el programa del Concilio muchas cesas que no deberían figurar en él y omitido otras que, por su importancia, tendrían que ser debatidas. Idéntica crítica formuló por el hecho de haber antepuesto el tratamiento de los deberes de los obispos al de sus derechos y dignidades, ya que éstos son como la moneda otorgada por el Señor y que deben devolver con los más altos intereses a Dios, Eterno Juez. Hizo también la observación de que no se hubiera planteado en primer término el problema de la suprema autoridad de la Iglesia o, mejor, de la autoridad de los cardenales, como lo había propuesto el purpurado Schwarzenberg. Strossmayer advirtió que ya en el Concilio Tridentino se discutió la necesidad de la reforma del colegio cardenalicio. Aquel Concilio ‑dijo el orador‑ intentó internacionalizarlo a fin de que pudieran participar en la elección del Papa todos los pueblos y que aquél se convirtiese de esa manera en centro y foco de toda la Iglesia, atrayendo así a todos por igual. Además, los cardenales, en su calidad de colaboradores más íntimos del Papa, deben discutir y ocuparse de los problemas de la Iglesia universal, por lo cual sólo reunidos en un colegio compuesto por los representantes de varios pueblos éstos podrían tener en ellos a sus abogados y protectores. Únicamente les cardenales elegidos de esta manera conocerían a fondo las condiciones específicas de la Iglesia en las diferentes partes del mundo. Los cardenales cumplirían una función de enlace y serían el eslabón de la unidad cristiana con la Santa Sede, hacia la cual dirigen sus miradas. Lo harían empero con más confianza y fervor si vieran a sus cardenales al lado del Papa. Strossmayer exigió también la internacionalización de los más altos puestos de la administración eclesiástica y de las congregaciones romanas, porque al modificárselas así, adquirirían un mejor conocimiento del mundo y se desempeñarían también con más eficacia en sus tareas.
Estas propuestas de Strossmayer, sólo hallarían un eco favorable en el Concilio Vaticano II. Sólo ahora se está realizando el proceso de internacionalización de la Curia Romana. Así, por ejemplo, un connacional de Strossmayer, nacido el año de la muerte de éste, el cardenal croata Francisco Seper, encabeza la Congregación para la doctrina de la fe, mientras el cardenal Villot, francés, es el Secretario de Estado de Paulo VI. Son dos puestos de los más importantes, ocupados por no italianos.
Strossmayer se quejó también, en el discurso que exponemos, de que no se hubiera incluido en la agenda el tema de la nominación y ocupación de las sedes vacantes de obispos, aún cuando su libertad y su progreso dependen de los méritos de los obispos. La propuesta, redaccional en el sentido de que la Iglesia, para defender su libertad, debería buscar el apoyo de los Estados y sus jefes, le pareció a Strossmayer ineficaz, y además peligrosa, porque los tiempos han cambiado y los gobernantes, en lugar de su ayuda, pueden imponer la sumisión de la Iglesia; ineficaz, porque los soberanos, de acuerdo a las Constituciones, no pueden dar ya su protección a la Iglesia. Strossmayer era de opinión que la mejor y más eficaz protección a la Iglesia debería basarse en el derecho público y las libertades públicas de los países. De acuerdo a la admonición del Señor, la Iglesia debe poner su espada en vaina. En lugar de los antiguos y piadosos gobernantes, gobiernan hoy hombres sin un legítimo mandato, sin autoridad; y son los ministros quienes deciden por ellos. Tienen sus objetivos propios sin interesarse por la Iglesia e incluso tratando de hacerle daño. El obispo de Djakovo recalcó que la mayor defensa de la Iglesia y de su progreso está en les hombres viriles de Dios, en les obispos decididos y de gran virtud, quienes, a la manera de Crisóstomo, Atanasio, Ambrosio y Anselmo, saben luchar por la libertad de Iglesia.
Por eso Strossmayer propuso dar una vuelta a la antigua costumbre de la Iglesia de convocar a los sínodos provinciales, que desempeñaron un considerable papel en la nominación de los obispos. En efecto, en el momento de la convocatoria del Concilio Vaticano I, algunos soberanos tenían ‑como, por ejemplo, el emperador de Austria‑Hungría‑ un antigua derecho de ingerencia en la nominación de los obispos. El Concilio debía tratar de convencerles de la conveniencia de que renunciasen a tal derecho. Consideraba además, que los soberanos, usando una forma adecuada, accederían a tal demanda si el Concilio realizase una reforma decisiva del colegio cardenalicio y de otras instituciones eclesiásticas. En su opinión, los medios de comunicación modernos se hallan lo suficientemente desarrollados para facilitar la convocatoria de sínodos y concilios generales. El orden estatal y social empieza a sentirse inseguro y, por lo tanto, la Iglesia no debe apoyarse sobre los Estados. Por el contrario, es ella la que puede rendir grandes servicios a la sociedad mediante sus principios y la vida sana de sus feligreses.
El anhelo de les pueblos de solventar siempre y cada vez más sus problemas en los parlamentos comunes, dice Strossmayer, lo han aprendido de la Iglesia Madre y Maestra universal (he aquí el título de la importante encíclica de Juan XXIII), cuando ella misma a menudo convocaba a sus sínodos y concilios.
Por eso Strossmayer invoca el Concilio Tridentino y el de Costanza, cuando se proponían convocatorias más frecuentes. Mientras el Concilio Tridentino había recibido una instrucción de Pío IV en el sentido de convocarlos cada veinte años, el de Costanza había decidido, bajo la guía de Martín V y Eugenio IV, hacer la convocatoria cada diez años. Al invocar este hecho histórico, Strossmayer afirmó que si se hubieran convocado concilios en el siglo XVI con más frecuencia, no se habría producido la Reforma. Por eso propuso que, de no ser posible atenerse a las decisiones del Concilio Tridentino, por lo menos se convocasen concilios cada 20 años de acuerdo a la fórmula establecida por el de Costanza.
