No tiene desperdicio...
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Pío XII, el papa nazi
El 25 de octubre de 2006 el embajador de Israel en el Vaticano, Oded Ben Hur, asistía a la presentación del libro de Alessandro Duce La Santa Sede e la questione ebraica (1933-1945), un trabajo que no tiene demasiado interés, prueba de lo cual es que pronto lo tendremos traducido al castellano y en las estanterías de El Corte Inglés y los Relay de todas las estaciones, gasolineras y aeropuertos, porque la obra de Duce lava la cara a Pio XII y la política pro-nazi del Vaticano entre la primera y la segunda guerra mundiales.
A la salida del acto los periodistas preguntaron al embajador su opinión sobre el proceso de beatificación del papa nazi y él aconsejó que el Vaticano debería esperar un poco mientras autoriza a los historiadores para que puedan consultar los archivos diplomáticos de la Santa Sede que guardan toda la podredumbre, hasta la fecha escondida bajo mil candados.
El embajador pedía un poco de calma a otro nazi, Ratzinger, alias Benedicto XVI, porque la beatificación marcha a pasos acelerados, de manera que dentro de poco tendremos al primer nazi en los altares.
Naturalmente el embajador dejó bien claro que hablaba a título personal, porque son sabidos los estrechos lazos ahora (ya era hora) existentes entre el Vaticano e Israel, con Estados Unidos de por medio, mientras Ratzinger demoniza a los fundamentalistas que, como por casualidad, son siempre los islamistas.
También aconsejó el embajador que el Vaticano escuchara a los últimos supervivientes (judíos) del holocausto, los cuales no tienen la misma opinión sobre Pio XII que Ratzinger y sus santificadores.
Papa en el crucial periodo comprendido entre 1938 y 1958, Pio XII fue una pieza fundamental en la política hitleriana desde 1933, e incluso antes, ya que fue uno de los que aupó a los nazis al poder mientras fue embajador del Vaticano en Alemania.
Desde la primavera de 1917, Eugenio Pacelli fue nuncio papal o embajador del Vaticano en Alemania. Su obsesión era el comunismo y por eso, más que cualquier otro, ayudó a Hitler a llegar al poder en 1933. Los católicos disponían en la Alemania de entonces de uno de los partidos burgueses más fuertes, el Zentrum, que contribuyó a abrir el camino hacia el gobierno a los nazis. Precisamente Pacelli fue enviado como nuncio a Alemania a petición de Erzberger, jefe del partido católico Zentrum.
Según sus propias palabras, era abiertamente antisemita. Había llegado al Vaticano en 1901, a la edad de 24 años, reclutado para especializarse en cuestiones internacionales. Era conocido en los pasillos del Vaticano como El Tedesco (El Alemán) y tras la I Guerra Mundial, a la edad de 41 años, ya arzobispo, Pacelli partió hacia Munich como nuncio papal.
En una Baviera cuya tradiciones antisemitas eran tan virulentas como las de Austria, de la que había formado parte hasta principios del siglo XIX, Pacelli se rodeó de una camarilla de extrema derecha que lo siguió durante toda su vida. El nuncio, como todo el clero bávaro que se encontraba bajo sus órdenes, estuvo ligado desde principios de los años 20 a los grupúsculos de extrema derecha que abundaban en Baviera. Se reunía frecuentemente con Ludendorff, íntimo de Hitler, en aquel nido de los terroristas, que se refugiaban allí después de cometer sus crímenes para preparar su asalto al poder.
Recorrió Alemania, destruída por la guerra. Presenció la revolución proletaria en Munich en 1918. En una carta a Gasparri, Pacelli describió así los acontecimientos: Un ejército de trabajadores corría de un lado a otro, dando órdenes, y en el medio, una pandilla de mujeres jóvenes, de dudosa apariencia, judías como todos los demás, daba vueltas por las salas con sonrisas provocativas, degradantes y sugestivas. La jefa de esa pandilla de mujeres era la amante de Levien [dirigente obrero de Munich], una joven mujer rusa, judía y divorciada [...] Este Levien es un hombre joven, de unos 30 ó 35 años, también ruso y judío. Pálido, sucio, con ojos vacíos, voz ronca, vulgar, repulsivo, con una cara a la vez inteligente y taimada.
Hitler, que había logrado su primer gran triunfo en las elecciones de 1930, necesitaba un acuerdo con el Vaticano. Tras su ascenso al poder en enero de 1933, dio prioridad a su negociación con Pacelli y pocos meses después se firmó el concordato. Una de sus cláusulas secretas (la otra apuntaba a la organización de la Iglesia católica dentro del ejército alemán, en aquel entonces en proceso de formación clandestina) estipulaba que, cuando las tropas del Reich invadieran Ucrania, los clérigos germanos, adeptos todos de un antisemitismo tan visceral como su antibolchevismo, convertirían ese gran territorio ortodoxo al catolicismo.
