Un SEMANARIO de lo propio y ajeno con algo de sal, pimienta y una pizca de curry.

LA FE (VI)


Abram insistió a Dios en su enorme desamparo, en su diaria realidad como desheredado de la tierra. Desesperado, volvió a insistir: «Me estás diciendo que voy a tener hijos que van a heredar lo que me vas a dar… ¿me puedes decir CÓMO vas a hacer esto? ¿Puedes darme algo real que mis ojos puedan ver?». Las escuetas instrucciones fueron sencillas: apartar tres animales y dos aves. Abram entendió que había que cortar los animales en dos mitades, pero las aves no debía tocarlas, parece que sólo serían espectadoras. Después de hacer dos montones con aquellas tres naturalezas partidas por la mitad (oveja, cabra y vaca), le entró mucho sueño a la par de gran temor por una “oscuridad invisible que se aproximaba”. Cuando esa “oscura oscuridad” todavía no había hecho presencia y antes de que los últimos rayos visibles del sol se extinguieran, oyó una clara profecía sobre el futuro de sus descendientes y de su propia persona. Nada más irse el sol, aquella oscura oscuridad hizo presencia al tiempo que apareció un fuego humeante y una antorcha que se paseaba entre los trozos de carne… símbolos de dos pueblos, uno espiritual y otro natural, descendientes todos ellos de Abram, entre los que se movería una Llama de Fuego misterioso.

¡Vaya escena! Una visual del futuro de la humanidad donde una Antorcha Divina iluminaría a dos pueblos, sacrificios vivos en medio de la densa oscuridad de la fe…. la oscura oscuridad.

Ahora Dios hizo y dijo algo nuevo que no había hecho ni dicho antes. Hizo un pacto sin papel con Abram. Luego insistió en lo que ya le había dicho muchas veces: que la descendencia de Abram sería dueña de esa tierra, pero ahora con detalles expandidos sobre la dádiva original, como Dios acostumbraba. La tierra prometida ya no se limitaba a Canaan, como Abram creía, sino “desde el río de Egipto hasta el río Éufrates”. El tema no sólo sería poseer la tierra de estos cananeos, sino “de todos los pueblos situados entre ambos ríos”. Entre el río que marca el fin de la abundancia carnal (Egipto) y el río que marca el principio de la abundancia celestial (Éufrates) habría un pueblo que derrotaría al enemigo y poseería una extraña tierra huérfana de carne y llena de la provisión de Dios… símbolo exacto y preciso de esa ciudad celestial situada entre tierra y cielo que Juan vería en su última visión y que llamaría La Nueva Jerusalén.



Amor,
Ibero