La Nueva Jerusalén, Celestial y Terrenal.
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Libro Completo El Reino de Dios (página 111-118)
En el capítulo anterior se desplegaron ante nuestra asombrada mirada los maravillosos
CAPITULO 7: LA INSTAURACION DEL REINO DE DIOS.
A) La Nueva Jerusalén, Celestial y Terrenal.
El planteo central de nuestra tesis sobre la instauración del Reino de Dios se basa en que la descripción que hace el Apocalipsis desde 21,1 hasta 22,5 corresponde a dos realidades diferentes,
que denominamos la Nueva Jerusalén Celestial y la Nueva Jerusalén Terrenal, y que comprenden los estados de la Iglesia celestial y terrenal del fin de los tiempos.
La Iglesia celestial se identifica con el Reino de Dios celestial, ya que es una misma realidad acabada y perfecta, mientras que la Iglesia terrenal es el instrumento o sacramento mediante el cual se establecerá el Reino de Dios sobre la Tierra.
La forma en que se instaurará el Reino de Dios en estas dos realidades está descripta en la Biblia principalmente en el Libro del Apocalipsis, que relata los acontecimientos que se irán sucediendo después de la Parusía del Señor Jesucristo, a lo largo del famoso y tan temido y cuestionado Capítulo 20, escollo y piedra de escándalo para multitud de teólogos cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia hasta el día de hoy.
Lo primero que debemos abordar es el estudio de la descripción que hace el Apocalipsis de la Nueva Jerusalén, para confirmar si allí efectivamente se habla de dos realidades distintas. Ríos de tinta se han gastado para llenar incontables páginas sobre este tema, aunque personalmente creo que la mayoría de las veces se han abordado estos pasajes del Apocalipsis con un preconcepto, que es muy claro y que divide las aguas en uno u otro sentido: el problema de aceptar que hay un Reino terrenal de Cristo, o Reino milenial, que da cumplimiento a las profecías mesiánicas sobre un Reino de paz, justicia y santidad en la tierra.
Y el escollo principal, de aceptar esta posibilidad, surge de la posición de Cristo y de los santos resucitados en este Reino terrenal. Todo esto comprende el polémico tema del milenarismo, tan zarandeado en la doctrina cristiana, y que ha dividido a los teólogos en una primera instancia en “milenaristas” y “no milenaristas”, dando lugar luego a otras divisiones: amilenaristas, milenaristas mitigados, milenaristas espirituales, etc.
En nuestro Artículo “El milenarismo: concepto y alcances” desarrollamos en detalle lo referente a la historia de este concepto y las diversas tendencias de los teólogos, por lo que ahora iremos directamente al desarrollo de nuestra explicación, para lo cual, como ya lo acotamos, vamos a mostrar que en el Apocalipsis se habla de la Jerusalén que baja del cielo comprendiendo dos descripciones muy distintas.
Tomaremos como base el texto de la Biblia de Jerusalén, edición española dirigida por José Miguel Ubieta, editada en 1976, refiriéndonos cuando sea necesario al texto de la Biblia traducida por Monseñor Juan Straubinger, editada originalmente en el año 1951.
Lo primero que llama la atención en la Biblia de Jerusalén son los subtítulos que dividen el Capítulo 21, que lleva por título “La Jerusalén futura”. El pasaje que se extiende desde el versículo 1 hasta el 8 presenta como subtítulo “La Jerusalén celestial”, mientras que el que comprende desde el versículo 9 hasta el final del capítulo reza: “La Jerusalén mesiánica”.
Sorprende esta distinción, ya que no guarda relación con la doctrina sustentada por esta Biblia, que, por ejemplo, con respecto al pasaje de 20,1-3, que habla del milenio, comenta: “Durante el plazo en que el Dragón estará encadenado, la Iglesia conocerá una renovación.
Este período ha comenzado desde el tiempo de los mártires. Es la fase terrestre del Reino de Dios y de Cristo, en espera del juicio”. Por lo tanto la descripción de la “Jerusalén mesiánica” corresponde a la actual época de la Iglesia, lo que se hace muy difícil de entender.