Strossmayer proclama la unidad de la Iglesia, pero se pronuncia contra quienes querrían reducirlo todo a un tipo de actividad, debido a que no ven la belleza en la diversidad de las cosas que no son esenciales para la Iglesia. Acentúa, por eso, que él entiende perfectamente las condiciones y las necesidades de la Iglesia de Francia, defendiéndola contra las acusaciones de estar infestada por el galicanismo.
Haciendo referencia a su experiencia con los obispos ortodoxos, declaró que éstos temían perder su tradición, sus costumbres, ceremonias Y privilegios al unirse con Roma; pero él había tratado de convencerlos de que el objetivo de la Santa Sede era proteger y vigorizar los derechos especiales de cada una de las Iglesias as¡ como la idea de que, para los cristianos separados, la unión con Roma era de importancia vital. “Hasta ahora he hablado a sordos”, decía textualmente, y expresó luego su temor de que las cosas empeorasen si se realizaran las tendencias centralizadoras de algunos padres conciliadores. Reiteró más tarde estar pronto para sacrificar su vida por los derechos de la Santa Sede y la unidad de la Iglesia, pero recomendó prudencia en el respeto de las peculiaridades de cada jurisdicción eclesiástica.
En calidad de parlamentario y de ex Gran Zupan (gobernador), impugnó la opinión de algunos prelados de que un obispo no podría, por momentos, abandonar su diócesis por razones de Estado o por razones patrióticas. Los sacerdotes y los obispos son también partes integrantes de su pueblo, dijo, empeñados en el bien común. Como lo destacaba Bossuet, Cristo lloraba por la suerte de su pueblo y de Jerusalén; y San Pablo quiso incluso ser maldecido por su pueblo. Citó luego el ejemplo de Hungría y Croacia, donde nadie reprocha a un honesto sacerdote su participación en la vida pública. En consecuencia, es su opinión que la Iglesia no debe prohibir tal actividad. Sus palabras en este sentido tenían una inspiración profética: “Non quaerat concilium Vaticanum, ut iura civilia sacerdotum et episcoporum minuantur; id praestantissimus praesul hoc tempore ne immutet. Nam tempus illud est, ut post parvum tempus nos omnibus iuribus civilibus simus privandi”. De estas palabras del obispo croata es fácil desprender como preveía la época en que los obispos y los sacerdotes quedarían privados de todos sus derechos civiles. Esto sucedió, en forma abrupta, en 1945 en la patria de Strossmayer, Croacia, así como en muchas otras partes de Europa y del mundo.
Strossmayer habló de las relaciones entre nuncios y metropolitanos como si hubiera tenido presentes las condiciones generales de la segunda mitad de nuestro siglo: destacó la imperiosa necesidad de una confianza recíproca en el amor fraterno entre obispos, metropolitanos y nuncios, aborreciendo las denuncias entre dignatarios eclesiásticos.
Al pedir las convocatorias sinodales provinciales, Strossmayer abordó la cuestión de los vicarios capitulares y abogó para que se concediesen a los vicarios apostólicos, sin son obispos, los mismos derechos de los prelados residenciales. Al finalizar su discurso, recomendó que las leyes eclesiásticas se acomodasen a las condiciones y necesidades de los tiempos modernos, expresando su esperanza de que el Concilio formaría una comisión especial de expertos para este fin[6].
Analizando este discurso, era fácil deducir, como la han hecho Granderath y otros historiadores que no simpatizaban con él ni con la oposición, que Strossmayer dio un rodeo a las disposiciones del orden del día conciliar y propuso con habilidad muchas de sus ideas y concepciones siempre en forma inoficial y casi inadvertida. Granderath como si quisiera, incluso, alabar “la elocuencia del obispo de Djakovo”, destaca con reconocimiento su preceder y el de sus simpatizantes al expresar francamente cuanto llevaban en el corazón y comunicarlo al Concilio. El reproche de los historiadores formulado a Strossmayer y otros oradores de la oposición en el sentido de haber hablado en forma bastante vaga e indeterminada, es comprensible, puesto que Strossmayer y los demás opositores lo hicieron así de propósito; querían hablar de los problemas que consideraban de importancia, pero que no figuraban en el reglamento y el orden del día del Concilio[7]. Strossmayer recalcaba continuamente el deber de su “conciencia”“ y, cuando se trataba de su deberes de obispo, de sacerdote, de hombre y de patriota, habló con decisión y claridad en la medida en que pudo hacerlo; y donde cabía esperar una fuerte reacción, supo también aprovechar la tribuna para atraer la atención de un auditorio adverso. Así procedió durante aquella labor acelerada del Concilio y, si se hubiera dispuesto de más tiempo para las sesiones, es muy probable que hoy contaríamos con más intervenciones importantes de Strossmayer en las que habría hecho propuestas, sugestiones, etc. que nos revelarían su preocupación por la Iglesia y por la unión de los cristianos separados con Roma.
Cuarto discurso: 22 de marzo de 1870.
Strossmayer fue interrumpido bruscamente durante su primer discurso en el Concilio por su propuesta de modificar el artículo del proyecto. El 22 de marzo, habló en una discusión especial acerca del texto ya modificado, referente a la fe católica. Ambas cosas son sumamente significativas para comprender el clima general que reinaba en el Concilio Vaticano I, inimaginable ya en el II.
