Inerme, sobre la blanca loza del cuarto de baño, yacía el occiso al ser hallado por el gendarme. En medio de la sangrienta escena, descollaba el blanco sobre convenientemente dispuesto sobre el tanque del inodoro.
Aún perturbado, el joven gendarme alcanzó a leer:
“Estimados Señores de la Policía:
Sirva la presente primeramente para descargar de culpa a todo aquél que pudiera ser imputado por mi muerte.
Atolondrado por la estupidizante celeridad que me fuera impuesta desde mis años mozos, preso de la estulticia impuesta por Don fast-food y su miserable sucedáneo —Don fool-thinking (discúlpeseme mi neolengua, please), un nublado día decidí casarme con el primer “prospecto” que se cruzó por mi anodina vida. A mi aún corta edad y estando abotargado por tantos movies, TV/radio/computer talk shows, public/political/opinion/scientific shows, video/computer games, modernos análisis de los muy modernos TerroAnalistas y por un larguísimo etcétera, experimente el gran infortunio de contraer nupcias con la mujer que terminaría de desquiciar mi ya ofuscada existencia.
Aunque casi me doblaba en edad, era ella altiva y exuberante en su madura belleza. Absorto en la alucinación perpetrada en mí por las Joan Collins de mi temprana niñez, subyugado caí a sus delicados pies. ¡Oh, muy señores míos, no culpéis a nadie por mi descalabrada partida! Sólo mi ingenua necedad, aunada a mi permanente tribulación, pudo haberme nublado mi visión hasta este punto de infeliz desenlace. ¿Cómo pude ser tan ciego para no avizorar la desdicha que se cernía sobre mi escuálida humanidad? ¿Por qué no averigüé sobre su pasado? Terribles fueron, han sido y son las consecuencias de mi falta de tino. Ahora comprendo, ¡tardío comprender!, que jamás fui capaz de dar en el blanco. “Pero, a ver, ¿cuál consecuencia pudiera ser tan insoportable como para querer partir abrupta y autoinfligidamente de esta vida ‘tan bella’?”, habéis de preguntarme. ¡La identidad, la identidad, mis caros gendarmes! No tengo la MENOR IDEA sobre quién soy. Mi asociación con esa mujer, al sacar a la superficie toda mi CONFUSIÓN y OBSCENIDAD, ha acabado con todas mis máscaras y todo mi ENTRETENIMIENTO. Ahora, ahora, NO SÉ QUIÉN SOY. Mis máscaras, mis máscaras, ¿quién ha osado llevarse mis máscaras? Mis máquinas, ¡MIS ADORADAS MÁQUINAS!, ¿quién ha osado robarme su encanto? ¿Por qué me habéis robado los aperos de mi inconsciencia?
Durante toda mi vida he vivido en la Shame Street (que, traducido de la NEOLENGUA al casi proscrito castellano que heredamos de nuestros antepasados, significa “Calle de la vergüenza”), calle que, con distintos nombres, se repite a lo largo y ancho de esta fracturada comarca que aún, no sé por qué, insistimos en llamar país. Con el correr de los tiempos, en esta calle hemos sido testigos de innumerables infamias y rupturas que ya forman de nuestra “normal” y “funny” vida. Al principio fue Joe quien, dejando 7 retoños bastante mozuelos y una esposa hecha añicos, se embarcó rumbo a puertos desconocidos (por él y todo el mundo) con un unos tíos que, cantando en cada esquina, le prometieron hacerlo un “hijo de Dios”. Inmediatamente después, se ha estructurado una cadena de eventos que ha deslegitimado la excusa primigenia que un malhadado día nos diera el “buen” Joe. No ya no hacían falta más excusas. En lo adelante, liberados de la presencia de Dios por la teología gobernante, haríamos lo que se nos diera la REAL GANA como nos fuese sugerido por la “interesante y edificante” vida del pastor de nuestra (ahora gigantesca) iglesia que nos predicaba sobre la santidad pero que, a la misma vez, le prendió candela a la casa de una de las “amantes” hermanas que se resistió a continuar su adúltera fellowship con él. Días, semanas, meses, años más tarde la desolación, hija predilecta de la equivocación, se fue haciendo de nuestra calle (de las otras también) hasta hacernos prisioneros de LA OBRA DE NUESTRAS PROPIAS MANOS, la cual, según alguna vez aprendí, la CULTURA es. Sin embargo, que no sea yo, y menos ahora en la inmediatez de mi partida, quien la emprenda contra tan “fascinante criatura” por cuya REVELADORA DESNUDEZ ante mí, precisamente muero.
