El Descubrimiento de la hermana Jaqueline
Yo fui la Hermana Jaqueline, pero ahora Dios, en su grande misericordia me ha dado una nueva realidad que buscaba ansiosamente toda mi vida.
Nacida de padres católico-romanos, fui bautizada en la Iglesia y educada en colegios católicos.
A los 18 años de edad, me entregué a la vida de monja. Después de 4 años de duro trabajo, ciertas dudas me inquietaban. Nos levantábamos a las 5 a. m., y al fin del día nos acostábamos a las 10 p. m., completamente rendidas; sin embargo, a mi vida faltaba orientación y sentido; sentía un gran vacío.
Pensaba, ¿cómo puedo amar a Dios de corazón? No le conozco íntima y personalmente. Mis superiores me aconsejaban que resistiera al diablo quien me tentaba. Luché contra las dudas y tentaciones pero me sentí deprimida.
Sufrí un quebranto nervioso.
Los médicos diagnosticaron una psicosis depresiva y administraron medicamentos con el tratamiento de choques eléctricos. Hubo poca mejoría durante el largo tratamiento de 7 años por dos psiquiatras. Volví a la vida docente, pero no pude continuar.
Desesperada, busqué empleo como contabilista. La supervisora era una persona distinta a otras que había conocido. Paciente, templada y comprensible, ella ganó mi confianza; le abrí mi corazón; desesperada, contemplé el suicidio. Ella me llevó a un predicador de su congregación quien me escuchó con interés.
Luego me hizo una pregunta que jamás se me había presentado antes. _“¿Ha llegado usted al punto en su vida espiritual de poder decir con certeza que si muere esta noche, irá al cielo?_ Por supuesto, no podía decir que sí.
_“Pues”,_ dijo él, _“suponiendo que Usted tenga un encuentro con Dios esta noche, si El le preguntara, por qué debe dejarle entrar en el cielo, ¿cómo le contestaría?”_
Respondí: _“Diría que he procurado siempre hacer lo mejor que pueda, ser amable con todos, adorar a Dios sinceramente y evitar el pecado; por consiguiente espero hallar entrada.”_
Aquel caballero me explicó de la Biblia que el cielo se recibe como un don gratuito. Un regalo no es una cosa que uno se merece, sino algo que se nos ofrece porque la persona nos ama o tiene cuidado de nosotros. Al recibirlo, no se dice, _“Yo le pagaré”,_ porque ya no sería regalo. Más bien se dan las gracias.
En Efesios 2:8 se lee: *“Por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras, para que nadie se gloríe”,* o sea, no por medio de cosa alguna que uno haya hecho, para que no pueda jactarse de merecerlo.
Yo había leído este versículo repetidas veces en mis devociones, pero sin darme cuenta de su sentido.
Por primera vez aprendí que “todos pecaron y *están destituidos de la gloria de Dios”.* Yo sabía que
habíamos heredado el pecado de Adán, pero nunca se me ocurrió que no podía merecer la vida eterna por mis propios esfuerzos, mi bautismo y mi dedicación a la Iglesia Católica; no bastaban para conseguirme un puesto en el cielo.
Luego entendí que a pesar de mis esfuerzos por ser santa, quedaba culpable de ser pecadora, *“porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos”.* (Santiago 2:10).
Pero, cual música a mis oídos, supe lo que no había entendido antes, que la muerte de Cristo en la cruz fue el pago total de mis pecados y que Dios podía tratarme con misericordia por cuanto se cumplió la justicia de Dios cuando Jesús clamó, *“Consumado es”.*
¡Imagínese! Jesús murió para responder por mis pecados, todos ellos.
Faltaba una sola cosa para completar la transacción por cuanto Dios me ofrecía un don; *me tocaba recibirlo.* Precisaba mi confianza total y exclusiva en Jesucristo; no un mero reconocimiento intelectual sino un verdadero cambio de dejar de confiar en mi misma y depositar mi fe en Jesucristo.
Lo hice. Pedí a Jesucristo que me salvara, que entrara a vivir en mi corazón. Inmediatamente supe que el peso de mi culpabilidad se había quitado. Desde aquel día dejé todos mis medicamentos y jamás volví a visitar al psiquiatra. La paz inundó mi alma tanto que me acosté aquella noche y dormí tranquilamente hasta la mañana sin drogas, por primera vez en siete años.
Mi vida se revolucionó porque ya había descubierto el propósito de todo y rebocé de gozo; ya tenía dentro de mí una persona; el Señor Jesucristo vivía en mí.
Fue en 1957, pues, cuando como muchacha propuse de corazón servir a Dios como monja, pero en 1975 Dios me hizo una nueva persona.
Usted igualmente puede hacer este descubrimiento, y la salvación de su alma puede ser un hecho cumplido.