Nuestra historia de El rico y Lázaro
(Lectura no apta para cristianos conformistas y autosatisfechos)
INTRODUCCIÓN
Poca explicación requiere el título:
“Nuestra” porque es tuya y mía; “historia” porque no es parábola; de “El rico y Lázaro” porque en el uno o en el otro tú y yo estamos necesariamente representados.
Con tal título, si fuera libro no nos animaríamos a comprarlo; si fuera artículo, no lo leeríamos; y si sermón ¡mejor no escucharlo!
Mal gusto habría que tener para intitular así lo que a la mayoría le provocará náuseas con sólo leerlo.
Pero ¿qué le vamos a hacer? Poco tiempo nos queda y no es cosa de desperdiciarlo buscando señuelos más atractivos.
Es probable sin embargo que al intrépido lector le haya ocurrido lo que a mí cuando niño en la Escuela Dominical: nos fue explicada como si fuese una parábola. Sea porque nos fuera presentada como una ficción a la que había que buscarle su moraleja, o al parecido con la palabra “fábula”, tempranamente me hice a la idea de que allí había un diálogo interesante, pero cuya aplicación ni por lejos me rozaba.
Contadas con los dedos de una sola mano deben ser las veces que escuchamos sermones alusivos a esa porción de las Escrituras. Los predicadores que se atreven, no pasan sin embargo de contrastar las ventajas del cielo por sobre las del infierno de fuego. Los cristianos sentados sobre sus bancas saben que el mensaje no es para ellos, sino que el predicador busca asustar aunque sea un poco a los eventuales incrédulos para encaminarlos a su conversión.
Ni al que habla ni a los que oyen se les ocurre que pueda haber allí algo tan importante como para poner los pelos de punta del uno y de los otros.
Profundamente preocupado últimamente por la displicencia de oradores y oidores, pensando mucho en ello y no hallando explicación al enigma del poco caso que actualmente se le presta a la predicación, tanto al darla como al recibirla, me fue dada esta porción de las Escrituras como respuesta y revelación al dilema que me embargaba.
Recién voy a meterme en la consideración del texto bíblico que nos precede, al tiempo de escribir las líneas que siguen. No necesito seleccionar materiales ni plasmar lo poco que ya sepa, pues mi único cometido ahora es el ir escribiendo lo que voy aprendiendo. Por supuesto que conozco el resultado final ¡de allí el interés que se me ha despertado! Pero todavía desconozco los vericuetos del camino al que invito me acompañen.
El gran dilema que tenía, era de si era posible que una persona que durante toda su vida consideró que era salva y salva para siempre, de repente, ante una muerta súbita que ni le dio tiempo a prepararse, se despertase en los tormentos del infierno llevándose un chasco mayúsculo y sin retorno.
Pasaban por mi mente las vidas de cristianos anodinos; buenas personas, honestas y morales, excelentes esposos y padres de familia, buenos vecinos y correctos ciudadanos.
Pero con tan ejemplares virtudes, vacíos sin embargo de contenido de vida espiritual.
Si se les apremiaba, podían animarse por fin a contar como fue que se salvaron en los tempranos días de su niñez, respondiendo a una invitación en la Escuela Dominical, o quizás durante un fogón en un campamento infantil. Se bautizaron; se congregaron; ni un domingo dejaron de participar de la Cena del Señor y asistir a la predicación, a no ser impedidos por razones mayores.
Pero fuera de aquella rutina religiosa, no era posible que fuésemos sorprendidos por alguna manifestación de interés por la vida de la iglesia, la Palabra de Dios y la obra de evangelización.
Dispuestos sí a apoyar toda obra buena que la iglesia llevara adelante, eran incapaces de cualquier iniciativa en cuanto a lo espiritual.
En las reuniones, no participaban públicamente; ya fuera orando, pidiendo el cántico de un himno o leyendo un versículo de la Biblia.
Eran los suficientemente buenos y correctos como para que nadie elucubrara tan sacrílega sospecha sobre la realidad de su salvación.
Pero eran a la vez lo suficientemente vacíos como para que temiésemos que jamás hubieran renacido en Cristo, del Espíritu.
Por supuesto que creo que la salvación no se pierde, y que el que es salvo persevera hasta el fin.
Creo también que cualquiera que en un momento de su vida se haya arrepentido y confiara en Cristo como su Salvador, tiene ya la vida eterna la cual ni perderá ni le será quitada. Aunque al tal momentáneamente puedan sobrevenirle legítimas dudas -principalmente tras caídas y fracasos-, así y con todo tras el arrepentimiento y confesión recibe el perdón por la sangre de Jesucristo y proseguirá adelante tras la santidad a la que fue llamado.