Desde hace muchos años no volví a saber de mi padre —fue el día de mi treceavo cumpleaño en el que él, mi honestísimo y taciturno papá, músico de la sinfónica de nuestro ignoto pueblo, nos abandonara (a dos hermanitos menores y a mi compradora madre) sin el menor aviso sobre su paradero para ir a refugiarse en el regazo de una exuberante corista venida del viejo mundo. No fue sino un nefasto día del año pasado cuando él, muy orondo y perfumado, irrumpió en mis días con su nueva esposa. ¿Acaso, no adivináis? Nada más y nada menos que la hija de mi ex-viuda y flamante esposa de cuya existencia me enteré precisamente en aquel lúgubre día de mi putrefacta (in)existencia.
“¿Por qué no me dijiste que tenías una hija?”, desesperado inquirí. “Bueno, tú sabes, no quise abrumarte con tal nimiedad”, manifestó ella con singular desparpajo. “¿Alguna otra ‘NI-MIE-DAD’ de la que deba enterarme”, grité con mayor desesperación. “No, no por ahora”, me espetó con la desvergüenza que sólo puede ser esgrimida por las almas viles.
Es así, queridos amigos (perdóneseme lo desfachatado, pero qué más da), como sumido en este indescriptible tremedal, agotadas ya mis lágrimas, me encuentro totalmente perdido. Mi padre, una vez casado con la hija de mi esposa, para mi mayor desgracia hizo que mi mujer se convirtiera en su suegra, quien a su vez ya era yerna suya convirtiéndose así ella en suegra de su suegro. Vale observar, aun cuando sé que sois bastante perspicaces, que mi padre producto de todo este trajín se había convertido automáticamente en mi yerno así como yo me había convertido en hijo de mi madrastra quien, naturalmente, ya era hijastra mía.
En este instante, os diréis, menudo lío que se trae este tío, ¡pobrecito, con razón! No, no, que el asunto no para aquí. La cadena de mis desgracias parece ser infinita. El caso es que a los pocos meses del casorio de esta gente, pues que tuvieron un hijo. ¡Sí, un varón! ¡Ay, qué terrible! Ahora, mi madrastra (que como recordaréis es también mi hijastra) me había dado ahora un hermano, nieto de mi mujer y por tanto nieto mío también.
¡Ay, mis amiguitos! Disculpad si este pedazo de papel, empapado con las inagotables lágrimas que amenazan con deshacerme antes de que pueda hacer justicia en mí por mi propia mano, os es ya ilegible. ¿Dónde comienza la OBSCENIDAD y continúa la CONFUSIÓN o viceversa? I DON’T KNOW! ¡Justamente, por eso estoy exigiendo que me paren el mundo porque ME QUIERO BAJAR! Si creéis que allí terminó mi confusión, pues estáis bien equivocados. ¿Habéis oído alguna vez que cuando las cosas están mal, éstas pueden ponerse peor? ¡RI-GU-R0-SA-MEN-TE CIER-TO! Justo el día en que mi madrastra-hijastra dio a luz mi nieto-hermano, nos enteramos de que mi mujer (la suegra-yerna de mi papá y abuela de mi nieto-hermano) estaba en cinta desde hace algunos días. ¡LA BOMBA! Toneladas y toneladas de trinitolueno vilmente cayeron sobre mi ya delicado ácido desoxirribunucléico. Ataviado con collares de fresco explosivo casero (de la misma potencia que la del científico tío que estuvo lanzando bombas por más de 20 años a diestra y siniestra sobre nuestros vecindarios) que aprendí a fabricar en una “edificante” Web site de las 56.733 que visito diariamente, amenacé a mi mujer y sus (¿mis?) familiares con volarlos a todos (mascotas y vecindario incluido en 10 millas a la redonda). ¿Requisitos? (1) No habrían de delatarme ante vosotros. (2) Habrían de dejarme en paz por al menos 30 días continuos. Una vez sellado nuestro “amistoso” pacto, me encerré en mi fortaleza para darme la gran vida. No tendría que recibir más asquerosos correos y llamadas así como tampoco tendría que ir a la rutinaria visita a los templos de comida rápida y enlatada en los que solía pulular. ¡No! Ahora sería un hombre libre. Me apertreché de latas (en todos sus colores y sabores), kilos y kilos de popcorns, ice cream, hamburguesas y pizzas congeladas. Con el teléfono desconectado (solo quedaría la línea muerta para mi indispensabilísima INTERNET), me senté frente a mi CAJA DE FANTASÍAS a ver y re-ver todas las películas y shows que se me vinieron en gana. Cuatrillones de imágenes corrieron presurosas a mí para ayudarme a soportar la carencia de IDENTIDAD, de la cual recién comenzaba a percatarme.
