hay un libro que me gusta de Alfredo Lerin
¡DEMASIADO TARDE!
Ex. 20:12.
La pobre madre estaba moribunda. En todas direcciones habían salido telegramas llamando a sus hijos junto a su lecho. Buscando los más veloces medios, volaban ansiosamente estos jóvenes, deseando y rogando que la vida de la querida enferma fuese prolongada hasta su llegada. “¡Oh Señor, que lleguemos a tiempo para dar una última mirada, un último apretón de manos, una última caricia!”
Llegaron, en silencio se reunieron alrededor de su lecho. Miraban esas manos gastadas que tanto trabajaron por ellos, la frente surcada de arrugas a causa de la diaria tarea por los suyos, los ojos en los cuales nunca vieron más que cariño y dulzura. No pudieron evitar la angustia de sus corazones, ni acallar un sollozo.
Inclinándose el mayor, besó la cara de la anciana y le dijo: —Madre querida, tú has sido tan buena con nosotros que queremos decirte cuánto te amamos y agradecemos.
Los ojos casi cerrados ya, se abrieron y su rostro se iluminó: —Gracias, hijo, me conmueve saberlo, nunca me lo dijiste antes—, fueron sus últimas palabras.
La moraleja de este triste relato es muy sencilla: si amas a tu madre, vé y dícelo hoy. No esperes hasta mañana, pudiera ser tarde.—Guía del Hogar.
HACIENDO AMIGOS DE LOS ENEMIGOS
Algunos cortesanos reprocharon al emperador Segismundo, porque en lugar de destruir a sus enemigos conquistados, los favorecía. “¿No destruyo efectivamente a mis enemigos”, contestó el ilustre monarca, “cuando los hago mis amigos?” Cuando se le preguntó a Alejandro el Grande cómo había podido en tan poco tiempo conquistar tan vastas regiones y ganar un nombre tan grande, contestó: “Usé tan bien a mis enemigos que los obligué a ser mis amígos con una consideración tan constante que están unidos para siempre a mí.”—Gray.
COSAS DE VALOR QUE NO SE VEN Rom. 12:18.
Se dice que un joven le decía a un ministro evangélico que él creería en Dios cuando pudiera verlo. El ministro le preguntó: —¿Joven, usted cree que su madre lo ama? El joven respondió: —Yo no solamente creo, sino que yo sé que me ama. Entonces el ministro le preguntó si él podía ver el amor de su madre, si podía pesarlo, o medirlo. El joven contestó: —Yo no puedo ver, ni pesar, ni medir el amor de mi madre; pero yo sé que me ama. Entonces el ministro poniendo su mano amorosa sobre el hombro izquierdo del joven, le dijo: —Joven, Dios es amor.