El problema no se da con ningún cristiano genuino, aunque todavía le falte mucho para madurar y desarrollarse como tal. Por lejos que se esté todavía de la perfección, si se ha traspasado ya la Puerta abierta y emprendido el camino angosto que es Cristo, sabemos que nada puede impedirle alcanzar la meta que es la eterna bienaventuranza con Cristo en la Jerusalén celestial.
Tampoco se da el problema con quien llamándose de “hermano” no lo es, pues sigue siendo el pecador empedernido que siempre fue. Se sabe hipócrita, y como no es creyente sino supersticioso, tampoco se sorprenderá si a la postre resulta condenado.
El problema se da con el consuetudinario profesante religioso que ha sido crédulo a todo lo que se le ha ministrado en la iglesia, asintiendo a todo, no oponiéndose a nada; pero igualmente nunca jugándose por nada como si la realidad cristiana y la verdad de Dios tuviera para él muy relativo valor.
Tanto él como nosotros pensamos que es salvo; aun cuando no nos convenza del todo.
A él la salvación apenas le preocupa como un concepto al que intelectualmente adhiere pero al que es inconsciente espiritualmente, pues nunca se vio realmente perdido como para necesitar de un Salvador y su salvación.
El testimonio que brinda de su experiencia personal se acomoda a otros muchos que ha escuchado, y de repetirlo, termina por aceptar que tal debe haber sido también su experiencia.
De verse forzado por las circunstancias a juzgar una situación dada, apoyará a la mayoría o al sector más prominente e influyente en la iglesia. Como no cree, tampoco le asaltan dudas, así que es capaz de mostrarse imperturbable en situaciones que a otros afligen. Prefiere en lo posible decir que “sí” a todo, pues el “no” le comprometería a componer embarazosas explicaciones.
Normalmente no suele pensarse en estos aspectos de nuestra realidad en la confraternidad cristiana, pues nos escudamos tras algunos textos que nos llevan a dejar tal inquietud en las manos del Señor, como si Él no fuera capaz de usarnos a nosotros mismos para el bien de otros.
A lo sumo, se insiste con predicar el evangelio en reuniones donde todos son creyentes y los inconversos están ausentes, por aquello de que quizás no todos de veras lo son.
Es cierto que en las iglesias hay trigos genuinos que a veces se comportan como cizaña; y también cizañas de pura cepa con toda la apariencia del mejor trigo. Por eso nada podemos hacer en tales casos hasta que el mismo Señor lo haga. Pero cuando el verdadero trigo se muestra como lo que realmente es, y la cizaña se manifiesta como cizaña, ¿qué dudas quedan? Aprobamos tanto al uno como desaprobamos la otra por la evidencia que dan en cuanto a su propia especie.
Anhelando dilucidar de una buena vez tan controvertido asunto, miraba yo a las epístolas y hasta echaba un ojo al Apocalipsis, como si por allí estuviera la respuesta.
Fue realmente sorpresivo que en el evangelio de Lucas, y en un relato que sólo aquí se encuentra, comience a vislumbrar la explicación al problema de marras.
Los invito, pues, a incursionar por esta historia, creyendo que al revés del hombre rico, hay todavía esperanza para quien duerma apretado a un falso pasaporte al cielo.
Como ya nos iremos dando cuenta, yo no veo en ente hombre rico atormentado en el infierno a un pecador desfachatado, impío y renegado, sino a un judío creyente, hijo de Abraham, habitué de la sinagoga, conocedor de las Escrituras; al que no se atrevería a criticar ningún fariseo de los tiempos de Jesús, como tampoco lo hacemos nosotros cuando lo vemos como pintado y reproducido en tantos feligreses sentados en las bancas de nuestra congregación.
¡Qué trágico que no encontremos en el cielo a “hermanos” con quienes comulgábamos todos los domingos!
En próximos aportes seguiré entregando los resultados de estos estudios, y mientras tanto responderé a vuestros comentarios. No discutiré aquí aspectos colaterales que no corresponden al tema propuesto, por ejemplo: asuntos tales como la realidad de un tormento eterno y de fuego; la seguridad de una salvación imperdible; la inmortalidad del alma, etc., ya que aspiro a conversar con los hermanos que mantienen estas doctrinas. En cambio, sí son aspectos inseparables al tema la realidad de la conversión, la verdadera naturaleza de la fe y la consiguiente vida cristiana.
Ahora es vuestro turno.
