“1 El anciano a Gayo, el amado, a quien amo en la verdad. 2 Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas, y que tengas salud, así como prospera tu alma”.
El inicio y el final de esta breve carta mucho nos recuerdan a la segunda epístola.
La presentación de sí mismo que hace Juan, muestra no solamente a un hombre viejo, sino a quien desde un principio funcionaba en la iglesia en Jerusalem junto a los demás apóstoles y hermanos, aunque era uno de los más jóvenes entre ellos. Aunque la forma griega del término admite la castellana “presbítero”, todavía en el primer siglo no había degenerado en un título eclesiástico en grado jerárquico como fue siglos después. Más recientemente todavía, “presbiteriano” viene siendo usado como identificación denominacional. Al principio, no existían estas cosas.
Actualmente todos profesamos mucho amor a todos, y todos desconfían de la realidad e intensidad del tan mentado amor. Aquel complemento “en la verdad” es decisivo: así es como nos debemos amar y sabernos amados.
Seguidamente sigue el deseo del apóstol en cuanto a la prosperidad general, la salud física y la espiritual, aunque literalmente refiera a la mental o psíquica. Todos nos interesamos por la salud física unos de otros, pues preguntar por la otra podría resultar ofensivo. Sin embargo, aunque la insania del alma es más difícil de detectar y reconocer, muchas veces precede al deterioro físico, y de ahí los casos conocidos como psicosomáticos. En el cristiano, es posible y deseable vivir en comunión con Dios –“andar en la luz”-, sin contaminar el espíritu (2Co 7:1), pues la retención y encubrimiento del pecado inconfesado puede conducir a la enfermedad mental y luego física. Conocemos casos.
Lamentablemente el concepto de prosperidad que tiene el mundo ha pasado a las iglesias, de modo que se anuncie actualmente el “evangelio de la prosperidad”, con el que los predicadores siembran tales promesas en los oídos de los presentes que luego cosechan mejores ofrendas de sus bolsillos.
Es una óptima ocupación la de interesarnos por la prosperidad espiritual de los hermanos.
El inicio y el final de esta breve carta mucho nos recuerdan a la segunda epístola.
La presentación de sí mismo que hace Juan, muestra no solamente a un hombre viejo, sino a quien desde un principio funcionaba en la iglesia en Jerusalem junto a los demás apóstoles y hermanos, aunque era uno de los más jóvenes entre ellos. Aunque la forma griega del término admite la castellana “presbítero”, todavía en el primer siglo no había degenerado en un título eclesiástico en grado jerárquico como fue siglos después. Más recientemente todavía, “presbiteriano” viene siendo usado como identificación denominacional. Al principio, no existían estas cosas.
Actualmente todos profesamos mucho amor a todos, y todos desconfían de la realidad e intensidad del tan mentado amor. Aquel complemento “en la verdad” es decisivo: así es como nos debemos amar y sabernos amados.
Seguidamente sigue el deseo del apóstol en cuanto a la prosperidad general, la salud física y la espiritual, aunque literalmente refiera a la mental o psíquica. Todos nos interesamos por la salud física unos de otros, pues preguntar por la otra podría resultar ofensivo. Sin embargo, aunque la insania del alma es más difícil de detectar y reconocer, muchas veces precede al deterioro físico, y de ahí los casos conocidos como psicosomáticos. En el cristiano, es posible y deseable vivir en comunión con Dios –“andar en la luz”-, sin contaminar el espíritu (2Co 7:1), pues la retención y encubrimiento del pecado inconfesado puede conducir a la enfermedad mental y luego física. Conocemos casos.
Lamentablemente el concepto de prosperidad que tiene el mundo ha pasado a las iglesias, de modo que se anuncie actualmente el “evangelio de la prosperidad”, con el que los predicadores siembran tales promesas en los oídos de los presentes que luego cosechan mejores ofrendas de sus bolsillos.
Es una óptima ocupación la de interesarnos por la prosperidad espiritual de los hermanos.