Mi primera experiencia fue traumática.
Hace ya más de una década, que respondiendo a una invitación asistí por primera vez a una reunión evangélica renovada de corte carismático. Estando ya comenzada, me escabullí en la última fila, pero reconociéndome quien presidía pidió que me pusiera de pie, presentándome y preguntando a su congregación:
- ¿Cómo recibimos aquí a las visitas?
Un cerrado y sostenido aplauso atronó el ambiente.
Algo confuso, avergonzado y aturdido por la inusual sorpresa, volví a refugiarme en la butaca.
Pero la sorpresa mayúscula me la llevé al final, cuando el mismo hermano que presidía pidió un fuerte aplauso para Jesús.
No solamente era esa la primera vez que escuchaba tal invitación, sino que me extrañó sobremanera que se le diera nada menos que al Señor la misma expresión de aprobación que hacía un rato a mí mismo me habían dispensado.
Sin embargo, lo que más de todo me preocupó, fue que ese último aplauso fue más corto y menos entusiasta que el que recibí. Recién tiempo después aprendí que la explicación estaba en que yo – o cualquier otro visitante – era una persona real que estaba allí presente, mientras que el “aplauso para Jesús” no era un rapto instantáneo de entusiasmo colectivo suscitado por la ferviente exposición bíblica de su Persona y Obra, sino una nueva forma importada de las iglesias afro-estadounidenses.
Algo que ya venía incluido dentro de la modalidad del programa de culto que allí se seguía.
Hasta el momento, acostumbraba aplaudir tras una buena representación teatral, ejecución orquestal, o algún dicho genial de un conferenciante. La superficial noción que tenía del aplauso tenía que ver con la manifestación de caluroso apoyo que brindaba al que se hacía merecedor de la misma por su buena actuación.
Así que cuando aquella noche llegué a mi casa lo primero que hice fue buscar en el Diccionario las acepciones que daba a la acción del aplaudir. Quedó confirmado que era una señal de aprobación. Luego fui a la concordancia bíblica, y encontré dos referencias: Salmo 98:4: “Cantad alegres a Jehová, toda la tierra. Levantad la voz, aplaudid y cantad salmos”. Bueno, que en la liturgia davídica en el santuario mundano de los hebreos el canto se acompañara batiendo palmas, o aplaudiendo, no impedía que ahora siguiéramos alabando a Dios de tal manera, aunque tampoco lo obligaba. La segunda, al final de Isaías 55:12: “…todos los árboles del campo darán palmadas de aplauso” es una imagen bucólica por la que la misma naturaleza adhiere su festejo a la paz, prosperidad y júbilo de quienes reciben la divina misericordia. Todo esto estaba muy bien, pero nada que ver con el litúrgico “aplauso para Jesús” que ahora en casi todos los cultos se solicita.
Lo otro que hice fue buscar en la concordancia si nosotros podíamos aprobar a Jesús (con o sin aplausos) y me encontré con el texto de Hechos 2:22: “…Jesús nazareno, varón aprobado por Dios…”. Normalmente, siempre es el mayor quien aprueba al menor, y no al revés; por ejemplo: un profesor a los alumnos que examina. Si Jesús es aprobado de Dios (en las palabras de Pedro que fueron divinamente inspiradas), ¿quién soy yo para aprobarle a Él? En todo caso, algunos cristianos podemos decir con Pablo “si hablamos es porque Dios nos aprobó y nos confió el evangelio” (1Ts.2:4), y aun esto por gracia de Dios, pues como Apeles fuimos aprobados en Cristo (Ro.16:10).
Sinceramente creo que cada vez que el ministro de alabanza (o como se le llame) pide un aplauso para Jesús, de ser posible tal cosa en Él, baje su cara roja de vergüenza ante el Padre. Es perceptible como en algunos trances flojos del sermón, el predicador hábil recurre a una manida cita o frase hecha, y tras repetirla a viva voz pide un fuerte aplauso para Jesús. Aunque el Señor ni se de por enterado de tal aplauso, el predicador sí lo recibe, y con ello se reanima el auditorio y hasta él mismo experimenta cierto ánimo para recuperar algo de su elocuencia aletargada.
La tristeza causada al Señor con los aplausos que a pedido del predicador - o el que dirige -, se pretende arrancar del auditorio, se cambiaría en puro gozo si en vez de tanta alharaca todos hicieran lo que Él ha dicho (Lucas 6:46).
