La doctrina de la perpetua virginidad de Maria no se empezó a enseñar hasta 300 años después de la ascensión de Jesús a los cielos. Fue en el Concilio de Calcedonia, en el año 451, donde se dio aprobación oficialmente esta infundada enseñanza.
Basilio (+379) defendió la perpetua virginidad de María. Reconoce que en la Escritura no hay argumentos para probar apodícticamente la virginidad «post partum», y por eso recurre - más como ilustración que como prueba - a la narración apócrifa de Zacarías, pero el verdadero argumento para él estaba en el sentido de los fieles: «no soportan que se diga que la Theotókos cesó de ser virgen en un determinado momento» (Hom. de Nativitate).
Tanto Epifanio como Jerónimo, defensores de estas teorias, eran seguidores de la vida ascética y monástica, lo cual explica el empeño de ellos por afirmar la perpetua virginidad de María. Uno de los primeros testimonios con que contamos en relación a esta doctrina es el del papa León Magno que, a mediados del siglo quinto, afirmaba que María «dio a luz conservando la virginidad, así como la había conservado al concebirlo».
Otro papa, Hormisdas, en el 521 d.C., señalaba que el Hijo de Dios nació «dejando intacta, por el poder divino, la virginidad de la madre». Este dogma de María siempre virgen (María semper Virgo) fue finalmente definido como artículo de fe en el V Concilio General celebrado en Constantinopla bajo el Papa Virgiluio en el año 553
La primera definición formal del dogma puede ser la que manifiesta el I Concilio de Letrán del año 649 bajo el papa Martín 1. El Canon 3 de ese Concilio decretó: «Si alguno no confiesa en armonía con los santos padres que la santa y siempre virgen inmaculada María es real y verdaderamente la Madre de Dios, en cuanto que ella en los últimos tiempos y sin semen concibió por el Espíritu Santo a Dios el Verbo mismo especial y verdaderamente, que fue nacido de Dios el Padre antes de todas las edades, y le llevó incorrupto, y después de su nacimiento su virginidad permaneció indisoluble, sea anatema».
A partir de entonces, puede decirse que la creencia en la virginidad perpetua de María se generalizó haciéndose común la referencia a la misma en los documentos conciliares, como la epístola del papa Agatón, del año 680. Así en el concilio de Toledo del año 693 se afirma de María que siendo «virgen concibió, virgen dio a luz y, después del parto, conservó sin menoscabo el pudor de la integridad».
El Concilio de Trento confirmó esta afirmación en el año 1555 bajo la forma de una constitución por el papa Pablo IV, titulada Cum qt¡orundam. Esta constitución fue dirigida contra los socinianos, a los que el Papa advirtió que no enseñaran que «la misma muy bienaventurada virgen María no es realmente la madre de Dios, y no permaneció siempre en la integridad de la virginidad, es decir, antes del nacimiento, en el nacimiento y perpetuamente después del nacimiento». De esta declaración viene el clásico término teológico semper Virgo (siempre virgen), ante partum, in partum, et post partum (antes del nacimiento, en el nacimiento y después del nacimiento). De modo oficial, sin embargo, María no fue «preservada libre de toda mancha del pecado original» hasta el año 1584.
Con todo, la doctrina fue enfatizada particularmente durante la Edad Media y el período de la Contrarreforma, llegando hasta nuestra época. Ya en el presente siglo, ha sido recalcada nuevamente por el Concilio Vaticano II, al referirse a la «integridad virginal».
Por doloroso que pueda ser para muchos, el investigador honesto no puede sino reconocer que el origen de la creencia en la virginidad perpetua de María no se halla ni en el Nuevo Testamento, ni en fuentes históricas fiables, ya sean de tipo escrito o arqueológico.
Sus raíces se hunden en una obra escrita durante el siglo tercero, presentada falsamente bajo el nombre de Santiago, el hermano de Jesús, quien murió en el año 62 d.c.; surgida en el seno de la secta herética de los ebionitas; nacida con la pretensión de inocular en el seno del cristianismo una visión ascética contraria al mismo y que, para defender el buen nombre de Jesús y de María, recurrió no a la realidad histórica sino a la invención de historias que nunca tuvieron lugar.
