Un SEMANARIO de lo propio y ajeno con algo de sal, pimienta y una pizca de curry.

La religión: Cristianismo (III)

Hoy vamos a hablar de algo de lo que llevo mucho tiempo queriendo hablar, y espero que el Señor me de palabras para a ofender a cuantos más mejor.

Hay una gran paradoja, quizás la mayor de todas (un “gran misterio”, lo definió Juan), en este llamado cristianismo que se erige como heredero de Aquel que dijo que venía a quemar el mundo en un gran incendio espiritual.

Lee despacio la frase anterior porque hay una gran ironía aquí.

Los cristianos deberían saber, pues fue cosa notoria, que fue Cristo quien profetizó la eliminación de la religión judía en su Via Crucis. Fue Cristo unos 40 años después de su ascensión (número simbólico) quien envió y permitió que ese ejército romano sitiara Jerusalén, destruyera hasta sus cimientos el Templo donde se practicaban los rituales con animales que no podían quitar el pecado, convirtiera en cenizas el famoso sacerdocio levítico y expulsara de la Tierra de Israel a su amado pueblo. ¡Fue Cristo, señores míos, quien se encargó personalmente del asunto! No fue el diablo ni santa Rita, sino Dios mismo, con el mismo “brazo extendido” con que los sacó de Egipto, quien acabó con la religión que habían erigido en Su nombre para que dejaran de engañarse a sí mismos y al mundo con sus “mandamientos de hombres”. El Cumplidor del Pacto fue quien envió a los crueles soldados romanos a destruir el sistema de lo externo hasta convertirlo en arena del desierto.

Y, después de semejante ejemplo anunciado y ejecutado por el Ungido en relación con la religión en que fue educado desde su infancia y a la que ministró Vida en vida (la religión más perfecta que jamás haya existido); después de un juicio tan terrible y dramático; después de tan radical y violento acto “que todo ojo pudo ver”… todavía algunos creen que la “religión cristiana”, con sus templos dominicales, sus rituales que no quitan el pecado, sus pastores encumbrados, sus sacerdotes perdonavidas, sus excomuniones basadas en mandamientos de hombres, su incesante afán de notoriedad y poder terrenal, su amor al dinero, su proverbial desunión, su fijación por la apariencia externa, sus incontables asesinatos en nombre de Dios… ¡de verdad creen que esta religión que blasfema continuamente Su nombre queda mágicamente excluida del juego!

¿Veis la ironía ahora?

Dios está haciendo lo mismo con el cristianismo que con el judaísmo. El mismo juicio. El que tenga acceso a un libro de historia sabrá que esta tediosa rueda de molino llamada cristianismo ha sufrido un juicio incesante desde su misma concepción. El horno divino no es una broma y esta prostituta indecente “ebria de la sangre de los santos” ha sufrido incendios sin cesar, uno detrás de otro. Para quien tenga algo de ojo espiritual en su cuenca espiritual, sabrá que la religión no sólo se muere de inanición (ya suficiente drama), sino que muere por el fuego que Dios rocía sobre el sistema al que prende fuego en cuanto “reverdece”.

Hubo un día en que yo creía que este invento masoquista de la religión cristiana nació con el emperador romano Constantino. Hoy ya no creo esto porque me conozco un poco mejor a mí mismo, y reconozco que este asunto empezó en época de los apóstoles y fue una trasposición de la extinta religión judía al mundo pagano, con quien se mezcló totalmente. El cristianismo nominal no deja de ser un judaísmo paganizado.

La religión es una tentación que está en todos nosotros. Cristo tuvo que luchar con sus propios apóstoles para evitar que la bestia naciera allí mismo, delante de sus narices: discutiendo sobre “quién era el mayor”, el Señor les tuvo que sacar de la boca del monstruo (o el monstruo de la boca), les tuvo que rescatar de este concepto de pirámide religiosa que tenían en el corazón y donde tan cómodos se sentían. Los propios apóstoles se las vieron con un tal “Simón” que quería obtener con moneda externa lo que sólo podía pagarse con moneda interna y fue Pedro quien lo definió así: “Vives en hiel de amargura y en atadura de maldad”. Palabras duras para el tal entusiasmado Simón, un hombre que hoy sería Papa o, cuanto menos, pastor exitoso de alguna iglesia protestante multitudinaria y próspera.

Los apóstoles advirtieron contra la religión que ya estaba en ciernes en los días de su carne de muchas maneras: “Harán mercadería de vosotros con palabras manipuladas”, “de entre vosotros mismos se alzarán hombres que hablarán perversidades para que los discípulos los sigan”, “entrarán lobos que no perdonarán al rebaño”. Jesús también advirtió a los discípulos de este modo: “Guardaos de los falsos profetas que se visten de ovejas pero por dentro son lobos rapaces”.

Así que el emperador Constantino legalizó la religión cristiana, no la inventó. Legalizó un sistema que se mantenía en estado larvario en el corazón de la inmensa mayoría de sus súbditos, mayoría silenciosa que desea caminar este camino externo ancho y fácil manifestado desde el principio, allá en Babel-Babilonia. La prostituta ya estaba preparada, vestida para hacer su trabajo, y Constantino se limitó a dejarla salir y pasearse por su reino terrenal, ofreciéndole lugares donde parir sus hijos de prostitución. Desde aquel entonces se empezaron a construir edificios con ladrillos y a llamar a eso “iglesia cristiana”, y desde entonces sus líderes (casi todos filósofos que querían sacar lustro a la nueva religión imperial) paganizaron lo poco que quedaba sin corromper. Todo lo demás, vino rodado, aconteció por como por su propia ley de gravedad.

El cristianismo nominal vive en una atroz ceguera, fruto de la falta de quebrantamiento interior. En su fanatismo religioso, en verdad creen que el que no perdonó a la religión judía… ¡va a perdonarles a ellos la suya! ¡Qué ceguera! Leed las cartas de Cristo a las “siete iglesias”. ¡Los malos en cada una de las siete iglesias son los “falsos discípulos”! Los malos contra los que Él advierte no son los incrédulos, sino los FALSOS PROFETAS. Es decir, los falsos hermanos. Es decir, el foco está en cada uno de nosotros, los que nos decimos cristianos.

Dios quiere que se atienda a lo interior, que se acometa el camino de la fe, como hizo Abram, poniendo los ojos en lo interior y abandonando la vanidad del exterior, que es donde triunfa y se mueve Babilonia hasta el día señalado. Más vale, querido amigo, que en estos tiempos finales acudamos con corazón contrito al Dios Interior, porque Él no va a dejar piedra sobre piedra ni el fuego va a detenerse en la puerta de tu “iglesia de domingo". Abandona el sistema externo, abandona esto que se ha erigido en nombre de Cristo para hablar por Cristo, abandona la senda de “los que se dicen judíos pero son de la sinagoga de Satanás” y camina el solitario camino interno de la fe.

Y, cuando lo hagas, encontrarás a la Iglesia… y ella también te encontrará a ti.



Amor,
Ibero
 
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