Comenzó advirtiendo en su disertación que iba a ser parco en palabras por hallarse indispuesto y por las adversas condiciones del salón de conferencias, donde muchos de los presentes no podían oír al orador. No tocó el estilo del proyecto, aun cuando no lo aceptaba. Pasando al meollo de la cuestión manifestó su satisfacción por haberse aceptado, al menos algo de sus propuestas para que se destacase mejor el papel de los obispos en las definiciones conciliares. La aceptación fue la siguiente fórmula: Sedentibus vobiscum et iudicantibus universi orbis episcopis (Hallándose y opinando con nosotros los obispos de todo el mundo). Strossmayer propuso, además, agregar después de la palabra iudicantibus el vocablo definientibus, porque iudicare (opinar) carece de aquella fuerza que tenía antes, mientras el término definire concuerda con la tradición conciliar, cuando los obispos firmaban: Judicans et definiens subscripsi (Opinando y determinando firmé) o definiens subscripsi (firmé determinando), como se usaba en el Concilio Tridentino.
Dirigiéndose a los presentes, advirtió, al modo de San Cipriano en su libro De Unitate Ecelesiae, que siempre quedasen obedientes al primado eclesiástico y listos para morir por él. Pero en seguida agregó que los derechos de los obispos son también de origen divino, y no propiedad de cada uno, no pudiendo renunciar a ellos, sino más bien usarlos en beneficio de la Iglesia y del pueblo.
Otra observación que formuló entonces Strossmayer, se refería a las expresiones severísimas contra los protestantes, a pesar de que el Concilio había atacado directamente al panteísmo como la fuente de tantos errores. Recalcó que con anterioridad al protestantismo hubo focos de racionalismo en el siglo XVII dentro del humanismo y el laicismo. Así, por ejemplo, en Francia, Voltaire y los enciclopedistas, sin relación alguna con el protestantismo, formularon doctrinas muy perniciosas y errores no sólo contra la religión sino también contra el orden social. Aportando argumentos como justificación del protestantismo, Strossmayer se remontó idealmente a los primeros siglos del cristianismo en los que se vieron errores similares a los del protestantismo. Para demostrar que era injusto achacar todo el mal a los protestantes, citó el caso de Leibnitz y de Guizot, ambos protestantes. Guizot se opuso al libro de Renán contra la divinidad de Jesús. Por eso recomendó a los sacerdotes leer la obra de este autor, en la que deberían hacerse algunas pequeñas enmiendas. Al oír murmullos de protesta, el orador dijo textualmente: “Considero que hay todavía muchos entre los protestantes que siguen el ejemplo de aquellos varones ‑en Alemania, Inglaterra y América‑, que todavía siguen amando a nuestro Señor Jesús por lo que son merecedores de que se les aplicaran las palabras de San Agustín: «Están en el error, en el error, pero deambulando creen estar en la verdadera fe» (los murmullos continuaban, pero Strossmayer continuó) : “Son heréticos, verdaderamente heréticos, pero nadie los considera tales”. El cardenal De Angelis, presidente, advirtió brevemente al orador que evitara “las palabras que en algunos presentes provocaban el escándalo”. Mientras Strossmayer intentaba proseguir su discurso, el cardenal Capalti desde la presidencia del Concilio, explicó que no se trataba de protestantes sino del protestantismo como sistema, de donde provinieron tantos errores y que, en consecuencia, en el texto del proyecto no hubo ofensa para los protestantes. Agradeciendo a la presidencia por su advertencia, agregó que esas razones no le podían convencer de que todos aquellos errores surgían del protestantismo: “Yo considero con toda seriedad, que entre los protestantes hay no uno u otro que ama a Jesucristo, sino que hay una multitud de ellos”. Al pronunciar estas últimas palabras, muchos de los presentes protestaron en voz alta. El presidente hubo de advertir a Strossmayer que el Concilio Tridentino había considerado ya al protestantismo y que él debía referirse al artículo propuesto y no a asuntos que escandalizan a los obispos.
Fiel a su fibra temperamental Strossmayer declaró que daba por terminada su intervención, pero al mismo tiempo afirmó que muchísimos protestantes deseaban de todo corazón que nada se dijera o decidiera en el Concilio que pudiese poner nuevos obstáculos a la gracia que está operando entre ellos. Recordó que en el Concilio Tridentino se debatió sobre el protestantismo con consideración y que los protestantes habrían sido bien recibidos en aquel Concilio si se hubieran presentado. Se entabló entonces una rara conversación entre el presidente Capalti y Strossmayer: Capalti afirmaba que el Papa, al convocar el Concilio, había invitado paternalmente también a los protestantes; que la Iglesia trataba a todos maternalmente, que han incurrido en el error, mientras el error condena, advirtiendo a Strossmayer que se atuviera al tema en su discurso. En una atmósfera de excitación y clamor generales, Strossmayer trató de terminar su discurso, quejándose contra estas condiciones bastante tristes que se imponían en el Concilio. También formuló su advertencia de que no aprobaba la idea ‑ya aceptada‑ de votar las conclusiones conciliares por mayoría de sufragios, puesto que desde tiempos muy remotos estas decisiones se adoptaban por unanimidad. Capalti le contestó que esa cuestión podía ser discutida cuando se estaba tratando el proyecto. Todo eso había causado un tremendo barullo en el Concilio, donde protestaban por un lado los presidentes de aquél, y Strossmayer por el otro. De todos lados pudieron oírse las ofensas más indignas contra Strossmayer: para quienes censuraban su discurso, Strossmayer era Lucifer, Lutero, un condenado, indicándole otros que abandonase la tribuna, mientras él insistía en la idea de la antigua unanimidad necesaria para las conclusiones eclesiásticas, recalcando su fe en la inmutabilidad de la Iglesia y la necesidad de continuar en esa unidad; finalmente, pidió disculpas por sus palabras si no habían sido en todo momento adecuadamente usadas, y decidió abandonar la tribuna. Los obispos presentes se apretujaban por salir de la sala de conferencias, mientras la presidencia anunciaba la próxima sesión y su programa. Resulta un tanto extraño, que Granderath acuse a Strossmayer por este desorden, justificando el procedimiento de la presidencia, pero que al mismo tiempo agregue que los obispos “pudieron haberse comportado más serena y dignamente”[8]. Un fenómeno semejante en este nuestro momento histórico ecuménico parece casi imposible en tiempos de Pío IX.