COMENTARIO
De hecho, tratadistas católicos especializados en mariología se ven obligados a reconocer que tal doctrina no se desprende de la Escritura, sino de una tradición posterior. El biblista P.Colunga admitía que resultaba difícil encontrar en la Biblia un argumento concluyente a favor de la virginidad de María después del nacimiento virginal de Jesús, siento la Tradición el único recurso definitivo para el dogma (primera edición de la Biblia Nacar-Colunga).
Como lo ha expresado un distinguido mariólogo católico romano: «.. nuestra fe en este dogma finalmente descansa no en los recursos de la prueba histórico-exegética, sino más bien en la autoridad magistral de la iglesia, que es la única intérprete auténtica de la Escritura».
A este respecto, Carda, en una obra que cuenta con el expreso aprecio del papa Juan Pablo II, ha señalado:
«A diferencia del aspecto relativo a la concepción virginal, no se encuentra en la Sagrada Escritura testimonio alguno por el que conste que ella siguió un parto también virginaL Este otro aspecto de la virginidad de María hay que buscarlo en la ulterior reflexión hecha desde la fe». La afirmación del citado mariólogo es, desde nuestro punto de vista, totalmente correcta. La Escritura no hace referencia a la virginidad perpetua de María.
El dogma de la perpetua virginidad es con mucho el más importante de los dogmas mariológicos, porque es la base de todas las especulaciones posteriores acerca de Los privilegios y gracias especiales concedidos a María debido a su relación con Jesucristo.
El dogma de la perpetua virginidad de María en particular es el fundamento de la interpretación católicorromana de la maternidad divina y de los dogmas de la Inmaculada Concepción y la Asunción de María. Ninguno de los últimos dos dogmas es posible sin aquel, porque ambos presuponen que el cuerpo de María no fue corrompido por el pecado.
¿Aceptaremos la Biblia como nuestra única autoridad, o aceptaremos la posición católica de tomar tanto las Escrituras como la tradición? La Iglesia Católica no puede defender su doctrina apoyándose en la Biblia; tienen que salir de los límites de la Palabra de Dios, y como resultado termina con una doctrina que contradice lo que la Palabra de Dios enseña claramente.
Desde un punto de vista moral, no deja de ser lamentable que durante siglos, millones de personas hayan dejado de lado la evidencia contenida en los evangelios para dar como buena la información que aparece en un documento carente de las más mínimas garantías.
Aunque la doctrina de la virginidad perpetua de María forma parte indisoluble de la mariología, lo cierto es que carece de la más mínima base no sólo bíblica sino histórica. Hoy en día, los mismos estudiosos católicos tienden a reconocer que no existe exposición de esta doctrina en las Escrituras y que para aceptarla se hace necesario remitirse a un desarrollo teológico posterior.
Este desarrollo no tiene importancia real hasta el siglo cuarto, y no se extiende de manera considerable en el seno de la cristiandad hasta la época Medieval. Su origen, sin embargo, puede situarse en el contexto de la secta herética de los ebionitas (más difícilmente en algún movimiento gnóstico) hacia el siglo tercero. Aunque parte de la intencionalidad del escrito tenía una finalidad positiva, no podemos cerrar los ojos ante el hecho de que sus raíces eran heterodoxas, su autor falso, su teología antibíblica y su contenido contrario a las Escrituras y al testimonio de las fuentes históricas.
Desgraciadamente, a partir de una falacia de tamaña magnitud acabaría erigiéndose uno de los pilares esenciales de la enseñanza «mitológica de María». De hecho, puede afirmarse que sin el Protoevangelio de Santiago, el desarrollo ulterior de la mariología seguramente no habría sido el mismo.
Si la doctrina de la perpetua virginidad de María se hubiese originado con Dios, encontraríamos evidencias que la corroboraran en las Escrituras. Pero no existen tales evidencias, y el testimonio de las Escrituras nos obliga a creer que María tuvo otros hijos de su matrimonio con José
Pablo declara osadamente: «...y aun si a Cristo cono cimos según la carne, ya no lo conocemos así» (2 Corintios 5:16). Esta es una declaración clara e inequívoca, que no da cabida a malás interpretaciones. Esta sola declaración paulina evidencia y sintetiza la actitud cristiana general hacia María conforme nos la presenta el Nuevo Testamento: nosotros los cristianos, por el testimonio fundamental de la Escritura, ya no conocemos a Jesús como el hijo de María, porque el nuestro es el Cristo resucitado y exaltado.
Las desventuras de María
Manuel Díaz Pineda Ph. D.
Pgs. 50-55
Ed AEP