Así hice: me saturé de SUPERMAN (qué carajo me importaba si algún fastidioso e intelectualoso religioso de mi barrio me dijera que Clark Kent era la vívida encarnación del infame sueño de Nietzsche), Batman (haciendo a un lado la presunta relación sodomita entre Batman y Robin), The Adams, Terminator, Marylin, Madonna, the Simpsons, los noticieros de la CNN (¡Ah, qué de delicias! Como estos tíos siempre encuentra a los culpables de cada cosa que nos ocurre. Es que os dejáis a vosotros como unos mismísimos imbéciles. ¡Perdonadme, por favor, pero no estoy para buenos modales en estos terminales momentos) y un larguísimo etcétera. En el punto máximo de mi éxtasis, dejé de atormentarme con preguntas. ¿Quién mató a Kennedy? “Y a mí que me importa”, me dije rotundo. No, por 30 días, no necesité dormir. ¡En lo absoluto! Mediante la destreza acumulada con los años y la colaboración de mis ansiosas venas, la cafeína (y todo aquello que terminara en ína) fue a dar a mi torrente sanguíneo). ¡Ah, qué felicidad tan grande! Solo, sentado ante mis gigantescas pantallas (recuerdo que la compra de la sofisticada, multiusos y gigantesca pantalla de cinco mil dólares, que acabo de abandonar para escribir estas líneas, salvó nuestro matrimonio cuando ya lo dábamos todo por perdido) sin tener que pensar, sin tener que asumir la responsabilidad de mi vida, sin ni siquiera tener que hablar con el doblemente tarado de mi sofrólogo-psiquiatra.
Pero ya acabó todo para mí, ya vienen por mí, estamos en la última media hora de mis TREINTA SAGRADOS DÍAS. Ahora me tocará afrontar, ¡QUE NO LO VOY A HACER!, que el vástago que está en el vientre de mi mujer será un varón (o una hembra, no lo sé ahora NI HE DE SABERLO ¡JAMÁS!) que será hermano/a de mi madre y en consecuencia cuñado/a de mi padre y, por supuesto, tío/a de todos sus hijos. ¡NO, NO PODRE SOPORTAR, NI UN MINUTO MÁS!, que mi mujer por cuya causa he venido siendo abuelo de mi hermano durante los últimos meses, continúe siendo la suegra de mi mamá (aunque sea también mi hija). TAMPOCO HE DE SOPORTAR, ¡NO!, que me VAYA A CONVERTIR de la noche a la mañana en padre de mi madre para además, después de que mi padre y su mujer se conviertan en mis hijos, terminar siendo MI PROPIO ABUELO.
¡YA BASTA, NO AGUANTO MÁS!
Ignotamente vuestro,
El occiso
P.D.- En este segundo final de mi mayor confusión y obscenidad (podéis cambiar el orden si os parece conveniente) quiero manifestar mi compasión por vosotros. No podré deciros —porque no sé— si finalmente he fallecido a causa de mi ya incontenible llanto o del oxidado Smith & Wilson mediante, legado de la incursión de mi tatarabuelo en la pequeña guerra de secesión donde los muertos apenas llegaron a un milloncejo. Si en vuestra más que demostrada impericia (Sep 11 habemus) tenéis problemas (segurísimo que vais a tenerlos) con este asunto de mi última performance, por favor no vaciléis en consultar a los expertos de la CNN (recordad que ellos en pocos segundos suelen hallar a los culpables de las pérfidas cosas que el resto del mundo nos hace). Podéis estar seguro que ellos (los buenos chicos de la CNN) tienen su entendimiento un tanto más esclarecido que el vuestro. Son muchas las latas, colas, hamburguesas, movies, pizzas, talk shows, ice cream, Marylins y demás lindezas que vosotros les lleváis por delante”.