Ricardo
(Lectura no apta para cristianos conformistas y autosatisfechos)
INTRODUCCIÓN
Poca explicación requiere el título:
“Nuestra” porque es tuya y mía; “historia” porque no es parábola; de “El rico y Lázaro” porque en el uno o en el otro tú y yo estamos necesariamente representados.
Con tal título, si fuera libro no nos animaríamos a comprarlo; si fuera artículo, no lo leeríamos; y si sermón ¡mejor no escucharlo!
Mal gusto habría que tener para intitular así lo que a la mayoría le provocará náuseas con sólo leerlo.
Pero ¿qué le vamos a hacer? Poco tiempo nos queda y no es cosa de desperdiciarlo buscando señuelos más atractivos.
Es probable sin embargo que al intrépido lector le haya ocurrido lo que a mí cuando niño en la Escuela Dominical: nos fue explicada como si fuese una parábola. Sea porque nos fuera presentada como una ficción a la que había que buscarle su moraleja, o al parecido con la palabra “fábula”, tempranamente me hice a la idea de que allí había un diálogo interesante, pero cuya aplicación ni por lejos me rozaba.
Contadas con los dedos de una sola mano deben ser las veces que escuchamos sermones alusivos a esa porción de las Escrituras. Los predicadores que se atreven, no pasan sin embargo de contrastar las ventajas del cielo por sobre las del infierno de fuego. Los cristianos sentados sobre sus bancas saben que el mensaje no es para ellos, sino que el predicador busca asustar aunque sea un poco a los eventuales incrédulos para encaminarlos a su conversión.
Ni al que habla ni a los que oyen se les ocurre que pueda haber allí algo tan importante como para poner los pelos de punta del uno y de los otros.
Profundamente preocupado últimamente por la displicencia de oradores y oidores, pensando mucho en ello y no hallando explicación al enigma del poco caso que actualmente se le presta a la predicación, tanto al darla como al recibirla, me fue dada esta porción de las Escrituras como respuesta y revelación al dilema que me embargaba.
Recién voy a meterme en la consideración del texto bíblico que nos precede, al tiempo de escribir las líneas que siguen. No necesito seleccionar materiales ni plasmar lo poco que ya sepa, pues mi único cometido ahora es el ir escribiendo lo que voy aprendiendo. Por supuesto que conozco el resultado final ¡de allí el interés que se me ha despertado! Pero todavía desconozco los vericuetos del camino al que invito me acompañen.
El gran dilema que tenía, era de si era posible que una persona que durante toda su vida consideró que era salva y salva para siempre, de repente, ante una muerta súbita que ni le dio tiempo a prepararse, se despertase en los tormentos del infierno llevándose un chasco mayúsculo y sin retorno.
Pasaban por mi mente las vidas de cristianos anodinos; buenas personas, honestas y morales, excelentes esposos y padres de familia, buenos vecinos y correctos ciudadanos.
Pero con tan ejemplares virtudes, vacíos sin embargo de contenido de vida espiritual.
Si se les apremiaba, podían animarse por fin a contar como fue que se salvaron en los tempranos días de su niñez, respondiendo a una invitación en la Escuela Dominical, o quizás durante un fogón en un campamento infantil. Se bautizaron; se congregaron; ni un domingo dejaron de participar de la Cena del Señor y asistir a la predicación, a no ser impedidos por razones mayores.
Pero fuera de aquella rutina religiosa, no era posible que fuésemos sorprendidos por alguna manifestación de interés por la vida de la iglesia, la Palabra de Dios y la obra de evangelización.
Dispuestos sí a apoyar toda obra buena que la iglesia llevara adelante, eran incapaces de cualquier iniciativa en cuanto a lo espiritual.
En las reuniones, no participaban públicamente; ya fuera orando, pidiendo el cántico de un himno o leyendo un versículo de la Biblia.
Eran los suficientemente buenos y correctos como para que nadie elucubrara tan sacrílega sospecha sobre la realidad de su salvación.
Pero eran a la vez lo suficientemente vacíos como para que temiésemos que jamás hubieran renacido en Cristo, del Espíritu.
Por supuesto que creo que la salvación no se pierde, y que el que es salvo persevera hasta el fin.
Creo también que cualquiera que en un momento de su vida se haya arrepentido y confiara en Cristo como su Salvador, tiene ya la vida eterna la cual ni perderá ni le será quitada. Aunque al tal momentáneamente puedan sobrevenirle legítimas dudas -principalmente tras caídas y fracasos-, así y con todo tras el arrepentimiento y confesión recibe el perdón por la sangre de Jesucristo y proseguirá adelante tras la santidad a la que fue llamado.