El concordato dio al Führer gran prestigio internacional en el preciso momento en que se convertía en la cabeza del Estado alemán. A cambio, Pacelli colaboró en la retirada de los católicos de la actividad política y social para dejar la manos libres a los nazis.
El 14 de julio de 1933, Hitler dijo a su gobierno que el concordato había creado una atmósfera de confianza especialmente significativa en la lucha urgente contra el judaísmo internacional. Aseguraba que la Iglesia Católica le había dado su bendición pública, dentro del país y fuera de él. Goebbels y su equipo de propaganda lanzaron el mensaje a los cuatro vientos: la Santa Sede aprobaba la política nacional-socialista. El Concordato entre Hitler y el Vaticano creó un clima ideal para el exterminio de los antifascistas.
Pacelli y el Vaticano nada dijeron de la quema del Reichstag, que imputaron falsamente a Dimitrov y a la III Internacional, y silenciaron la persecución de los antifascistas. A medida que las persecuciones crecían en Alemania, Pacelli las respaldó afirmando que eran un asunto interno del III Reich.
La relación de los católicos -una minoría en Alemania- con los nazis no es que fuera buena: era íntima; cada 20 de abril, cumpleaños de Hitler, el cardenal Bertram en Berlín enviaba sus más calurosas felicitaciones al Führer en nombre de los obispos y las diócesis de Alemania con las fervientes plegarias que los católicos de Alemania envían al cielo desde sus altares.
Pacelli promovió la carrera eclesiástica de los curas nazis de la Iglesia austriaca y alemana: el austriaco Hudal, rector del Instituto romano de la Anima, uno de los pilares del pangermanismo que se pasó de lleno al nazismo, campeón del Anschluss, nombrado obispo de Ela para festejar el advenimiento de Hitler, glorificó mediante la pluma -en 1936- la alianza entre la Iglesia y el nazismo y exaltó el antisemitismo. Gröber, llamado el obispo pardo de Friburgo, era desde 1932 miembro activo de las SS y, a partir de 1933, Pacelli le encargó de misiones políticas decisivas. En 1935 -el año de las leyes de Nuremberg- publicó con el aval de Roma un manual de cuestiones religiosas que le convirtió en campeón de la sangre y de la raza. Después de años en el Germanicum de Roma, otro vivero del pangermanismo que se hizo nazi, Pacelli aupó al croata Stepinac al arzobispado de Zagreb en 1937: gobernador de Zagreb en 1939, desde donde garantizó la influencia hitleriana, este arzobispo, antes de convertirse en el segundo personaje oficial de la Croacia independiente de Ante Pavelitch, anteriormente a la invasión alemana del 6 de abril de 1941 contra Yugoslavia, encarnaba el antisemitismo financiado por el gobierno hitleriano.
En enero de 1937, tres cardenales y dos obispos alemanes viajaron al Vaticano para protestar contra la persecución nazi de la Iglesia Católica, a la que se le había suprimido la actividad pública. Estos incautos ignoraban los acuerdos entre bastidores para sacar a los católicos de la vida política y dejar la manos libres a los nazis. Pío XI lanzó entonces una encíclica, escrita bajo la inspiración de Pacelli, ya secretario de Estado del Vaticano, donde no había ninguna condena explícita de la represión, las persecuciones y el racismo.
Tras la anexión de Austria en 1938, Hitler -austríaco de nacimiento- llegó a Viena, se entrevistó con el cardenal Innitzer quien pidió que se acogiera la anexión con buena voluntad, y pidió, como le había ordenado el Führer, que las organizaciones juveniles católicas se incorporaran a las juventudes hitlerianas. Pocos días después Innitzer encabezaba una declaración del episcopado austríaco en la que se daba la bienvenida a los ocupantes y se ensalzaba al nacional-socialismo.
En el verano de 1938, mientras agonizaba, Pio XI se preocupó de justificar el antisemitismo en Europa y encargó la redacción de otra encíclica dedicada al tema. El texto, que nunca se publicó, se descubrió hace poco. Lo escribieron tres jesuitas, pero presumiblemente Pacelli estuvo a cargo del proyecto. Se iba a llamar Humani Generis Unitas (La unión de las razas humanas) y estaba llena de aquel racismo simplón que Pacelli había demostrado siempre en Alemania. Los judíos -dice el texto- eran responsables de su destino; dios los había elegido, pero ellos se negaron, mataron a Cristo y cegados por su sueño de triunfo mundial y éxito materialista, se merecían la ruina material y espiritual que se habían echado sobre sí mismos. El documento añadía que no se podía defender a los judíos como exígen los principios de humanidad cristianos porque podía conllevar el riesgo inaceptable de caer en la trampa de la política secular.