Aún perturbado, el joven gendarme alcanzó a leer:
“Estimados Señores de la Policía:
Sirva la presente primeramente para descargar de culpa a todo aquél que pudiera ser imputado por mi muerte.
Atolondrado por la estupidizante celeridad que me fuera impuesta desde mis años mozos, preso de la estulticia impuesta por Don fast-food y su miserable sucedáneo —Don fool-thinking (discúlpeseme mi neolengua, please), un nublado día decidí casarme con el primer “prospecto” que se cruzó por mi anodina vida. A mi aún corta edad y estando abotargado por tantos movies, TV/radio/computer talk shows, public/political/opinion/scientific shows, video/computer games, modernos análisis de los muy modernos TerroAnalistas y por un larguísimo etcétera, experimente el gran infortunio de contraer nupcias con la mujer que terminaría de desquiciar mi ya ofuscada existencia.
Aunque casi me doblaba en edad, era ella altiva y exuberante en su madura belleza. Absorto en la alucinación perpetrada en mí por las Joan Collins de mi temprana niñez, subyugado caí a sus delicados pies. ¡Oh, muy señores míos, no culpéis a nadie por mi descalabrada partida! Sólo mi ingenua necedad, aunada a mi permanente tribulación, pudo haberme nublado mi visión hasta este punto de infeliz desenlace. ¿Cómo pude ser tan ciego para no avizorar la desdicha que se cernía sobre mi escuálida humanidad? ¿Por qué no averigüé sobre su pasado? Terribles fueron, han sido y son las consecuencias de mi falta de tino. Ahora comprendo, ¡tardío comprender!, que jamás fui capaz de dar en el blanco. “Pero, a ver, ¿cuál consecuencia pudiera ser tan insoportable como para querer partir abrupta y autoinfligidamente de esta vida ‘tan bella’?”, habéis de preguntarme. ¡La identidad, la identidad, mis caros gendarmes! No tengo la MENOR IDEA sobre quién soy. Mi asociación con esa mujer, al sacar a la superficie toda mi CONFUSIÓN y OBSCENIDAD, ha acabado con todas mis máscaras y todo mi ENTRETENIMIENTO. Ahora, ahora, NO SÉ QUIÉN SOY. Mis máscaras, mis máscaras, ¿quién ha osado llevarse mis máscaras? Mis máquinas, ¡MIS ADORADAS MÁQUINAS!, ¿quién ha osado robarme su encanto? ¿Por qué me habéis robado los aperos de mi inconsciencia?
Durante toda mi vida he vivido en la Shame Street (que, traducido de la NEOLENGUA al casi proscrito castellano que heredamos de nuestros antepasados, significa “Calle de la vergüenza”), calle que, con distintos nombres, se repite a lo largo y ancho de esta fracturada comarca que aún, no sé por qué, insistimos en llamar país. Con el correr de los tiempos, en esta calle hemos sido testigos de innumerables infamias y rupturas que ya forman de nuestra “normal” y “funny” vida. Al principio fue Joe quien, dejando 7 retoños bastante mozuelos y una esposa hecha añicos, se embarcó rumbo a puertos desconocidos (por él y todo el mundo) con un unos tíos que, cantando en cada esquina, le prometieron hacerlo un “hijo de Dios”. Inmediatamente después, se ha estructurado una cadena de eventos que ha deslegitimado la excusa primigenia que un malhadado día nos diera el “buen” Joe. No ya no hacían falta más excusas. En lo adelante, liberados de la presencia de Dios por la teología gobernante, haríamos lo que se nos diera la REAL GANA como nos fuese sugerido por la “interesante y edificante” vida del pastor de nuestra (ahora gigantesca) iglesia que nos predicaba sobre la santidad pero que, a la misma vez, le prendió candela a la casa de una de las “amantes” hermanas que se resistió a continuar su adúltera fellowship con él. Días, semanas, meses, años más tarde la desolación, hija predilecta de la equivocación, se fue haciendo de nuestra calle (de las otras también) hasta hacernos prisioneros de LA OBRA DE NUESTRAS PROPIAS MANOS, la cual, según alguna vez aprendí, la CULTURA es. Sin embargo, que no sea yo, y menos ahora en la inmediatez de mi partida, quien la emprenda contra tan “fascinante criatura” por cuya REVELADORA DESNUDEZ ante mí, precisamente muero.