Analicemos a continuación en detalle estas dos descripciones distintas de la Jerusalén que baja del cielo, de junto a Dios:
1) La Jerusalén celestial.
Veamos el texto en cuestión del Apocalipsis:
Apocalipsis 21, 1-8; 22, 1-5: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva - porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén,
que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres.
Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios - con - ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado.»
Entonces dijo el que está sentado en el trono: «Mira que hago un mundo nuevo.» Y añadió: «Escribe: Estas son palabras ciertas y verdaderas.» Me dijo también: «Hecho está: yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin; al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la vida gratis. Esta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mi.
Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre: que es la muerte segunda. Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero».
En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles. Y no habrá ya maldición alguna; el trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad y los siervos de Dios le darán culto.
Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos.” El primer versículo enlaza con el pasaje anterior del Capítulo 20, que se refiere al fin del mundo, que se producirá al término del período simbólico de mil años y del Juicio Final, lo que estudiaremos en el Capítulo 8. Luego comienza la descripción de la Ciudad Santa, que “baja del cielo de junto a Dios”, y que se denomina Nueva Jerusalén.
Lo primero que se describe es que hay un trono, y desde la cercanía de él surge una voz, que efectúa un solemne anuncio: “Esta es la morada de Dios con los hombres”. La voz que hace esta proclamación seguramente corresponde a un “Ángel poderoso”, tal como se ve en 5,2, el que reclama con fuerte voz desde las cercanías del trono la aparición de alguien que sea digno de soltar los sellos y abrir el libro que sostiene Dios en su mano derecha.
En otro pasaje (Apoc. 19,5) también se menciona que sale una voz del trono, pidiendo que se alabe a Dios en tercera persona, lo que quizás también tenga origen en el mismo Ángel.
El anuncio revela que Dios, que está sentado en el trono, según se aclara en el versículo 5, establece su morada con los hombres, entre ellos, utilizando una fórmula clásica de los profetas en sus anuncios escatológicos:
Ezequiel 37, 26-27: “Concluiré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos, seré su Dios y ellos serán mi pueblo.”
De lo que no hay duda es que estamos ubicados fuera del ámbito terrenal, en el cielo, en correspondencia a todas las visiones anteriores del cielo que presenta el vidente Juan, con el trono de Dios y su presencia allí (Capítulos 4; 5; 7,9-17; 19, 1-9).
¿Quiénes son los que al momento de la Parusía habitan esta Ciudad celestial? Ya vimos que sus ciudadanos son los santos resucitados en la primera resurrección. Ya explicamos con anterioridad las visiones del autor del Libro con la presencia de los santos resucitados en la Jerusalén celestial (7, 9- 17 y 19, 1-9), y al final del Capítulo 4 comparamos estos pasajes con la descripción de 21, 1-8 y 22, 1-5.
Encontramos otra precisión clave en 22,1, que se reafirma en 22,3: allí está el trono de Dios y del Cordero. Es decir, Jesucristo es también Rey en este Reino de Dios celestial, lo que constituirá un argumento de suma importancia en los puntos que seguirán en el presente capítulo.
Se dan otras características de esta Jerusalén celestial que definen algunas de las cualidades de la vida eterna de los resucitados: obviamente la muerte no existirá más (inmortalidad), ni el dolor (impasibilidad), no habrá llanto ni lamentación, sino solamente gozo y alegría. No habrá ni hambre ni sed, ya que existirán frutos abundantes (22,2), y lo más importante, todos gozarán de la visión beatífica, verán el rostro de Dios, se verán cara a cara con Él (22,4).
Pero también se establece algo de gran importancia: el acceso a todo esto, que constituye una verdadera herencia de Dios para sus hijos (21,7) no es para todos, sino solamente para los vencedores, aquellos que lograron triunfar contra el pecado y la tentación de Satanás, que busca apartar a los hombres de Dios, es decir, llevarlos a la perdición.
Los triunfadores son aquellos que supieron recibir la Redención de Jesucristo, dada como un don a la humanidad por el Padre, y, en su libertad, dejaron que la vida sobrenatural recibida en consecuencia diera frutos abundantes de conversión y santidad.