Los adversarios de la infalibilidad que escribieron la crónica y la historia del Concilio Vaticano I, Lord Acton y Friedrich especialmente, atribuyeron a Strossmayer palabras e ideas que no se mencionan en las actas del Concilio, lo que nos autoriza a decir que Strossmayer no las pronunció porque, en caso contrario, aquéllas se hallarían anotadas por los estenógrafos. La prensa mundial escribió sobre esta sesión tan agitada de acuerdo a la orientación de cada diario (o periódico): mientras algunos destacaban a Strossmayer como al protagonista de la libertad y el progreso, otros lo vituperaban como a un herético.
Es un hecho que también dentro del círculo de sus adherentes Strossmayer encontró reproches. Así, por ejemplo, el cardenal Schwarzenberg, el 23 de marzo de 1870 le hizo una visita y durante ella le reprochó “haber hablado demasiado, haber ido demasiado lejos y comprometido también a los demás” y cosas por el estilo. Strossmayer se sintió molesto por esta actitud del cardenal y habría decidido abandonar el grupo de los obispos alemanes que se había formado por su propia iniciativa. El mérito de que no se produjera la ruptura en la oposición se debe a los obispos franceses, especialmente a Dupanloup, que expresaron su plena conformidad con el discurso de Strossmayer[9].
Quinto discurso: 2 de junio de 1870.
Una importancia esencial en este sentido tiene el discurso de Strossmayer, pronunciado el 2 de junio de 1870. En él se halla contenida la esencia misma de su actitud ante la inminente definición de la infalibilidad. Fue su última alocución en el Concilio.
Strossmayer acerca de la inoportunidad de la definición de la infalibilidad
Dentro del cuadro de nuestro modesto trabajo resulta casi imposible analizar (estudiar) todas las facetas de la compleja y tan peculiar personalidad de Strossmayer. Su sola documentación exigiría una amplitud tal que eclipsaría el papel desempeñado por él en el Concilio. No tenemos intención alguna de escribir su apología ni indagar tampoco sobre los orígenes inspiradores de sus ideas acerca de la infalibilidad pontificia, ni siquiera acerca de la similitud o diferencias entre sus opiniones y las de los demás padres conciliares de su grupo.
Strossmayer, en efecto, creyó durante toda su vida en la infalibilidad de la Iglesia y en el papel del supremo maestro y jefe de la Iglesia que pertenece al Papa. Antes de concluir su discurso contra la definición el 2 de junio de 1870 dijo textualmente: Ideo mihi videtur factum esse, quod Ecclesia catholica octodecim saeculorum decursu divinam infallibilitatis suae praerogativam maluerit exercere potius quam definire (Me parece en efecto, que la Iglesia ha preferido ejercitar su divina prerrogativa de la infalibilidad en el curso de 18 siglos, antes que definirla)[10].
En el tercer fragmento de su discurso después de la precedente formulación, adujo su argumento más importante contra la oportunidad de la definición de infalibilidad: Schisma orientale, iam, non amplius graecum dici debet, sed proh dolor schisma slavicum, quorum octoginta milliones ab Ecclesia catholica extorres vivunt, qui suae autonomiae, suis particularibus ¡uribus addictissimi sunt, et nihil aliud tantopere aversantur, quam illud quod vel suspicionem ingerere istis possit, quod autonomiae et iurium suorum periculo sit. Ego inter Slavos meridionales moror, ex quibus octo milliones schismatici, tres autem milliones catholici sunt. Ego non possum satis divinae misericordiae gratias agere, quod gens Croatorum, quam tantopere diligo, sit catholica, et possum dicere in tota cordis mei sinceritate, Sedi apostolicae addictissima (El cisma oriental no debe llamarse ya cisma griego sino, desgraciadamente, cisma eslavo, porque 80 millones de eslavos viven fuera de la Iglesia católica. Estos son adictísimos a su propia autonomía, a sus derechos especiales, y en nada se muestran tan suspicaces como en aquello que podría poner en cuestión esta su autonomía y sus derechos. Yo estoy trabajando entre los eslavos meridionales, de los cuales 8 millones son cismáticos, mientras sólo 3 millones son católicos. Nunca puedo agradecer lo suficiente a la misericordia divina que el pueblo croata, al que tanto amo, sea católico, y puedo decir con toda la sinceridad de mi corazón, que es muy adicto a la Santa Sede)[11].
Esta declaración de Strossmayer es necesario completarla con un párrafo de una carta del día 11 de diciembre de 1875 dirigida por él a Pío IX, refiriéndose al papel esencial de los croatas entre los eslavos meridionales: “Los croatas son el único pueblo católico entre los eslavos meridionales que han permanecido hasta ahora, aún en las condiciones más difíciles, fieles a la fe católica ... Es de suma importancia que los croatas permanezcan adictos, con toda su alma y todo su corazón, a la fe católica, porque así están en cierto sentido predestinados a convertirse en levadura que penetrará, con la ayuda divina, en toda la multitud de los eslavos meridionales, y devolviéndolos al seno de la Iglesia católica”[12].