Desde hace muchos años no volví a saber de mi padre —fue el día de mi treceavo cumpleaño en el que él, mi honestísimo y taciturno papá, músico de la sinfónica de nuestro ignoto pueblo, nos abandonara (a dos hermanitos menores y a mi compradora madre) sin el menor aviso sobre su paradero para ir a refugiarse en el regazo de una exuberante corista venida del viejo mundo. No fue sino un nefasto día del año pasado cuando él, muy orondo y perfumado, irrumpió en mis días con su nueva esposa. ¿Acaso, no adivináis? Nada más y nada menos que la hija de mi ex-viuda y flamante esposa de cuya existencia me enteré precisamente en aquel lúgubre día de mi putrefacta (in)existencia.
“¿Por qué no me dijiste que tenías una hija?”, desesperado inquirí. “Bueno, tú sabes, no quise abrumarte con tal nimiedad”, manifestó ella con singular desparpajo. “¿Alguna otra ‘NI-MIE-DAD’ de la que deba enterarme”, grité con mayor desesperación. “No, no por ahora”, me espetó con la desvergüenza que sólo puede ser esgrimida por las almas viles.
Es así, queridos amigos (perdóneseme lo desfachatado, pero qué más da), como sumido en este indescriptible tremedal, agotadas ya mis lágrimas, me encuentro totalmente perdido. Mi padre, una vez casado con la hija de mi esposa, para mi mayor desgracia hizo que mi mujer se convirtiera en su suegra, quien a su vez ya era yerna suya convirtiéndose así ella en suegra de su suegro. Vale observar, aun cuando sé que sois bastante perspicaces, que mi padre producto de todo este trajín se había convertido automáticamente en mi yerno así como yo me había convertido en hijo de mi madrastra quien, naturalmente, ya era hijastra mía.
En este instante, os diréis, menudo lío que se trae este tío, ¡pobrecito, con razón! No, no, que el asunto no para aquí. La cadena de mis desgracias parece ser infinita. El caso es que a los pocos meses del casorio de esta gente, pues que tuvieron un hijo. ¡Sí, un varón! ¡Ay, qué terrible! Ahora, mi madrastra (que como recordaréis es también mi hijastra) me había dado ahora un hermano, nieto de mi mujer y por tanto nieto mío también.
¡Ay, mis amiguitos! Disculpad si este pedazo de papel, empapado con las inagotables lágrimas que amenazan con deshacerme antes de que pueda hacer justicia en mí por mi propia mano, os es ya ilegible. ¿Dónde comienza la OBSCENIDAD y continúa la CONFUSIÓN o viceversa? I DON’T KNOW! ¡Justamente, por eso estoy exigiendo que me paren el mundo porque ME QUIERO BAJAR! Si creéis que allí terminó mi confusión, pues estáis bien equivocados. ¿Habéis oído alguna vez que cuando las cosas están mal, éstas pueden ponerse peor? ¡RI-GU-R0-SA-MEN-TE CIER-TO! Justo el día en que mi madrastra-hijastra dio a luz mi nieto-hermano, nos enteramos de que mi mujer (la suegra-yerna de mi papá y abuela de mi nieto-hermano) estaba en cinta desde hace algunos días. ¡LA BOMBA! Toneladas y toneladas de trinitolueno vilmente cayeron sobre mi ya delicado ácido desoxirribunucléico. Ataviado con collares de fresco explosivo casero (de la misma potencia que la del científico tío que estuvo lanzando bombas por más de 20 años a diestra y siniestra sobre nuestros vecindarios) que aprendí a fabricar en una “edificante” Web site de las 56.733 que visito diariamente, amenacé a mi mujer y sus (¿mis?) familiares con volarlos a todos (mascotas y vecindario incluido en 10 millas a la redonda). ¿Requisitos? (1) No habrían de delatarme ante vosotros. (2) Habrían de dejarme en paz por al menos 30 días continuos. Una vez sellado nuestro “amistoso” pacto, me encerré en mi fortaleza para darme la gran vida. No tendría que recibir más asquerosos correos y llamadas así como tampoco tendría que ir a la rutinaria visita a los templos de comida rápida y enlatada en los que solía pulular. ¡No! Ahora sería un hombre libre. Me apertreché de latas (en todos sus colores y sabores), kilos y kilos de popcorns, ice cream, hamburguesas y pizzas congeladas. Con el teléfono desconectado (solo quedaría la línea muerta para mi indispensabilísima INTERNET), me senté frente a mi CAJA DE FANTASÍAS a ver y re-ver todas las películas y shows que se me vinieron en gana. Cuatrillones de imágenes corrieron presurosas a mí para ayudarme a soportar la carencia de IDENTIDAD, de la cual recién comenzaba a percatarme.