Se da como ejemplo una enunciación, obviamente no exhaustiva, de aquellos pecados que, llevados a su extremo, impiden el ingreso a la Jerusalén celestial, y condenan a una vida eternamente alejada de Dios, en el infierno, aquí ejemplificado por el “lago que arde con fuego y azufre”. Esta terrible y pavorosa realidad es la que el Apocalipsis denomina certeramente “la muerte segunda”.
Un último detalle que interesa en esta descripción lo encontramos en 22,5: “Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos”.
La luz existente es una luz divina, que emerge directamente del Señor Dios que se encuentra allí presente. Obviamente no se está hablando de una luz en el sentido físico, para ver las cosas, sino de una luz integral, que ilumina especialmente el interior del alma humana y posibilita su relación con Dios, lo que los teólogos denominan “luz de gloria”.
Queda un punto por aclarar: ¿Por qué creemos que el texto de 22, 1-5 es continuación de 21, 1-8? Es bastante evidente, ya que la descripción se inicia hablando del río de agua de vida que sale del trono de Dios y del Cordero. La única descripción de la existencia del trono de Dios la tenemos en 21,3 y 21,5, mientras que en el pasaje de 21, 9-27 no hay trono alguno, porque tampoco hay santuario, que es el lugar que alberga el trono de Dios y su presencia, tal como veremos en detalle en el punto siguiente.
2) La Jerusalén Terrenal.
Vamos a examinar el texto que se refiere a la que denominamos “Jerusalén Terrenal”:
Apocalipsis 21, 9-27: “Entonces vino uno de los siete Ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete últimas plagas, y me habló diciendo: «Ven, que te voy a enseñar a la Novia, a la Esposa del Cordero.» Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios.
Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y alta con doce puertas; y sobre las puertas, doce Ángeles y nombres grabados, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres puertas; al mediodía tres puertas; al occidente tres puertas. La muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero.
El que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muralla. La ciudad es un cuadrado: su largura es igual a su anchura. Midió la ciudad con la caña, y tenía 12.000 estadios. Su largura, anchura y altura son iguales. Midió luego su muralla, y tenía 144 codos - con medida humana, que era la del Ángel -.
El material de esta muralla es jaspe y la ciudad es de oro puro semejante al vidrio puro. Los asientos de la muralla de la ciudad están adornados de toda clase de piedras preciosas: el primer asiento es de jaspe, el segundo de zafiro, el tercero de calcedonia, el cuarto de esmeralda, el quinto de sardónica, el sexto de cornalina, el séptimo de crisólito, el octavo de berilo, el noveno de topacio, el décimo de crisoprasa, el undécimo de jacinto, el duodécimo de amatista.
Y las doce puertas son doce perlas, cada una de las puertas hecha de una sola perla; y la plaza de la ciudad es de oro puro, transparente como el cristal.
Pero no vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario. La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor.
Sus puertas no se cerrarán con el día - porque allí no habrá noche - y traerán a ella el esplendor y los tesoros de las naciones. Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero.”
El Capítulo 21 del Apocalipsis de pronto tiene un cambio a partir del versículo 9. Parecía que la descripción hecha en los ocho versículos anteriores estaba ya redondeada, ya que concluía con la descripción de quiénes serían los hombres que formarían al pueblo de Dios admitido a habitar en él por toda la eternidad, pero aquí da la impresión de producirse un nuevo comienzo, refiriéndose a una realidad distinta.
Este brusco cambio es el que ha tenido en figurillas a los teólogos y exegetas a lo largo de los siglos del cristianismo, que han querido sostener que no es más que una continuación de lo que se ha descrito anteriormente.
Se han esgrimido diversos argumentos para unir ambas descripciones, desde que la primera es como una especie de introducción, y la segunda entra en el detalle fino, hasta que el texto es obra de un discípulo un poco descuidado del escritor original, que no guardó en el libro el orden establecido por el autor.
Nuestra opinión sostiene que este texto se refiere a una realidad totalmente diferente, que confirmaremos con los argumentos que daremos a continuación.
a) En primer lugar tenemos la referencia temporal que nos da el autor del Apocalipsis: en el caso de la descripción de la Jerusalén Celestial (21,1-8 y 22,1-5), la misma sigue inmediatamente a la descripción del Juicio Final en el Capítulo 20, llevado a cabo por el que ocupa el trono blanco. Allí se puntualiza:
Apocalipsis 20, 11: “Luego vi un gran trono blanco, y al que estaba sentado sobre él. El cielo y la tierra huyeron de su presencia sin dejar rastro.”