La encíclica llegó a Roma a finales de 1938 pero no se sabe por qué, no fue presentada a Pío XI. Pacelli, convertido en el papa Pío XII el 12 de marzo de 1939, ocultó el documento en los archivos secretos y les dijo a los cardenales alemanes que iba a mantener relaciones diplomáticas cordiales con Hitler. Estaba convencido de que intervenir a favor de los judíos sólo podía llevar a la Iglesia católica hacia coaliciones con fuerzas hostiles al Vaticano. Lo mejor era seguir aliados al Eje fascista.
Naturalmente, al papa Pío XII y a toda la Iglesia católica, la suerte de los comunistas y antifascistas les importaba un bledo, por más que les arrancasen el pellejo a tiras en los campos de concentración.
Tras los antifascistas, las deportaciones a campos de exterminio siguieron, momento en el que Pío XII pudo mostrar todo su amor por el III Reich. En el excepcional puesto de observación mundial del Vaticano, fue puntalmente informado sobre las atrocidades alemanas desde los primeros días de la ocupación de Polonia y apludió las masacres del Eje: poblaciones atacadas, bombardeadas, polacos, judíos, serbios, cíngaros, enfermos mentales alemanes asesinados ya antes del comienzo de la guerra. Pacelli defendió entonces las necesidades vitales del Reich, expresión transparente sobre los derechos de Hitler y los suyos a hacer cualquier cosa para alcanzar sus objetivos imperialistas.
Pacelli conocía bien los planes nazis para exterminar a los judíos de toda Europa. A lo largo de 1942, recibió información fiable sobre los detalles de la solución final remitida por británicos, franceses y norteamericanos al Vaticano. El 17 de marzo de aquel año, representantes de las organizaciones judías reunidos en Suiza le enviaron un memorándum a través del nuncio papal en Berna, donde detallaban las violentas medidas antisemitas en Alemania y en los territorios ocupados. El informe fue excluído de los documentos de la época de la guerra que el Vaticano publicó entre 1965 y 1981.
En septiembre de 1942 Roosevelt envió a su representante personal, Mylon Taylor, para pedirle a Pacelli una declaración contra el exterminio de los judíos. El papa se negó a hablar porque debía estar por encima las partes beligerantes.
El 24 de diciembre de 1942, finalmente, habló de aquellos cientos de miles que, sin culpa propia, a veces sólo por su nacionalidad o raza, reciben la marca de la muerte o la extinción gradual. Esa fue su denuncia pública más fuerte de un exterminio brutal.
Durante toda la guerra guardó silencio y quien calla otorga. Pero cuando en 1943 empezaron a caer las primeras bombas en la mismísima Roma, Pio XII rompió su silencio y pensando en la seguridad y preservación del Vaticano como Estado, se apresuró a declarar a Roma ciudad santa. Para entonces ya habían muerto millones de personas, pero al papa no le importaba más que su Estado. Sus apariciones públicas se hicieron cada vez más frecuentes e, implorando al cielo, llamaba a la paz. Los paracaidistas de la Wehrmacht y la Gestapo cuidaron de que el Vaticano siguiera siendo un oasis en medio de la destrucción y la muerte de la guerra. Ellos fueron los guardaespldas de Pio XII. Delante de sus narices más de mil judíos romanos fueron deportados por los alemanes sin que se volviera a saber nada más de ellos. En una Italia sumida en el caos, con tres gobiernos paralelos, Roma había sido abandonada por los miembros del gobierno e incluso por el Rey. Mussolini gobernaba desde el norte en Saló, Badoglio y el Rey estaban en el sur en Bari con los aliados y el resto de Italia estaba conociendo el rigor de los nazis que trataban a los italianos como traidores. Roma, que hasta 1943, había vivido la guerra en una isla, ahora padecía en carne propia el ruido de los aviones y el espantoso efecto de las bombas. Barrios enteros se transformaban en segundos en un cúmulo de escombros. Desde sus ventanas del Vaticano Pio XII asistía junto a la curia y las monjas de servicio a algo que hasta entonces había sido impensable. Los aliados no respetaban a Roma, la ciudad milenaria y cuna de la cristiandad. Si no se paraban, el Vaticano también iba a ser víctima de las bombas aliadas o del saqueo nazi.
http://www.antorcha.org/hemer/papa.htm#pioxii