ECR De en la calle recta.El Mérito de las "buenas" Obras
Uno de estos días recordaba de nuevo la lucha que sostenía yo en el convento contra la doctrina del merecimiento por las buenas obras. Esa lucha no tenía lugar externamente, ya que yo creía entonces incondicionalmente aún en la infalibilidad de la Iglesia Católica, pero internamente tenía muchísima dificultad. Es extraño eso. Porque esa doctrina se acomoda realmente al hombre. Halaga a tu propio conocimiento. Así te cuelgas medallas en tu propia solapa: "Yo también cuento, no necesito pedir limosna, incluso ni a Dios, yo merezco realmente el acceso a Él por mis buenas obras".
Así, pues, yo sólo podía ver esa lucha como un intervenir Dios, una y otra vez; con el propósito de quitar el hollín de mi propia vanidad. Ya que sentía auténtico asco al pensar que yo podía merecer algo ante el Santo. El veredicto del concilio de Trento que nosotros por nuestras buenas obras verdaderamente merecemos la vida eterna (en latín: vere mereri), yo no podía digerirlo. Iba totalmente en contra de mi idea de la grandeza de Dios. Cuando yo me arrodillaba en profunda adoración delante de Él, desaparecía toda complacencia sobre mi mismo. Consideraba casi una maldición cuando decía: "Yo merezco realmente con mis buenas obras la vida eterna".
¿Provenía eso también de la conciencia de mi culpabilidad? Cierto, también entonces tenía ya dificultades con la doctrina de los pecados veniales como una infracción leve ante Dios (por la cual sólo merecería un castigo temporal en el purgatorio) y el pecado mortal (por el cual Dios me apartaría para siempre al fuego eterno). La esencia de todo pecado es ,pues, que tú dices "no" a Dios: "Yo no hago lo que Tú ordenas y hago realmente lo que Tú prohíbes". No, Tu voluntad, sino mi voluntad es la que se hace.
Eso no lo decía yo abiertamente con tantas palabras, pero lo declaraban mis actos.
Dios dice, por ejemplo: "No te está permitido hacer mal a nadie aunque tú personalmente te sientas ofendido; no puedes pagar mal por mal"; pero yo, a pesar de todo, lo hago.
Cuando me percaté de eso, me sentí muy mal por el sentimiento de culpa, por la autoacusación: "Tu existencia tiene que estar orientada totalmente hacia Dios, pero de hecho está sólo orientada hacia ti mismo, sobre todo hacia tu propia honra".
La razón por la que yo tenía tanta molestia de eso, probablemente también fuese el convento mismo. El plan era que tú allí jugaras el todo por el todo para hacerte un santo, alcanzar la perfección. Con los ojos puestos en eso teníamos todos los días un cuarto de hora de examen de conciencia. Entonces examinábamos qué pecados habíamos cometido de nuevo ese día. Aparentemente eso me agradaba. Pero interiormente chocaba siempre con mi "yo", que no quería dar toda la gloria a Dios, e incluso quería subir al trono para allí ser incensado por mí mismo y sobre todo por los demás. Yo no lo quería y lo quería. Notaba esa división interna, y sufría por ello.
Mi pregunta a los lectores católicos, sobre todo a los religiosos: "¿No le preocupa a usted esto lo más mínimo? ¿Puede, y se atreve usted tranquilamente, sin pestañear, decirle al Santo: Yo merezco realmente la vida eterna por mis buenas obras. He adquirido el derecho para ser admitido para siempre en Vuestro palacio real y sentirme como un hijo en su propia casa?".
¿Quiere usted saber cómo yo he salido victorioso en esa batalla? El apóstol Pablo me ha indicado el camino. Yo leí: "En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó" (Rom. 8:37).
Por medio de Él, por Jesucristo, por la gracia mediante la confianza de la sola fe en Él. Cuando yo descubrí eso, toda tenebrosidad desapareció de mí. Desde entonces me es permitido vivir de la alegría victoriosa de Cristo por la fe, porque "esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?"
( 1 Jn. 5:4,5).
