I
HISTORIA, NO PARÁBOLA
Por acá debemos comenzar, ya que está bastante arraigada la noción de parábola de esta porción del Evangelio de Lucas.
Es comprensible que tras una sucesión de parábolas, este pasaje haya sido tomado como tal, sin advertir un par de detalles que muestran a las claras que mucho mejor podríamos calificarlo como “una historia de ultratumba”.
Felizmente, en las versiones bíblicas más usuales entre nosotros se ha quitado el “Parábola de” dejando únicamente el título: El rico y Lázaro. En otras anteriores se conserva todavía la figura de “parábola” así como en los más conceptuosos comentarios bíblicos de frecuente consulta entre nosotros.
Nuestra memoria auditiva se halla familiarizada también con la idea de que este pasaje es otra de las parábolas de Jesús, por lo que resulta muy difícil pensar distinto a lo generalmente aceptado.
No se requiere ser un erudito ni haber devorado volúmenes de Hermenéutica Bíblica para ver algo muy simple que distingue esta porción de las demás parábolas: todas ellas son anónimas; sus personajes nos son desconocidos pues no se dan a conocer sus nombres.
No es el caso aquí con Abraham y Lázaro. Aunque este último nombre pudiera ser común a otros mendigos ulcerosos -por lo que no se le estaría identificando personalmente-, es obvio que no se puede decir lo mismo de Abraham, pues es el mismo patriarca quien dialoga aquí con el hombre rico.
Si decimos que esta porción es una parábola y no una historia, entonces estaríamos confesando que Jesús puso en boca de Abraham palabras que este jamás pronunció.
Si nosotros no podemos agregar nada a las palabras de Dios (Dt 4:2; Pr 30:6; Ap 22:18), no vamos a hacer el ridículo imaginando que Jesús sí lo haría con las palabras de hombre alguno.
¿Citaría Jesús como de Moisés, David o Isaías palabras que aquellos nunca hubieran proferido? ¿Lo hizo entonces con Abraham? ¡Ciertamente que no!
Este detalle debería bastar para descartar aquí la idea de que se trata de una parábola, por más que coincidan en esta historia las mismas peculiaridades didácticas que hallamos en las demás parábolas.
Véase además, que las parábolas transcurren con alegorías naturales de la vida cotidiana (hijos, siervos, ovejas, monedas, semillas, vírgenes, labradores, etc.) desde cuyas circunstancias acaecen sucesos que ilustran la realidad espiritual que el Señor Jesús quiere enseñar. Pero en las historia del rico y Lázaro se da al revés: la muerte, el tormento, el consuelo, Abraham, las Escrituras y la resurrección, son conceptos que comunican ideas abstractas más que simples, físicas y materiales como en las parábolas.
Que esté en la intención del Señor Jesús narrar esta historia como una lección ejemplificante, no la convierte en parábola.
El detalle carecería de importancia, si no fuera que el elemento de ficción le restaría veracidad a todas la implicaciones de la doctrina cristiana aquí expuestas.
El otro aspecto a destacar, es que tenemos aquí una evidencia adicional a la verdad de que Jesucristo, como Hijo, es Dios eterno y omnisciente.
En efecto, ¿qué hombre podría reproducir una conversación mantenida en el lugar de los muertos? Muchas veces los incrédulos nos han negado la inmortalidad del alma diciendo: -Nadie volvió de allí para contarlo. Pero aunque Jesucristo todavía no había muerto y resucitado, en su omnisciencia conocía este caso y lo usa con la misma naturalidad como cuando decía: “Mirad los lirios del campo”.
Claro está que los sectarios “Testigos de Jehová” insistirán con que este pasaje es una parábola; de otro modo quedan muy mal parados con su rechazo de la deidad de Cristo y el tormento de fuego en el infierno. Cuando les presentamos estos argumentos, se desesperan, pues por más que digan, nada sensato y coherente pueden aducir.
Quienes pretendemos persistir en la sana doctrina, tampoco debemos tomar tal posición que desmerezca la trascendencia de las lecciones extraídas de esta narración.
Ricardo