Ricardo.
Hace ya más de una década, que respondiendo a una invitación asistí por primera vez a una reunión evangélica renovada de corte carismático. Estando ya comenzada, me escabullí en la última fila, pero reconociéndome quien presidía pidió que me pusiera de pie, presentándome y preguntando a su congregación:
- ¿Cómo recibimos aquí a las visitas?
Un cerrado y sostenido aplauso atronó el ambiente.
Algo confuso, avergonzado y aturdido por la inusual sorpresa, volví a refugiarme en la butaca.
Pero la sorpresa mayúscula me la llevé al final, cuando el mismo hermano que presidía pidió un fuerte aplauso para Jesús.
No solamente era esa la primera vez que escuchaba tal invitación, sino que me extrañó sobremanera que se le diera nada menos que al Señor la misma expresión de aprobación que hacía un rato a mí mismo me habían dispensado.
Sin embargo, lo que más de todo me preocupó, fue que ese último aplauso fue más corto y menos entusiasta que el que recibí. Recién tiempo después aprendí que la explicación estaba en que yo – o cualquier otro visitante – era una persona real que estaba allí presente, mientras que el “aplauso para Jesús” no era un rapto instantáneo de entusiasmo colectivo suscitado por la ferviente exposición bíblica de su Persona y Obra, sino una nueva forma importada de las iglesias afro-estadounidenses.
Algo que ya venía incluido dentro de la modalidad del programa de culto que allí se seguía.
Hasta el momento, acostumbraba aplaudir tras una buena representación teatral, ejecución orquestal, o algún dicho genial de un conferenciante. La superficial noción que tenía del aplauso tenía que ver con la manifestación de caluroso apoyo que brindaba al que se hacía merecedor de la misma por su buena actuación.
Así que cuando aquella noche llegué a mi casa lo primero que hice fue buscar en el Diccionario las acepciones que daba a la acción del aplaudir. Quedó confirmado que era una señal de aprobación. Luego fui a la concordancia bíblica, y encontré dos referencias: Salmo 98:4: “Cantad alegres a Jehová, toda la tierra. Levantad la voz, aplaudid y cantad salmos”. Bueno, que en la liturgia davídica en el santuario mundano de los hebreos el canto se acompañara batiendo palmas, o aplaudiendo, no impedía que ahora siguiéramos alabando a Dios de tal manera, aunque tampoco lo obligaba. La segunda, al final de Isaías 55:12: “…todos los árboles del campo darán palmadas de aplauso” es una imagen bucólica por la que la misma naturaleza adhiere su festejo a la paz, prosperidad y júbilo de quienes reciben la divina misericordia. Todo esto estaba muy bien, pero nada que ver con el litúrgico “aplauso para Jesús” que ahora en casi todos los cultos se solicita.
Lo otro que hice fue buscar en la concordancia si nosotros podíamos aprobar a Jesús (con o sin aplausos) y me encontré con el texto de Hechos 2:22: “…Jesús nazareno, varón aprobado por Dios…”. Normalmente, siempre es el mayor quien aprueba al menor, y no al revés; por ejemplo: un profesor a los alumnos que examina. Si Jesús es aprobado de Dios (en las palabras de Pedro que fueron divinamente inspiradas), ¿quién soy yo para aprobarle a Él? En todo caso, algunos cristianos podemos decir con Pablo “si hablamos es porque Dios nos aprobó y nos confió el evangelio” (1Ts.2:4), y aun esto por gracia de Dios, pues como Apeles fuimos aprobados en Cristo (Ro.16:10).
Sinceramente creo que cada vez que el ministro de alabanza (o como se le llame) pide un aplauso para Jesús, de ser posible tal cosa en Él, baje su cara roja de vergüenza ante el Padre. Es perceptible como en algunos trances flojos del sermón, el predicador hábil recurre a una manida cita o frase hecha, y tras repetirla a viva voz pide un fuerte aplauso para Jesús. Aunque el Señor ni se de por enterado de tal aplauso, el predicador sí lo recibe, y con ello se reanima el auditorio y hasta él mismo experimenta cierto ánimo para recuperar algo de su elocuencia aletargada.
La tristeza causada al Señor con los aplausos que a pedido del predicador - o el que dirige -, se pretende arrancar del auditorio, se cambiaría en puro gozo si en vez de tanta alharaca todos hicieran lo que Él ha dicho (Lucas 6:46).
Ricardo.