El problema no se da con ningún cristiano genuino, aunque todavía le falte mucho para madurar y desarrollarse como tal. Por lejos que se esté todavía de la perfección, si se ha traspasado ya la Puerta abierta y emprendido el camino angosto que es Cristo, sabemos que nada puede impedirle alcanzar la meta que es la eterna bienaventuranza con Cristo en la Jerusalén celestial.
Tampoco se da el problema con quien llamándose de “hermano” no lo es, pues sigue siendo el pecador empedernido que siempre fue. Se sabe hipócrita, y como no es creyente sino supersticioso, tampoco se sorprenderá si a la postre resulta condenado.
El problema se da con el consuetudinario profesante religioso que ha sido crédulo a todo lo que se le ha ministrado en la iglesia, asintiendo a todo, no oponiéndose a nada; pero igualmente nunca jugándose por nada como si la realidad cristiana y la verdad de Dios tuviera para él muy relativo valor.
Tanto él como nosotros pensamos que es salvo; aun cuando no nos convenza del todo.
A él la salvación apenas le preocupa como un concepto al que intelectualmente adhiere pero al que es inconsciente espiritualmente, pues nunca se vio realmente perdido como para necesitar de un Salvador y su salvación.
El testimonio que brinda de su experiencia personal se acomoda a otros muchos que ha escuchado, y de repetirlo, termina por aceptar que tal debe haber sido también su experiencia.
De verse forzado por las circunstancias a juzgar una situación dada, apoyará a la mayoría o al sector más prominente e influyente en la iglesia. Como no cree, tampoco le asaltan dudas, así que es capaz de mostrarse imperturbable en situaciones que a otros afligen. Prefiere en lo posible decir que “sí” a todo, pues el “no” le comprometería a componer embarazosas explicaciones.
Normalmente no suele pensarse en estos aspectos de nuestra realidad en la confraternidad cristiana, pues nos escudamos tras algunos textos que nos llevan a dejar tal inquietud en las manos del Señor, como si Él no fuera capaz de usarnos a nosotros mismos para el bien de otros.
A lo sumo, se insiste con predicar el evangelio en reuniones donde todos son creyentes y los inconversos están ausentes, por aquello de que quizás no todos de veras lo son.
Es cierto que en las iglesias hay trigos genuinos que a veces se comportan como cizaña; y también cizañas de pura cepa con toda la apariencia del mejor trigo. Por eso nada podemos hacer en tales casos hasta que el mismo Señor lo haga. Pero cuando el verdadero trigo se muestra como lo que realmente es, y la cizaña se manifiesta como cizaña, ¿qué dudas quedan? Aprobamos tanto al uno como desaprobamos la otra por la evidencia que dan en cuanto a su propia especie.
Anhelando dilucidar de una buena vez tan controvertido asunto, miraba yo a las epístolas y hasta echaba un ojo al Apocalipsis, como si por allí estuviera la respuesta.
Fue realmente sorpresivo que en el evangelio de Lucas, y en un relato que sólo aquí se encuentra, comience a vislumbrar la explicación al problema de marras.
Los invito, pues, a incursionar por esta historia, creyendo que al revés del hombre rico, hay todavía esperanza para quien duerma apretado a un falso pasaporte al cielo.
Como ya nos iremos dando cuenta, yo no veo en ente hombre rico atormentado en el infierno a un pecador desfachatado, impío y renegado, sino a un judío creyente, hijo de Abraham, habitué de la sinagoga, conocedor de las Escrituras; al que no se atrevería a criticar ningún fariseo de los tiempos de Jesús, como tampoco lo hacemos nosotros cuando lo vemos como pintado y reproducido en tantos feligreses sentados en las bancas de nuestra congregación.
¡Qué trágico que no encontremos en el cielo a “hermanos” con quienes comulgábamos todos los domingos!
En próximos aportes seguiré entregando los resultados de estos estudios, y mientras tanto responderé a vuestros comentarios. No discutiré aquí aspectos colaterales que no corresponden al tema propuesto, por ejemplo: asuntos tales como la realidad de un tormento eterno y de fuego; la seguridad de una salvación imperdible; la inmortalidad del alma, etc., ya que aspiro a conversar con los hermanos que mantienen estas doctrinas. En cambio, sí son aspectos inseparables al tema la realidad de la conversión, la verdadera naturaleza de la fe y la consiguiente vida cristiana.
Ahora es vuestro turno.
Ricardo