ALGO DE HISTORIA
A mediados del siglo II, los que se decían cristianos defendían su fe tanto de los perseguidores romanos como de los herejes.
No obstante, aquella era una época de infinitas opiniones teológicas.
Los debates religiosos sobre la “divinidad” de Jesús y la naturaleza y obras del espíritu santo no ocasionaron solo desunión intelectual.
Los intensos desacuerdos y las irreparables divisiones sobre la doctrina “cristiana” se extendieron a las esferas política y cultural, y en ocasiones fueron la causa de disturbios, rebeliones, conflictos civiles e incluso guerras.
“El cristianismo apóstata, escribe el historiador Paul Johnson, comenzó en un ámbito de confusión, controversia y cisma, y así continuó durante los siglos I y II de nuestra era, el Mediterráneo central y oriental estaba saturado con una infinita multitud de ideas religiosas, que pugnaban por extenderse.
Por lo tanto, desde el principio hubo muchas variedades de cristianismo que tenían poco en común.”
En aquella época empezaron a destacarse escritores y pensadores que consideraban fundamental interpretar las enseñanzas “cristianas” con términos filosóficos.
Para satisfacer a los paganos instruidos que acababan de convertirse al “cristianismo”, esos escritores religiosos se apoyaron mucho en la literatura griega anterior.
A partir de Justino Mártir (c. 100-165), que escribió en griego, los llamados cristianos complicaron cada vez más sus doctrinas con la asimilación de la herencia filosófica de la cultura helénica.
Esta tendencia cristalizó en las obras de Orígenes (c. 185-254), escritor griego originario de Alejandría.
Su obra “Tratado de los Principios” fue el primer intento sistemático de explicar las doctrinas fundamentales de la teología “cristiana” con los conceptos filosóficos griegos.
El Concilio de Nicea (325), en el que se trató de explicar y establecer la “divinidad” de Cristo, marcó un hito y dio un nuevo impulso a la interpretación del dogma “cristiano”.
Buenísimo.