H.J. Hegger
Uno de estos días recordaba de nuevo la lucha que sostenía yo en el convento contra la doctrina del merecimiento por las buenas obras. Esa lucha no tenía lugar externamente, ya que yo creía entonces incondicionalmente aún en la infalibilidad de la Iglesia Católica, pero internamente tenía muchísima dificultad. Es extraño eso. Porque esa doctrina se acomoda realmente al hombre. Halaga a tu propio conocimiento. Así te cuelgas medallas en tu propia solapa: "Yo también cuento, no necesito pedir limosna, incluso ni a Dios, yo merezco realmente el acceso a Él por mis buenas obras".
Así, pues, yo sólo podía ver esa lucha como un intervenir Dios, una y otra vez; con el propósito de quitar el hollín de mi propia vanidad. Ya que sentía auténtico asco al pensar que yo podía merecer algo ante el Santo. El veredicto del concilio de Trento que nosotros por nuestras buenas obras verdaderamente merecemos la vida eterna (en latín: vere mereri), yo no podía digerirlo. Iba totalmente en contra de mi idea de la grandeza de Dios. Cuando yo me arrodillaba en profunda adoración delante de Él, desaparecía toda complacencia sobre mi mismo. Consideraba casi una maldición cuando decía: "Yo merezco realmente con mis buenas obras la vida eterna".
¿Provenía eso también de la conciencia de mi culpabilidad? Cierto, también entonces tenía ya dificultades con la doctrina de los pecados veniales como una infracción leve ante Dios (por la cual sólo merecería un castigo temporal en el purgatorio) y el pecado mortal (por el cual Dios me apartaría para siempre al fuego eterno). La esencia de todo pecado es ,pues, que tú dices "no" a Dios: "Yo no hago lo que Tú ordenas y hago realmente lo que Tú prohíbes". No, Tu voluntad, sino mi voluntad es la que se hace.
Eso no lo decía yo abiertamente con tantas palabras, pero lo declaraban mis actos.
Dios dice, por ejemplo: "No te está permitido hacer mal a nadie aunque tú personalmente te sientas ofendido; no puedes pagar mal por mal"; pero yo, a pesar de todo, lo hago.
Cuando me percaté de eso, me sentí muy mal por el sentimiento de culpa, por la autoacusación: "Tu existencia tiene que estar orientada totalmente hacia Dios, pero de hecho está sólo orientada hacia ti mismo, sobre todo hacia tu propia honra".
La razón por la que yo tenía tanta molestia de eso, probablemente también fuese el convento mismo. El plan era que tú allí jugaras el todo por el todo para hacerte un santo, alcanzar la perfección. Con los ojos puestos en eso teníamos todos los días un cuarto de hora de examen de conciencia. Entonces examinábamos qué pecados habíamos cometido de nuevo ese día. Aparentemente eso me agradaba. Pero interiormente chocaba siempre con mi "yo", que no quería dar toda la gloria a Dios, e incluso quería subir al trono para allí ser incensado por mí mismo y sobre todo por los demás. Yo no lo quería y lo quería. Notaba esa división interna, y sufría por ello.
Mi pregunta a los lectores católicos, sobre todo a los religiosos: "¿No le preocupa a usted esto lo más mínimo? ¿Puede, y se atreve usted tranquilamente, sin pestañear, decirle al Santo: Yo merezco realmente la vida eterna por mis buenas obras. He adquirido el derecho para ser admitido para siempre en Vuestro palacio real y sentirme como un hijo en su propia casa?".
¿Quiere usted saber cómo yo he salido victorioso en esa batalla? El apóstol Pablo me ha indicado el camino. Yo leí: "En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó" (Rom. 8:37).
Por medio de Él, por Jesucristo, por la gracia mediante la confianza de la sola fe en Él. Cuando yo descubrí eso, toda tenebrosidad desapareció de mí. Desde entonces me es permitido vivir de la alegría victoriosa de Cristo por la fe, porque "esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?"
( 1 Jn. 5:4,5).
H.J. Hegger