Por haberse mencionado así en el plan de Strossmayer al pueblo croata como levadura de la unidad cristiana entre los eslavos meridionales, hemos de prestar atención a un fragmento de su discurso del 2 de de junio de 1870. Después de haber expuesto en él la situación religiosa de los croatas y los eslavos meridionales en general, explicó la razón principal de su temor ante la definición de la infalibilidad del Papa: Verum si haec definitio effectum habeat, vereor, ne, quantum nos scimus, illud fermentum bonum a Deo praedestinatum reliquam Slavorum massam penetret et ad unitatem reducat; vereor ne nova nobis pericula impendant, et ex nostris quidam misere ab unitate Ecclesiae rescindantur, summo certe ‑ quicumque novit historiam nostri temporis ‑ summo et gravissimo humanitatis et omnis futurae culturae detrimento (Pero si esta definición se lleva a cabo, tengo miedo de que aquella buena levadura, predestinada por Dios, por cuanto alcanzo a saber, no pueda penetrar en la restante multitud de eslavos ni tampoco devolverlos a la unidad eclesiástica; temo que nos amenace nuevo peligro y que ‑como puede temerlo quien conoce la historia de nuestro tiempo‑ alguno de entre los nuestros no rescinda tristemente esa unidad eclesiástica, lo que redundaría por cierto en gravísimo detrimento de la humanidad y de toda la cultura futura)[13].
Ha quedado atrás el Concilio Vaticano I, pero las palabras transcriptas de Strossmayer no han perdido actualidad y en ellas brilla la perspicacia de este hombre de Dios: el principal obstáculo para la reconciliación y unión tanto de los ortodoxos como de los protestante con Roma sigue siendo el dogma de la infalibilidad del Papa.
Después de haber destacado, brevemente, estas grandes preocupaciones e ideas de Strossmayer, proyectaremos un vistazo sobre su discurso, que fue proclamado por Granderath “sehr elegante und sehr schöne Rede” (muy hermoso y elegante)[14]. Granderath no oculta su admiración por el estilo y la magnificencia de la forma de sus disertaciones, pero le reprocha no ser más profundo en la explicación de sus ideas.
Las dificultades en la concepción de Strossmayer acerca de la relación del Papa y el episcopado
Al iniciar su intervención, Strossmayer subrayó la conexión del episcopado con el Papa, “dignísimo jefe de la Iglesia y del episcopado”, pero consideraba que era lógico debatir conjuntamente ambos derechos y no por separado, porque de esta manera se asegurarían la primacía del Pontífice y los derechos del episcopado. “Cristo envió a todos los apóstoles y les dio autorización para que enseñasen a todos los pueblos, prometiéndoles permanecer con ellos hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 19-20). Explicando la constitución y el papel del magisterio eclesiástico, citaba a San Ignacio de Antioquia, quien varias veces comparó al obispo con Cristo entre el pueblo afirmando, que quien obedece a Cristo, obedece al obispo. De ahí surge para Strossmayer la dificultad de que, simultáneamente y en la misma diócesis, puedan tener idéntico poder el Papa y los obispos. Para justificar esta incompatibilidad invocaba la protesta de Gregorio el Grande contra Juan el Ayunador (Ioannes Ieiunator) y su título de “patriarca ecuménico”, llamándose Gregorio a sí mismo servus servorum De¡ (el siervo de los siervos de Dios).
En esta intervención Strossmayer se atuvo con insistencia a San Cipriano y a su libro De Unitate Ecclesiae. Hay que tener presente que Strossmayer presentó una tesis para doctorarse justamente sobre la doctrina de San Cipriano expuesta en el libro mencionado[15]. Y según Strossmayer, aquel santo rinde homenaje al divino primado, recalca la necesidad de una conexión permanente del obispo con la Santa Sede, y habla de la sede de Pedro como de la cátedra de unidad, pero al propio tiempo establece también los derechos de los otros apóstoles y obispos: para que guíen a la Iglesia entera en el espíritu de unanimidad de todos los apóstoles. A Strossmayer no le placía la interpretación de las palabras de Jesús dirigida a Pedro y anotadas por Mateo y Juan: de que en Mt. 16 y Juan 21 se trataría de la “infalibilidad personal y absoluta del Papa” (personalem et absolutam pontificis infallibilitatem). Cipriano, en opinión de Strossmayer, enseñaba que también los demás apóstoles son lo mismo que Pedro en cuanto al honor y el poder y que todos en conjunto conducción a la Iglesia y pastoreaban la grey de Dios con plena unanimidad y consonancia y que, en consecuencia, los obispos, como sucesores de los apóstoles, tienen “algún derecho virtual sobre el resto de la Iglesia ‑ virtuale quoddam in reliquam Ecclesiam ius. Este “derecho” virtual” Strossmayer lo encuentra en escritos de Gregorio de Niza, Basilio, Gregorio Nancianceno, Juan Crisóstomo y en la epístola que el papa Celestino, dirigió al Concilio de Efeso.
Describiendo la controversia de Cipriano con el Papa sobre el valor del bautismo de los heréticos, Strossmayer reprocha al primero su pronunciada resistencia al Papa Esteban, pero afirma, que, de acuerdo con las palabras de San Agustín, podemos excusarle, puesto que hasta su tiempo nada se supo de personali et absoluta romanorum pontificum infallibilitate (de la personal y absoluta infalibilidad de los pontífices romanos)[16].
Resulta de evidente necesidad prestar atención a este “derecho virtual de los obispos sobre el resto de la Iglesia” y a la expresión “personal y absoluta infalibilidad del papa”, de acuerdo aI parecer de Strossmayer.
Hasta el Concilio Vaticano II no resultó siempre claro para los teólogos y los historiadores eclesiásticos qué era lo que pensaba Strossmayer y cuál era el sentido que tenía su mención, en el Concilio Vaticano I, del “derecho virtual de los obispos a la administración en toda la Iglesia”. Como si hubiera dado la contestación a estas preguntas el Concilio Vaticano II, redujo la doctrina a una “colegialidad de obispos”, que se está actualmente traduciendo en realidad mediante los periódicos “sínodos episcopales” en Roma.
