“… el cruel se atormenta a sí mismo” (Pr 11:17).
El versículo de arriba aúna los conceptos de tormento y crueldad, y por supuesto, no aplicándoselos a Dios sino al hombre mismo.
En este epígrafe y otros similares se ha argumentado que de haber tormento eterno debería admitirse entonces que Dios fuera notoriamente cruel.
Pero la crueldad no procede de Dios, quien no la tiene entre sus atributos; es propia del hombre, y procede de su naturaleza caída, así como de la instigación del maligno, maquinador de torturas, especializado en tormentos.
Es un acto de crueldad atar una soga al cuello de un hombre, tirando de ella hasta que se asfixie.
Pero siempre fue considerado un acto de estricta justicia que un juez sentencie un criminal a la horca, de estar así dispuesto por la ley de un Estado. En tal caso, no se le atribuye al verdugo crueldad alguna.
Eran crueles las prácticas rituales de los idólatras cananeos haciendo pasar a sus hijos por el fuego en honor de Moloc.
Pero fue un acto de justicia divina que lloviera fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra, calcinándolo todo.
¿Quién acusará a Dios de injusto y cruel cuando tras su juicio final arroje al lago de fuego y azufre a quienes en esta vida se creyeron autosuficientes y despreciaron su salvación?
Se ha argüido que es excesiva una eternidad de castigo para una vida moderada de pecado y maldad, que raramente pase de cien años.
Es que el humano pecador no puede concebir debidamente cuánta sea la gravedad del pecado como tampoco la medida de la justicia de Dios.
A la madre de un joven violador y asesino de su víctima, le parecerá excesiva una pena de veinte años a que lo sentencie la justicia. A la madre de la violada y muerta, le parecerá que con veinte siglos o milenios de pena nunca se le hará justicia al amado fruto de sus entrañas.
No debemos considerar lo severo de las penas del infierno poniéndonos de lado de quienes las están padeciendo, sino mirando hacia la cruz de Jesucristo para preguntar:
-Dios de toda misericordia y gracia, ¿cómo tanto me pudiste amar para entregar a tanto sufrimiento y a la misma muerte, a tu propio Hijo, Jesús, santo, justo e inocente, para que ocupara mi lugar; pecador, injusto y culpable como soy?
Saludos cordiales