Es decir, el cielo y la tierra conocidos, lugar de asiento del “campamento de los santos y de la Ciudad amada” (20,9), desaparecen totalmente (este tema se desarrolla en el Capítulo 8), pero inmediatamente el Capítulo 21 puntualiza que surgen un cielo nuevo y una tierra nueva, aclarando que “el primer cielo y la primera tierra desaparecieron” (tal como lo describió 20,11).
Por lo tanto es indudable que la aparición desde el cielo de la Nueva Jerusalén ocurrirá en el tiempo inmediatamente posterior al juicio final, una vez transcurridos los “mil años” de duración del período en que “Satanás no seducirá más a las naciones” (20,3), y que se inaugura con la Parusía del Señor.
En cambio, en el caso de la Jerusalén Terrenal, Juan no describe una visión directa, sino que aparece la mediación de un ángel, identificado como uno de los ángeles portadores de las copas que contienen las siete plagas de la “ira de Dios” (15,5-7), las que ejecutarán el Juicio de Dios sobre la tierra (ver Capítulo 5.C).
Este ángel lo “lleva en espíritu” a Juan hasta un lugar donde tendrá la visión, que es “un monte grande y alto” (21,9-10). Esta visión es la antípoda de una descripta anteriormente, formulada exactamente en los mismos términos:
Apocalipsis 17, 1-3: “Entonces vino uno de los siete Ángeles que llevaban las siete copas y me habló: «Ven, que te voy a mostrar el juicio de la célebre Ramera, que se sienta sobre grandes aguas, con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los habitantes de la tierra se embriagaron con el vino de su prostitución.» Me trasladó en espíritu al desierto. Y vi una mujer, sentada sobre una Bestia de color escarlata, cubierta de títulos blasfemos; la Bestia tenía siete cabezas y diez cuernos.” También aparece uno de los siete ángeles portadores de las copas, y lo traslada “en espíritu al desierto”, donde tendrá la visión de la Gran Babilonia. Por lo tanto no hay duda que estas dos visiones proféticas siguen una dialéctica de figuras contrastadas, mostrando la alternancia de elementos contarios, tal como lo podemos ver a continuación:
Encontramos dos figuras femeninas y dos ciudades: primero, la Gran Ramera, cabeza de una falsa religión idolátrica, que corrompe a la humanidad y que finalmente queda transformada en una gran ciudad, dominadora sobre “los reyes de la tierra”, es decir, con un imperio político y económico sobre los países del mundo.
Luego, la Esposa del Cordero, que también se muda en ciudad, Jerusalén, la Ciudad Santa, donde se encuentran los verdaderos seguidores de Dios, los santos, los inscritos en el Libro de la Vida del Cordero, y donde nada profano entra en ella. Tiene imperio sobre las naciones de la tierra, pero a causa de la luz divina de la gloria de Dios que irradia y que transforma al mundo, llevándolo a la paz, la justicia y la santidad.
Hay muchos otros detalles que presentan contrastes, como por ejemplo el oro puro en que está construida la ciudad de Jerusalén y el oro de la copa de la Ramera llena de abominaciones, o que Babilonia quedará como guarida de demonios y espíritus inmundos mientras que Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios.
Pero lo importante de estas figuras contrastantes, la Jerusalén Terrenal, “la Ciudad Santa”, y la Gran Babilonia, “madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” radica en que el Apocalipsis nos quiere presentar en ellas el cumplimiento del plan de Dios para el fin de los tiempos. El dominio mundial de la Gran Babilonia, que simboliza el poder materialista y anticristiano sostenido por Satanás, la Bestia de color escarlata, será destruido por su antiguo aliado, el Anticristo, que poco durará en su Gran Ciudad, la Jerusalén apóstata, y será finalmente sustituido y reemplazado por el Reino de Dios, implantado a partir de la Ciudad Santa Jerusalén, por una
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