En cuanto a la “infalibilidad personal y absoluta” del Papa, que resultó tan antipática para Strossmayer, nunca se habló de ella en la Iglesia y tampoco se la trató en el Concilio Vaticano I. La infalibilidad del Papa es, en efecto, personal, pero no “absoluta”: se refiere solamente a las definiciones oficiales de las verdades de la fe y de la moral revelada por Dios y que obligan a la Iglesia en su totalidad. Strossmayer se pronunciaba contra la infalibilidad “absoluta”, pero él no la inventó y, mientras algunos luchaban contra ella, él quiso estratégicamente impedir aquella definición en el sentido del Concilio Vaticano I. Y es que Strossmayer, en primer término, llevaba en su pecho el problema de la unión de los cristianos separados orientales con Roma, a quienes resultaban muy antipáticas la primacía y la infalibilidad del Papa.
Durante toda su vida, Strossmayer fue un devoto de la cultura y la literatura francesas y por eso no hay que extrañarse de que también en este discurso rindiese homenaje a los jefes católicos de aquel país como, por ejemplo, a Bossuet, rechazando el ataque de quienes calumniaban a la Iglesia francesa por su galicanismo[17]. Pero es menester reconocer que sus discursos no son sin pequeñas intrusiones del galicanismo, cuando habla de la relación entre el papado y episcopado.
Strossmayer reconocía “la plenitud del poder” de San Pedro y de sus sucesores así como a los papas el derecho a convocar Concilios generales, presidirlos, aprobar y definir sus conclusiones, pero justamente por la gran estima que tenía del papel de esos concilios, se oponía a la definición de “la personal y absoluta infalibilidad”. Para reforzar su tesis cita la asamblea de los apóstoles en Jerusalén, cuando se reconciliaron Pedro y Pablo, menciona cómo Gregorio el Magno comparaba los cuatro concilios generales con los cuatro Evangelios, y, junto con el teólogo medieval Durand, consideraba que aquéllos son el mejor medio para contrarrestar los errores y el mal en la sociedad cristiana.
La segunda razón que movió a Strossmayer a oponerse a la definición de la infalibilidad, fue su elevada opinión sobre el papel de los concilios generales. A su parecer, la definición de la infalibilidad rendiría superfluos esos concilios en el futuro. Que su temor no era infundado es fácil colegirlo justamente por la labor del Concilio Vaticano II, después de cuya finalización surgen nuevos problemas que exigirán dentro un tiempo previsible la convocatoria de otro nuevo concilio general.
A continuación Strossmayer desarrolló sus ideas acerca de la armonía que debe reinar entre el primado y los derechos de los obispos. Estos pueden no sólo confirmar, interpretar y aprobar, sino también derogar y eliminar según el caso. Si esto no se acepta y reconoce, Strossmayer no entiende de qué manera se puede conservar el significado y el vigor de las palabras de Cristo, dirigida a todos los apóstoles: “Todo lo que atares en la tierra, será también atado en los cielos y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en el cielo”. Si no se reconoce a estas palabras de Cristo su natural significado, entonces pierden igualmente su valor las ideas de Cipriano referente al episcopado indivisible en todo el mundo, del cual cada uno de los obispos recibe una parte común con los demás obispes ‑in solidum‑. Strossmayer alega que los obispos nunca deberían renunciar a este su derecho divino porque de lo contrario, expondrían a un peligro la autoridad y libertad de les concilios generales. En su exposición histórica, Strossmayer subrayó que se atenía al historiador de los Concilios, el obispo Hefele, quien también pertenecía a la oposición conciliaria.
La epístola que el Papa León I, dirigió al Concilio de Calcedonia y saludada por los padres allí congregados: “Pedro nos habla por la boca de León, así lo creemos todos, todos damos nuestra adhesión a su epístola”, Strossmayer intentó explicarla en el sentido de que aquellos obispos procedieron como jueces y críticos; examinaron la misiva y, encontrándola ortodoxa, la aceptaron. En efecto, la carta de León es una de las pruebas más elocuente en cuanto a la fe en la infalibilidad del Papa dentro de la Iglesia del siglo V.
Strossmayer trató de demostrar, con envidiable dialéctica, que el escrito de León no era un acto del poder soberano del Papa sino un adoctrinamiento a los obispos, que estaban autorizados para estudiarla, examinarla y aceptarla luego o rechazarla. Para corroborar su opinión, Strossmayer invocó también el parecer del cardenal Bellarmino, pero no pudo probar que los mitrados dudaran en Calcedonia sobre la verdad de la doctrina de León. Simplemente se impusieron del contenido de la misma y comprobaron su concordancia con lo que ellos mismos habían hallado en la revelación divina y que se aprestaban a definir.
“Los inalienables derechos de los obispos” atraen constantemente la atención de Strossmayer, y su “origen divino”, afirma, no puede ser derogado ni siguiera disminuido por el concilio general. Lo prueba también mediante la actitud de Pío IV en el curso del Concilio Tridentino. A pedido de los obispos fueron suprimidas dos palabras del mensaje del Papa, porque las consideraban en perjuicio de la libertad de los conciliares. Strossmayer rinde homenaje a aquel Concilio, que no definió la infalibilidad del Papa; reconoce el valor y coraje de la Iglesia francesa que supo superar las dificultades propias sin pronunciarse por aquélla, alaba a Pío IV, quien, aconsejado por San Carlos de Borromeo, estableció la regla para que no se llegara a conclusión alguna sin el consenso general o casi general de los participantes[18].