Así hice: me saturé de SUPERMAN (qué carajo me importaba si algún fastidioso e intelectualoso religioso de mi barrio me dijera que Clark Kent era la vívida encarnación del infame sueño de Nietzsche), Batman (haciendo a un lado la presunta relación sodomita entre Batman y Robin), The Adams, Terminator, Marylin, Madonna, the Simpsons, los noticieros de la CNN (¡Ah, qué de delicias! Como estos tíos siempre encuentra a los culpables de cada cosa que nos ocurre. Es que os dejáis a vosotros como unos mismísimos imbéciles. ¡Perdonadme, por favor, pero no estoy para buenos modales en estos terminales momentos) y un larguísimo etcétera. En el punto máximo de mi éxtasis, dejé de atormentarme con preguntas. ¿Quién mató a Kennedy? “Y a mí que me importa”, me dije rotundo. No, por 30 días, no necesité dormir. ¡En lo absoluto! Mediante la destreza acumulada con los años y la colaboración de mis ansiosas venas, la cafeína (y todo aquello que terminara en ína) fue a dar a mi torrente sanguíneo). ¡Ah, qué felicidad tan grande! Solo, sentado ante mis gigantescas pantallas (recuerdo que la compra de la sofisticada, multiusos y gigantesca pantalla de cinco mil dólares, que acabo de abandonar para escribir estas líneas, salvó nuestro matrimonio cuando ya lo dábamos todo por perdido) sin tener que pensar, sin tener que asumir la responsabilidad de mi vida, sin ni siquiera tener que hablar con el doblemente tarado de mi sofrólogo-psiquiatra.
Pero ya acabó todo para mí, ya vienen por mí, estamos en la última media hora de mis TREINTA SAGRADOS DÍAS. Ahora me tocará afrontar, ¡QUE NO LO VOY A HACER!, que el vástago que está en el vientre de mi mujer será un varón (o una hembra, no lo sé ahora NI HE DE SABERLO ¡JAMÁS!) que será hermano/a de mi madre y en consecuencia cuñado/a de mi padre y, por supuesto, tío/a de todos sus hijos. ¡NO, NO PODRE SOPORTAR, NI UN MINUTO MÁS!, que mi mujer por cuya causa he venido siendo abuelo de mi hermano durante los últimos meses, continúe siendo la suegra de mi mamá (aunque sea también mi hija). TAMPOCO HE DE SOPORTAR, ¡NO!, que me VAYA A CONVERTIR de la noche a la mañana en padre de mi madre para además, después de que mi padre y su mujer se conviertan en mis hijos, terminar siendo MI PROPIO ABUELO.
¡YA BASTA, NO AGUANTO MÁS!
Ignotamente vuestro,
El occiso
P.D.- En este segundo final de mi mayor confusión y obscenidad (podéis cambiar el orden si os parece conveniente) quiero manifestar mi compasión por vosotros. No podré deciros —porque no sé— si finalmente he fallecido a causa de mi ya incontenible llanto o del oxidado Smith & Wilson mediante, legado de la incursión de mi tatarabuelo en la pequeña guerra de secesión donde los muertos apenas llegaron a un milloncejo. Si en vuestra más que demostrada impericia (Sep 11 habemus) tenéis problemas (segurísimo que vais a tenerlos) con este asunto de mi última performance, por favor no vaciléis en consultar a los expertos de la CNN (recordad que ellos en pocos segundos suelen hallar a los culpables de las pérfidas cosas que el resto del mundo nos hace). Podéis estar seguro que ellos (los buenos chicos de la CNN) tienen su entendimiento un tanto más esclarecido que el vuestro. Son muchas las latas, colas, hamburguesas, movies, pizzas, talk shows, ice cream, Marylins y demás lindezas que vosotros les lleváis por delante”.