“El consenso general de los obispos” en el Concilio constituye el tercer tema de este discurso de Strossmayer. La idea no era original suya pero él, en su calidad de brillante orador y decidido defensor de sus ideas, se presentó como el más sincero y abierto paladín de este principio en el que la oposición conciliar vio el medio más eficaz para impedir la definición de la infalibilidad. Por eso Strossmayer habló extensamente sobre el particular. Quería poner obstáculos al pronunciamiento del concilio y asegurar así más libertad a la Iglesia, posibilitando la promoción de la unidad de los cristianos separados del oriente y el occidente. Era una manera de interpretar no sólo la historia del cristianismo sino también los escritos de Ireneo, Tertuliano y Cipriano que versan sobre aquel tema. Strossmayer entiende en forma bastante artificial dichas opiniones para respaldar la propia, a pesar de que justamente Ireneo, apoyándose en la infalibilidad de la Iglesia Romana y del Papa, prueba con mayor facilidad la ortodoxia doctrinaria de todas las demás partes de la Iglesia. Reconocía la infalibilidad antes y en el mismo acto del Concilio, pero no dejó de destacar la necesidad de que concordaran todas las iglesias apostólicas con la sede romana y con los obispos.
Resulta curioso que todos los obispos presentes escucharan con calma la intervención de Strossmayer, incluso cuando alegaba la inoportunidad de la definición de la infalibilidad, apoyándose en la obra de Vincencio Lirinensis: Commonitorium, y su famoso principio de que el signo mas seguro de la ortodoxia doctrinaria era el que “siempre, en todas partes y por todos” (quod semper, quod ubique, quod ab omnibus) fue creído. Atribuyó a esta regla demasiada y exclusiva importancia, aun cuando no es única para averiguar la verdad de la fe en la Iglesia y en el pueblo cristiano. Lirinensis no conocía la infalibilidad del Papa bajo la forma: “infalibilidad personal y absoluta”, pero enseñaba la necesidad de que hubiese unanimidad de los obispos cuando se trataba de la definición de una verdad de fe[19]. Además invocaba a San Agustín y la advertencia que dirigió a la Iglesia: hay que cuidar la autoridad eclesiástica con serenidad y moderación para que la Iglesia no se exponga a la burla de les enemigos, quienes podrían decir que en ella todo se rige por la voluntad de un sólo hombre y por la superstición, como en el tiempo de San Agustín argüían los maniqueos. Para probar que se procede en la época del Concilio Vaticano I como en la de San Agustín, Strossmayer mencionó la aparición de un escrito titulado “las necesidades de nuestros tiempos”, en el que algunos enemigos de la Iglesia ofrecían pruebas sobre la necesidad de la definición de la infalibilidad, seguros de que así la Iglesia y su magisterio perderían completamente su autoridad. Al condenar esta obra, agregaba: Credite mihi, non sunt vani nostri timores, non sunt vana pericula quae nos praevidemus. Ego saltem dicere possum coram Deo, qui me iudicaturus est, quod definitione hac de qua agimus, in effectum deducta, gregi meo, cui praesum, multa pericula sunt creanda (Creedme, no son vanos nuestros temores, no son vanos los peligros, que prevemos. Yo puedo decir ante el Dios que me ha de juzgar, que la definición que estamos tratando, si llegare a proclamarse, creará muchos peligros a la grey cuyo pastor soy)[20].
Hemos mencionado ya las ideas y los ideales de Strossmayer referentes al retorno de los cristianos separados eslavos al seno de la Iglesia por conducto de los católicos croatas. Imbuido de estas ideas y deseos, Strossmayer al finalizar su disertación dirigió su llamamiento al Papa y al Concilio para que se agrandara el ámbito de la Iglesia en vez de restringirlo; abogó por que la paz, la concordia y la unidad cristianas se difundiesen cada vez más por el mundo, por que la humanidad se convirtiese “en una grey bajo un pastor (grex unus sub uno pastore). Expresó su esperanza de que el Papa, que excede a todos los demás obispos en autoridad y virtud, teniendo presente el ejemplo de San Pedro, quien por humildad pidió que lo crucificaran cabeza abajo, sacaría a la Iglesia del peligro, mediante su humildad y sacrificio, en que caería con la definición de la infalibilidad. Por la misma razón mencionó al apóstol Pablo, quien alaba la grandeza del Salvador precisamente por su humildad y autosacrificio (Epístola a los filipenses, 2, 5‑11). Dirigiéndose por fin a todos los obispos presentes formuló su esperanza de que imitaran a Cristo Jesús, buen Pastor, quien por una oveja perdida dejó noventa y nueve, la encontró, la cargó sobre sus hombros y la llevó a su redil.[21]
Sería innecesario subrayar que los enemigos de la Iglesia y del Papado dieron también una amplia publicidad a este discurso de Strossmayer, donde resaltan la amplitud y las características de su cultura teológica. El Concilio mismo le prestó atención en calma. Resultaría muy interesante confrontar esta disertación suya con las de la oposición, entre los cuales figuraban Dupanloup, Hefele, Haynald, Ketteler, Schwarzenberg y otros. Podemos decir que Strossmayer, en sus intervenciones, era más moderado que, por ejemplo, Dupanloup, y en cuanto a su forma, siempre trató de llevarla a la altura necesaria. Tan sólo en el fervor de las discusiones, en cartas privadas o en momentos sentimentales y de dialéctica se mostraba, según afirman sus conocedores personales: “de una naturaleza muy impulsiva y como un fanático casi de su fe y su convicción... Momentáneamente pudo exacerbarse y estampar conceptos que no podrían escapar a los reproches ... Por lo cual hay que tomar sus ideas desde el punto de vista científico, sin aprovecharlas con fines políticos u otros de carácter transitorio[22].
Discursos apócrifos de Strossmayer
Los enemigos de la Iglesia quedaron descontentos por haber dejado pasar el discurso de Strossmayer del 2 de junio de 1870 sin inconvenientes e intromisiones; y ello dio motivo a que inmediatamente confeccionaran un panfleto, plagado de ataques contra la Iglesia y el Papa, y lo divulgaran por todas partes como si fuera el texto auténtico del obispo. Los que conocieron la labor conciliar y las disertaciones de éste, bien pronto se percataron de que se trataba de una maliciosa falsificación inventada con el fin de hacer daño a la Iglesia y al Papa, y causar confusión y discordia entre el clero y los feligreses de todo el universo. Obispos de varias partes de la tierra escribieron a Strossmayer para que les confesara la verdad sobre el panfleto. Strossmayer, en efecto, negó en varias oportunidades su veracidad y ofreció pruebas de que se trataba de una manifiesta invención de los enemigos de la unidad católica. Por fin pudo comprobarse, en el año 1876, que un ex sacerdote mexicano, el Dr. José Agustín Escudero, en un principio religioso agustino, pero más tarde apóstata de la Orden y de la Iglesia, masón y rebelde contra la autoridad eclesiástica y civil, acosado por el arrepentimiento de su propia conciencia reconoció ser el autor del escrito. Más tarde hizo una declaración penitenciaria en el periódico América del Sud. El misionero lazarista, padre Pedro Stollenwerk, envió el 18 de agosto de 1876, dicho periódico, junto con una carta personal, a Strossmayer. Stollenwerk había agregado la dirección de su casa: Calle Libertad. Hospital Francés, Buenos Aires. El secretario de Strossmayer, José Wallinger, confirmó la autenticidad de esta carta y de este modo todo el mundo se enteró de la verdad definitiva sobre el panfleto[23].
Las invenciones procedentes de los círculos liberales en el sentido de que se le ofrecían a Strossmayer las ofertas “más brillantes” para que encabeza a los católicos rebeldes, han sido desmentidas en forma categórica por un canónigo de Strossmayer ‑el padre Vorsak- quien en aquella época vivía en el Capitolio croata de San Jerónimo en Roma[24].
Granderath y Kirch mencionan también la pastoral de Strossmayer, relativa a los Santos Cirilo y Metodio del 4 de febrero de 1881, donde igualmente fue desmascarado dicho panfleto. Reproducimos el fragmento que nos interesa: “Hace unos años, circuló bajo mi nombre un horrendo discurso, que está tan lejos de mí por su forma y contenido, como el lugar de Sud América en que un sacerdote reconoció, arrepentido, que lo había confeccionado y divulgado, bajo mi nombre, ofreciéndome, por intermedio de su confesor, cualquier satisfacción que le pidiera. A pesar de que este escrito ostentaba por sí mismo características evidentes e indubitables de su origen apócrifo, causó muchas confusiones entre quienes no sabían que mis discursos fueron guardados en los Archivos del Vaticano y que no son accesibles a cualquiera. A pesar de que las cosas sucedieron así, me resulta grato poder confesar también en esta oportunidad, ante todo el mundo, que preferiría que mi mano derecha se secase o mi lengua quedase paralizada antes que decir o escribir una sola de las proposiciones de ese horrendo discurso que fue divulgado bajo mi nombre”[25].
Un año más tarde, o sea, el 4 de febrero de 1882, Strossmayer repitió casi literalmente dicha declaración en una contestación por escrito dirigida a los obispos ortodoxos que le habían atacado por dicha pastoral sobre los santos hermanos Cirilo y Metodio[26].
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NOTAS
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[1] Todos los discursos, estenográficamente registrados, están en la obra de I.D.M. MANSI: Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio, tomos 50, 51 y 52, a cura de I.B. Martin y L. Petit, Paris 1911-1927. El resumen de cada discurso es tomado de la obrita de Ivan Tomas, que se puede leer completa aquí.
[2] Janko Oberski Govori djakovaskog biskupa na Vatikanskom Saboru 1869-1870 (Los discursos del obispo de Djalkovo en el Concilio Vaticano de 1869‑1870, Zagreb 1929, pág. 8.
[3] Janko Oberski, Op. Cit., pág. 16.
[4] Lord Acton, Zur Geschichte des Vatikanischen Konzils, pág. 75.
[5] J. Oberski, Op. cit., pág. 58 72.
[6] J. Oberski, Op. cit., pág. 28‑54.
[7] Granderath ‑ Kirch, Op. cit., Vol. II, pág. 175 y 400.
[8] Granderath ‑ Kirch, Op. cit., pág. 400.
[9] Granderath ‑ Kirch, Op. cit., Vol II, pág. 402‑403.
[10] J. Oberski, Op. cit., pág. 112.
[11] J. Oberski, Op. cit., pág. 114.
[12] F. Sisic, Op. cit., pág. 390‑392. Aquí está reproducida la carta‑petición en su texto latino íntegro.
[13] J. Oberski, Op. cit., pág. 114.
[14] Granderath‑Kirch, Op. cit., Vol. II, pág. 189.
[15] Ver F. Sisic, Op. Cit., Libro A, pág. 504.
[16] J. Oberski, Op. cit., pág. 96.
[17] J. Oberski, Op. cit., pág. 98.
[18] Oberjski, Op. cit., pág,. 102‑108.
[19] J. Oberski, Op. cit., pág 110.
[20] J. Oberski, Op. cit., pág. 114.
[21] J. Oberski, Op. cit., pág. 114-116.
[22] F. Sisic, Op. cit., Vol I en prefacio, pág. VII-VIII.
[23] Granderath ‑ Kirch, Op. cit., Vol. III, pág. 189‑190.
[24] Granderath ‑ Kirch, Op. cit., Vol. III, nota 6, pág. 584-585.
[25] T. Smiciklas, Esbozo de vida y obra del Obispo J. J. Strossmayer, Zagreb 1906, pág. 430-431.
[26] F. Sisic, Op. cit. Vol. III, libro IV, Zagreb 1931, pág. 505